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Hay un grave problema detrás de nuestra comida, pero nadie se atreve a hablar de él
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Héctor G. Barnés

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Hay un grave problema detrás de nuestra comida, pero nadie se atreve a hablar de él

Cada vez son más los adultos cuyo abanico de preferencias gastronómicas es muy limitado. ¿Qué es lo que se oculta detrás de esta progresiva mala educación alimentaria?

Foto: Un acuerdo de mínimos para poder llevarse algo a la boca. (iStock)
Un acuerdo de mínimos para poder llevarse algo a la boca. (iStock)

La tortilla es el plato democrático por excelencia. De acuerdo, quizá también las patatas bravas o las croquetas. Todas ellas generan ese excepcional consenso que une a pobres y élites, a la España vacía y la urbana, a madridistas y culés. Incluso puede poner de acuerdo a dos columnistas de izquierdas. Son lo que Amaia de OT al espectáculo televisivo, Chiquito al humor, Iniesta al fútbol. Se trata del mínimo común denominador que permite ponernos de acuerdo cuando nos reunimos alrededor de una mesa y tenemos que —glups— pasar por el trance de ponernos de acuerdo en qué pedir. ¿Calamares? Uf, rebozado, qué mal. ¿Boquerones? Quita, mucho vinagre. ¿Chorizo? Ni hablar. Con una de tortillas y unas bravas no hay error.

Es una situación más o menos conocida cuando salimos a cenar en grupo. Es casi imposible que a todo el mundo le guste todo lo que hay en la carta, así que hay que negociar. Pongamos que cuatro comensales tienen que llegar a un acuerdo y, siendo generosos, a cada uno le gusta un 80% de los platos disponibles. Si tenemos suerte, es posible que coincidamos en la mayoría. Si no la tenemos, como suele ocurrir, es probable que lo que más le gusta a uno le repugne a otro y así sea imposible elegir. ¿El resultado? Decantarnos por esa serie de alimentos "de mínimos" que ponen a todos de acuerdo, y que no suelen ser precisamente los más sanos. ¿Qué pedimos esta noche? Pues pizza, que es lo que gusta a todos y así nos quitamos de líos.

Cada vez hay más adultos con unos hábitos alimenticios tan limitados como los de un niño de diez años. Son las víctimas del nuevo paradigma

Que todos tenemos nuestras manías, en mayor o menor grado, es una obviedad. Empiezo a sospechar, no obstante, que estamos a las puertas de una epidemia de adultos que no saben comer. Entre otras cosas, porque nadie les ha enseñado a hacerlo y la sociedad les da pocas razones y oportunidades para cambiar. Me refiero a esa clase de personas cuyo abanico de intereses culinarios es tremendamente reducido, se limita a comidas "facilonas" y raramente están dispuestas a introducir ninguna variante en su dieta. No se trata simplemente de que detesten determinado ingrediente o preparación, sino que directamente evitan por todos los medios posibles las verduras, las legumbres o el pescado. No es su culpa: son víctimas de un nuevo paradigma de la alimentación en el que impera la comodidad.

placeholder Treintañeros con una dieta basada en pizza y pasta. (iStock)
Treintañeros con una dieta basada en pizza y pasta. (iStock)

Lo conozco bien porque yo era así de niño, cuando mi abuelo me compraba todas las semanas criadillas en una extraña fascinación infantil por la casquería, porque era de lo poco que tomaba sin poner caras. Tras infinidad de quebraderos de cabeza, terminé ampliando el abanico… hasta terminar deglutiendo un poco de todo (menos caracoles, qué asco los caracoles). Pero a mi alrededor cada vez veo más personas de cierta edad con unos hábitos alimenticios parecidos a los de un niño de diez años. Qué paradoja en la época del 'fitness', las dietas y los trucos para adelgazar. Mi madre ha pasado décadas vigilando comedores escolares, y cada día le sorprende más lo mal que comen los niños… y sus compañeros profesores.

Un círculo de silencio y vergüenza

Que sobre gustos no hay nada escrito es una gran mentira, porque desde luego sí que lo hay. Por ejemplo, sobre de qué manera cada persona reacciona de forma distinta a la hora de saborear un alimento, el principal tema de libros como 'Suffering Succotash', de Stephanie Lucianovic. El sabor, la textura o la procedencia son factores que determinan que una comida nos guste o no. La amargura es odiada y amada a partes iguales; la textura gelatinosa de ciertos mariscos puede causar náuseas; y motivos emocionales pueden hacer que no seamos capaces de llevarnos a la boca un conejo aunque no tengamos ningún reparo en meternos un cordero entre pecho y espalda.

Cocinar requiere tiempo, claro, y no andamos precisamente sobrados de él, por lo que es natural que busquemos atajos para ahorrarlo

No me refiero a eso, ni a decisiones como las de vegetarianos o veganos. Hablo, más bien, de la desaparición de la comida como cultura y aprendizaje, como ocurre con la literatura, la música o la pintura. Los hábitos alimenticios se educan, y aunque siempre habrá barreras que nos impidan disfrutar del sushi o el arte expresionista, a medida que crecemos y nos abrimos a nuevas experiencias terminamos abandonando la comodidad de los carbohidratos y el subidón del azúcar, probando y apreciando cosas nuevas (que no tienen por qué ser necesariamente más caras). Mi sospecha es que, como ocurre con otros aspectos de la vida, es mucho más fácil agarrar el primer alimento preparado de la estantería del súper y dárselo a nuestros hijos que realizar una siempre complicada labor de pedagogía, que supone tiempo, esfuerzo y discusiones. Especialmente cuando el estrés diario amenaza con llevarnos por delante.

