Es noticia
20 mujeres y un hombre en un ataúd: la otra España que muchos no quieren ver
  1. Alma, Corazón, Vida
  2. Tribuna
Héctor G. Barnés

Tribuna

Por

20 mujeres y un hombre en un ataúd: la otra España que muchos no quieren ver

Solemos percibir la realidad social de forma parcial: solo nos vemos a nosotros mismos y a los que son como nosotros. Pero en ocasiones, las desigualdades se hacen visibles

Foto: Del extrarradio al centro y vuelta a la periferia: el bus como ataúd móvil que une mundos opuestos. (iStock)
Del extrarradio al centro y vuelta a la periferia: el bus como ataúd móvil que une mundos opuestos. (iStock)

La mayoría detesta esos no lugares de tránsito como las estaciones de tren o los intercambiadores de transporte. A mí, en cambio, me resultan misteriosamente familiares, quizá porque al haberme criado en el extrarradio he pasado mucho tiempo en ellos. Son lugares que propician encuentros fortuitos y extrañas epifanías por su carácter de tierra de nadie y lugar de paso, limbos entre realidades paralelas. El pasado jueves, el 8-M, coincidí con una amiga a la que hacía meses que no veía en el autobús que desde Moncloa hasta Pozuelo nos lleva a cada uno a nuestro trabajo. Ironías de la vida: ambos nos criamos en las afueras, nos mudamos al centro de la capital y volvemos a la periferia para currar.

Antes incluso de ponernos al día, salió a relucir el tema de la huelga. Ella no la iba a hacer, me explicaba con cierto reparo, incluso aunque por su buena situación en la empresa se lo "pudiese permitir". No es reprochable: una de las máximas de la convocatoria es que muchas mujeres, por su condición laboral, personal o simplemente por un tristemente razonable miedo a las consecuencias, no iban a poder seguir el parón. El "lujo" de poder parar o no, dejaba entrever mi amiga, depende de tu precariedad, de la actitud o interés de la empresa o simplemente, del agotamiento que supone saber que un día de parón te obliga a una semana llena de horas extra.

La gente que viaja en autobús no es igual que la que lo hace en coche, de igual forma que no lo es quien lo coge por la mañana que quien usa el nocturno

A medida que el autobús se alejaba de las cuatro torres de Madrid, ese ojo de Sauron que se cierne sobre la capital, una realidad emergía ante mis ojos. Ese vehículo que se desplazaba bajo el plomizo cielo gris era un pequeño cosmos con una muy reveladora peculiaridad demográfica: había un hombre (yo) alrededor de dos decenas de mujeres. Al otro lado del pasillo, una mujer negra hablaba por teléfono. Justo delante de mí, otra con la cabeza tapada con un pañuelo conversaba por WhatsApp en árabe. La mayoría eran mujeres de entre 40 y 60 años, con alguna ocasional estudiante entre ellas. Hay rincones donde las desigualdades se hacen manifiestas y uno, desde luego, se encuentra dentro de ese autobús que conduce a las limpiadoras a los chalets de la periferia.

A lo largo de 15 años utilizando durante dos horas diarias el transporte público he comprobado cómo la sutil composición de los grupos humanos que lo llenan dice mucho de nuestra sociedad. Los usuarios (usuarias) de estos medios no son exactamente iguales que los que utilizan el cómodo (y algo más caro) automóvil. Como tampoco es igual la gente que lo coge a primera hora de la mañana y vuelve a casa por la tarde que la que utiliza el nocturno. O la que toma el bus para atravesar el centro de Madrid que la que recurre al interurbano que le llevará a la periferia una hora más tarde. Es una obviedad para el que lo vive —que estará riéndose ante mi epifanía—, pero no tanto para el que no. No solo percibimos la realidad de manera fragmentada, sino también interesada. Lo que no nos afecta, no existe. De ahí que haya quien pueda afirmar que no existen desigualdades. ¿Ceguera o cinismo?

placeholder Una mujer habla por teléfono en un autobús madrileño. (Reuters/Juan Medina)
Una mujer habla por teléfono en un autobús madrileño. (Reuters/Juan Medina)

Después de que mi amiga se apease me quedé barruntando cierta tristeza, quizá favorecida por el silencio plomizo del autobús, el del aburrimiento de la vida cotidiana, de las cosas que son exactamente iguales que ayer y muy parecidas a mañana. Ese autobús de repente me parecía un ataúd, un dispositivo que transporta a la gente a otras vidas que nunca serán la suya. Esa noche, las calles españolas estallaron de alegría, compañerismo y sororidad. Un opuesto casi perfecto. Pero no son imágenes excluyentes, ni siquiera contradictorias (como sugiere ese lamentable meme que presenta a una mujer enseñándole los 'selfis' de la manifestación a una limpiadora, propaganda para el odio). La una es consecuencia de la otra, dos caras de la misma moneda. Ante lo que no cambia, la reacción es pararlo todo, visibilizar lo excepcional. Ante las dinámicas ocultas de la desigualdad, el ruido puede llegar a ser muy elocuente.

