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Tú no eres un viajero, eres un turista acomplejado (o, lo que es peor aún, un jeta)
Nadie admite ya ser turista, y preferimos ser "viajeros". Pero ni de lejos lo somos todos: debajo de la denominación late el sentimiento de culpa y las ganas de ahorrarse unos euros
Si uno pudiese acercarse al templo de Poseidón, en cabo Sunio –ya no es posible, debido a la masiva afluencia de turistas que observan la puesta de sol sobre el Egeo en sus inmediaciones–, es probable que encontrase escrito en una de sus columnas el nombre de Lord Byron, que él mismo grabó en 1810. El autor de 'Don Juan', uno de los pioneros del turismo tal y conocemos hoy en día, inauguraba así una de las tendencias más perjudiciales de este: la idea de que el visitante es más importante que lo visitado, que necesitamos dejar nuestra huella como testimonio de nuestro (fugaz) paso, que viajar es, ante todo, una placentera experiencia subjetiva.
Era coherente con el auge romántico del turismo: el paisaje, las leyendas locales y las culturas desaparecidas eran el estímulo ideal para que el Washington Irving o el Alejandro Dumas de turno encontrasen en lugares como Granada o Cádiz exóticos y un tanto idealizados paraísos. Eran turistas 'avant la lettre'. Con el siglo XX, la sociedad de consumo, el derecho a unas vacaciones pagadas y los adelantos en la velocidad, comodidad y coste de los transportes, lo que antes era un privilegio se convirtió en una costumbre. Hoy, el turismo es la gran industria global al mover 6,6 billones de euros –sí, con 'b'– cada año.
¿Alguna vez han oído a alguien afirmar “sí, soy turista y me encanta”? ¿Cuántas veces han escuchado lo de “no soy turista, soy viajero”?
La reacción de esos millones de viajeros no ha sido nada sorprendente, puesto que es la misma que se suele producir cada vez que algo se percibe como masificado y, por lo tanto, amenaza con hacernos sentir parte del rebaño: distinguirse del concepto de “turista” y afirmar que uno es un “viajero”, aunque a efectos prácticos, uno y otro parezcan indistinguibles. ¿Alguna vez han oído a alguien afirmar con sinceridad “sí, yo soy un turista y me encanta serlo”? Probablemente nunca, ya que no hay palabra más infectada que esa. Por el contrario, ¿cuántas veces han escuchado eso de “yo no soy turista, yo me considero un viajero”? Unas cuantas.
Si no lo creen, hagan la prueba. Tecleen “turista” y “viajero” y encontrarán infinidad de comparaciones entre unos y otros, según las cuales, los primeros son poco menos que colonialistas que queman billetes con sus puros y los segundos, potenciales Madres Teresa de Calcuta. Es el caso, por ejemplo, de las infografías de 'Holidify' que recogían 14 diferencias: los turistas visitan monumentos, duermen en camas de lujosos hoteles, se compran camisetas feas, acuden a lugares masificados y se hacen 'selfies'.
Los viajeros, dinámicos ellos, se desplazan haciendo autostop, escalan montañas, leen libros con símbolos chinos en la portada y saltan en paracaídas. En definitiva, mientras unos son aburridos, rancios y cuadriculados, otros son aventureros, libres y pasionales. Una división tan maniquea como la de aquel anuncio de Apple que representaba a los usuarios de Microsoft como hombres de mediana edad vestidos de traje, feos y con sobrepeso, y a los usuarios de la compañía de Steve Jobs, como efusivos y atractivos jóvenes vestidos de 'sport'.
Un trampantojo de autenticidad
No salen los números. Si hay millones de turistas en el mundo pero nadie se reconoce como tal, algo no encaja. Es, en principio, una cuestión terminológica: renegamos ser descritos con los términos asociados a valores negativos para abrazar los que tienen matices positivos. De igual forma que ya no hay nadie de derechas pero abundan los liberales. La palabra “turista” evoca a un alemán de 60 años medio cocido por el sol, en bermudas y náuticos con calcetines, que no tiene inconveniente en sentarse en la Plaza Mayor de Madrid y pagar seis euros por una cerveza. Y nosotros no somos eso, no señor.
La lógica del 'viajerista' sirve para justificar moralmente un turismo 'low cost' que apenas deja dinero y que perjudica a los habitantes locales
Pero esto no iría más allá si no fuese porque este auge de los 'viajeristas' (el viajero que no sabe que es turista) encubre otro cambio de paradigma. Como señalaba Walter Benjamin a propósito de las obras de arte, la popularización del turismo ha traído aparejada la caída del aura de monumentos, museos y del misterio que suponía viajar. Byron probablemente visitó cabo Sunio con escasa compañía, pero hoy es difícil ver la caída del sol sin estar rodeado de cientos de personas. Hay una reacción particularmente ridícula a la cultura del circuito, esos viajes programados que te llevan de punto a punto con un horario de puntualidad británica: la del turista rebelde que no visita nada. Pero nada-nada. Yo conozco a gente que ha ido a París y, por no ver, no ha visto ni la Torre Eiffel más que desde el avión.