De aquellos polvos, estos lodos, y quizá nos estemos asomando a un futuro en el que nuestro horizonte alimenticio se estreche, con los claros perjuicios para la salud que esto puede producir. Una situación en la que nos olvidemos de los beneficios de la diversidad y del término medio y nos veamos abocados a una espiral de mala alimentación que intentemos compensar arrojándonos en los brazos de dietas milagro. Cocinar requiere tiempo, claro, y no andamos precisamente sobrados de él, por lo que parece natural que optemos por ahorrarlo como podamos. Decantarse por mejores alimentos también nos obliga a rechazar las tentaciones de la satisfacción instantánea de la hamburguesa o pizza de turno. Había una buena razón por la que nuestros abuelos arrugaban la nariz ante los efluvios que emanaban de la cocina del McDonald's, y que muestra bien que el gusto depende de nuestras experiencias personales.

placeholder La paella no se puede hacer al microondas. (Reuters/Albert Gea)
La paella no se puede hacer al microondas. (Reuters/Albert Gea)

Pero no es nada fácil ser un 'picky eater', uno de esos "quisquillosos" (término despectivo por antonomasia) que, por ejemplo, se ven obligados a explicar por qué no les gusta el plato que sus amigos le han preparado con toda la buena fe del mundo. Un grupo de investigación de la Universidad de Duke, de hecho, se centra en las consecuencias psicológicas de la ansiedad social que causan las limitaciones sobre la comida. Hay que ser un poco maleducado para afear la conducta del quisquilloso en su cara, pero sutilmente se sigue pensando que no comer determinado alimento es simplemente un capricho del mal comensal. Como en otros aspectos, somos duros jueces de los que nos rodean y nos olvidamos de los factores que se encuentran detrás de esta situación.

Adiós a la cocina

Una vez más, podemos intentar explicar el origen de este problema a partir del tiempo. En concreto, de su creciente escasez y del coste que supone emplearlo mal. La cocina tradicional española, con ese triángulo de las Bermudas formado por cocido, empanada y estofado, requería una gran inversión temporal, muchas veces por parte de las mujeres, presas entre fogones. Algo cada vez más difícil de llevar a cabo. Especialmente en las familias con hijos, que, paradójicamente, deberían ser aquellas que más tiempo dedicasen a la educación alimentaria, esa rama generalmente olvidada de la enseñanza de los niños.

Cocinar parece poco productivo, pero en realidad estamos dedicando tiempo a nosotros, a nuestra salud y al placer que supone alimentarse bien

Cada uno le dedica tiempo a lo que valora, y este cambio de paradigma muestra bien hacia dónde nos empuja nuestra sociedad ultralaboralizada, en la que el criterio utilitarista y económico se impone por encima del resto. Pasar varias horas cocinando nos parece una mala inversión —como les pasa a tantas personas con la lectura, ese acto "inútil"— porque parece poco productivo, pero en realidad estamos dedicando tiempo a nosotros mismos, a nuestra salud y al placer que supone alimentarse bien. En ese sentido, los alimentos preparados son una manifestación más de la industria de la subcontratación de marrones: sacrificas parte de tu bienestar para tener tiempo para hacer otra cosa más placentera… o rentable, como seguir currando.

A medida que la sociedad muta, comenzamos a considerar que cocinar y comer es un mero peaje para seguir funcionando, como echarle gasolina al coche. Un acto desprovisto de sus matices hedonistas, culturales y sociales. De ahí que las viejas preparaciones, más exigentes en tiempo y en conocimiento, dejen paso a la apropiadamente conocida como "comida de conveniencia" que tiene como objetivo, ante todo, optimizar y facilitar el consumo. "Fácil" es, por lo tanto, la palabra clave en este intercambio. Pero nada es gratis ni sencillo, y si lo es, quizá estemos sacrificando otra cosa a cambio. No hay problema, ya hay una industria de la alimentación milagro dispuesta a forrarse echándonos una mano.

La tortilla es el plato democrático por excelencia. De acuerdo, quizá también las patatas bravas o las croquetas. Todas ellas generan ese excepcional consenso que une a pobres y élites, a la España vacía y la urbana, a madridistas y culés. Incluso puede poner de acuerdo a dos columnistas de izquierdas. Son lo que Amaia de OT al espectáculo televisivo, Chiquito al humor, Iniesta al fútbol. Se trata del mínimo común denominador que permite ponernos de acuerdo cuando nos reunimos alrededor de una mesa y tenemos que —glups— pasar por el trance de ponernos de acuerdo en qué pedir. ¿Calamares? Uf, rebozado, qué mal. ¿Boquerones? Quita, mucho vinagre. ¿Chorizo? Ni hablar. Con una de tortillas y unas bravas no hay error.

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