El presidente no coge el tren

Hay una frase muy reveladora que se atribuye a Margaret Thatcher: "Un joven que pasados los 26 años aún va en autobús puede considerarse un fracasado". Según esta máxima, soy un fracasado, como otros tantos millones de españoles. Llevo meses intentando rastrear el origen de la cita sin ser capaz. Sea cual sea, sintetiza bien esa confusión entre causa y efecto propia de los discursos del éxito y la meritocracia. Quizá sea más bien que la gente con menos recursos (generalmente, mujeres, que suelen ceder el uso del coche a sus maridos) recurre más al transporte público. La desigualdad raíz pasa a ser el signo de tu fracaso.

Mientras los trabajadores de cuello blanco cogen el coche para ir al centro, las de cuello rosa toman el autobús para limpiar los hogares vacíos de estos

Cuando el pasado mes de enero un informe encargado por el Ayuntamiento de Madrid desveló que el soterramiento de la M-30 había afectado más a las mujeres que a los hombres, muchos se lo tomaron a chufla. El estudio desvelaba que como la reforma de la carretera había favorecido el transporte privado, y las mujeres suelen utilizar más el público, estas habían salido perdiendo (además, las amas de casa eran las principales sufridoras de la contaminación acústica). Algo evidente para el que se desplaza con bonobús, pero no tanto para el que utiliza el coche hasta para ir a comprar el pan. Mientras los trabajadores de cuello blanco cogen el coche para ir al centro, las de cuello rosa toman el autobús para limpiar sus hogares y raramente llegan a cruzarse. Ojos que no ven, corazón que no sufre por los demás.

El autobús lleno de mujeres que no quieren o no pueden hacer huelga (muchas veces lo primero es el resultado de lo segundo) es asimilable a tantas dinámicas de desigualdad invisibles a nuestra mirada. Es el tiempo dedicado a las tareas del hogar, a los desplazamientos de una esquina a otra de la ciudad para llegar a tener un salario digno en un empleo a tiempo parcial o a cuidar a familiares enfermos. Como escribía José Luis Pardo en 'Esto no es música' a propósito de la comunidad afroamericana estadounidense, hay otra España con un ritmo diferente y otros rumbos y horarios. Una vida que no encaja con el discurso oficial y que raramente goza de un altavoz para hacerse oír. Y que, de repente, cristaliza en una imagen que lo resume todo, como ocurrió en ese autobús camino de Pozuelo.

Irónicamente, casi hay que agradecer a empresas como Glovo o Deliveroo que lanzando a miles de ciclistas a las calles hayan hecho visible que para que unos puedan relajarse en sus casas, otros deben trabajar en condiciones lamentables. La virtualización de la sociedad, no obstante, puede contribuir a que esas diferencias de clase, raza o género, entre los que van a la ciudad y los que vuelven a la periferia, entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, se oculten definitivamente. A medida que todo parece hacerse abstracto, es más fácil que olvidemos lo material. ¿Para qué sirve quejarse y protestar? Entre otras cosas, para que no sea necesaria una epifanía para descubrir esas relaciones de poder que se sufren en los hogares, en los trabajos, en las calles, en las carreteras y en las tiendas.

Por eso la manifestación del 8-M ha resultado tan emocionante. Ante un día a día en el que las injusticias se hacen estructurales, algo que siempre ha sido así y siempre lo será —quien va en autobús a los 50 probablemente lo lleve haciendo desde los 15—, la catarsis carnavalesca de lo excepcional, lo emocionante y lo ritual nos muestra que otras realidades son posibles. O, al menos, un poco distintas. El único ataúd del que se hablaba es el del lema "Madrid será la tumba del machismo". El reto ahora se encuentra en convertir la excepción en norma: en que la fiesta, la solidaridad y la igualdad sean más "normales" que Manolo jugando al dominó con los 'colegotes' mientras su mujer se queda en casa haciendo la cena.

La mayoría detesta esos no lugares de tránsito como las estaciones de tren o los intercambiadores de transporte. A mí, en cambio, me resultan misteriosamente familiares, quizá porque al haberme criado en el extrarradio he pasado mucho tiempo en ellos. Son lugares que propician encuentros fortuitos y extrañas epifanías por su carácter de tierra de nadie y lugar de paso, limbos entre realidades paralelas. El pasado jueves, el 8-M, coincidí con una amiga a la que hacía meses que no veía en el autobús que desde Moncloa hasta Pozuelo nos lleva a cada uno a nuestro trabajo. Ironías de la vida: ambos nos criamos en las afueras, nos mudamos al centro de la capital y volvemos a la periferia para currar.

Social Autobús Feminismo Transporte
El redactor recomienda