A simple vista, es una rebelión ante las apretadas agendas de los viajeros que abarrotan los mismos museos, comen en los mismos restaurantes y visitan los mismos bares, recomendados por guías a comisión. Ellos son más listos y no piensan caer en ninguna de las trampas para turistas que proliferan en las grandes ciudades, así que se cogen el metro, se plantan en la última parada de la línea menos concurrida y se dan un paseo por las 'banlieues'. Según su lógica, es la única manera de conocer la cultura y costumbres de cada lugar: desviarse de los itinerarios trillados e intentar vivir la vida como si uno habitase de verdad allí, y no como si acabase de aterrizar a un país totalmente desconocido que cree conocer por tres entradas de blogs.
La industria turística, y aquí viene la clave, ha entendido bien que los turistas no quieren sentirse como tales. Recuerdo un viaje en Riviera Maya, ese paraíso de los turistas-pero-no, y que un guía local nos llevase a conocer a una lugareña que no conocía el español y que nos preparó unos tamales. Por supuesto, a la salida de la cabaña, había otro grupo de viajeristas esperando para hacer lo propio, y detrás de ellos vendrían otros tantos más. Eso sí, la experiencia dejó en algunos un convincente sabor a autenticidad. Probablemente falsa, pero en eso consiste el espejismo del viajero: en que el trampantojo de realidad que se presenta ante sus ojos resulte verosímil.
Porque los viajeros ya no consumen monumentos, museos o restaurantes, sino experiencias, la palabra sagrada del consumo moderno. Hoy en día todo es una experiencia: un concierto, una comida, hacer la compra, ir al dentista, bajar la basura…
La era de lo barato
Uno sospecha también que esta cultura del viajero sirve tanto para aliviar la mala conciencia como para justificar moralmente un turismo 'low cost' que deja mucho menos dinero en los lugares visitados y que impacta negativamente en la vida diaria de los lugareños. No cabe duda de que los 'viajeristas', que arrastran sus maletas al piso alquilado en AirBnB después de que un Cabify los recoja en el aeropuerto y antes de acudir al recorrido turístico de una de esas agencias cuyas guías sobreviven a base de las propinas de sus clientes, se sienten un poco como ese viajero de 'Holidify' dinámico y jovial que no se pliega a horarios, recomendaciones de libros de viajes ni a esas agencias de viajes que se sacó de la manga Thomas Cooke a mediados del siglo XIX.
Los 'beg-packers' hacen 'crowdfunding' con su propio ocio: son chavales de buena familia que piden a los lugareños que paguen sus caprichos
Escapar de las estructuras tradicionales del turismo les permite, de paso, ahorrarse un dinerillo, al mismo tiempo que viven una Experiencia, así con mayúscula. Cumple, además, con los requisitos morales del 'viajerista', que es integrarse en las comunidades locales como si fuese uno de ellos. ¿Qué mejor forma de hacerlo que, por ejemplo, metiéndose en una de las 2.317 viviendas que AirBnb tiene en el castizo barrio de Lavapiés, durmiendo pared con pared con alguien que ha visto cómo el coste de su piso se dispara en los últimos años? Es la dinámica de la 'gig economy', en la que la desaparición de muchas de las empresas en el pasado abarata los servicios para el cliente, pero deja a los trabajadores desprotegidos.
Mientras barrunto esto, me encuentro con los jetas de los 'beg-packers', turistas de países occidentales que mendigan en países del Tercer Mundo para proseguir su viaje o volver a casa. En muchos casos se trata de chavales de buena familia que se van al otro extremo del mundo a abrir su mente, replantearse su vida y todo eso que contaba Elizabeth Gilbert en su best seller pijo-jipi 'Come, reza, ama'. 'Beg-packers' no, pero a alguno que se ha pateado Asia, Europa del Este y Sudamérica con una mochila e inyecciones semanales de liquidez de papá y mamá sí que me he encontrado.
No resulta extraño que los 'beg-packers' arrasen, porque, al fin y al cabo, conjugan dos de las grandes modas del mundo contemporáneo: la experiencia y el emprendimiento. Es ideal: no se pagan el viaje de su propio bolsillo con lo ganado merced a su esfuerzo, sino que se lo 'crowdfundean' a base de la buena voluntad de los demás. Que, por cierto, viven mucho peor que ellos. Pero es su viaje iniciático a la economía del futuro, en la que uno no tendrá horarios (porque trabajará todo el día), ni jefes (porque estará al servicio de un gran número de empresas), ni sueldo, porque se verá obligado a mendigar –perdón, a hacer 'crowdfunding'– para pagarse los caprichos.
Si uno pudiese acercarse al templo de Poseidón, en cabo Sunio –ya no es posible, debido a la masiva afluencia de turistas que observan la puesta de sol sobre el Egeo en sus inmediaciones–, es probable que encontrase escrito en una de sus columnas el nombre de Lord Byron, que él mismo grabó en 1810. El autor de 'Don Juan', uno de los pioneros del turismo tal y conocemos hoy en día, inauguraba así una de las tendencias más perjudiciales de este: la idea de que el visitante es más importante que lo visitado, que necesitamos dejar nuestra huella como testimonio de nuestro (fugaz) paso, que viajar es, ante todo, una placentera experiencia subjetiva.