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El mito del Palentino y los bares de viejos: la gentrificación de nuestros recuerdos
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Héctor G. Barnés

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El mito del Palentino y los bares de viejos: la gentrificación de nuestros recuerdos

El cierre del bar ha desatado los lamentos de quienes lo consideran el final de Malasaña. Sin embargo, su carácter legendario quizá no se corresponda con su verdadero estatus

Foto: Una imagen de 'El bar', de Álex de la Iglesia, su homenaje a este bar madrileño.
Una imagen de 'El bar', de Álex de la Iglesia, su homenaje a este bar madrileño.

Cierra el Palentino y me lanzo a realizar una pequeña encuesta entre conocidos. “No” es la primera respuesta que recibo. “Puf, creo que fui dos o tres veces como mucho” es la siguiente. “He entrado dos veces de los dos millones que he pasado por delante, literalmente”. “Poco; cuando caía por ahí, pero poco”. “Cuando llegué a Madrid, me pilló de vuelta de todo; te juro que no sé ni qué es”. Me cuesta unas cuantas horas encontrar a alguien que respondiese afirmativamente a mi pregunta “¿Ibas mucho por el Palentino?”. La respuesta que recibo es “sí, hace unos 10 años, porque era muy barato. Bocatas y cubatas a cuatro euros”.

Es un sondeo a pie de bar menos fiable que un CIS cocinado y recalentado en el microondas, aunque en mi cabeza se trata de una muestra representativa de los jinetes del apocalipsis que han frecuentado la noche malasañera durante las últimas dos décadas. Gente que ha pinchado en bares, ha tocado en bandas y ha formado parte de, ejem, la escena cultural. Claro, hay otros cuyos mensajes de “adiós, Malasaña, adiós” me parecen sinceros, aunque para mí no hay nada en el cierre del Palentino que suponga un hito mayor en el final de la era supuestamente dorada del barrio que no hubiese tenido lugar ya hace 10 o 15 años. En mi corazón, no más que el cierre de la Pepita, el No Fun, el Garaje Sónico o el Groovie.

Durante años fue considerado el epítome del 'bar de viejos' por aquellas personas que nunca habrían ido a un lugar así si no tuviese el estatus de 'mítico'

Lo que sí parece confirmar esta somera encuesta es algo que sospecho desde hace tiempo: que los bares donde va la gente y los que se han elevado a categoría de leyenda no son necesariamente los mismos. Tan solo 'a posteriori', cuando ha mediado cierto proceso de mitificación, parece que formaron siempre parte de nuestras vidas como un falso recuerdo. He tenido que preguntar a mis amigos para descubrir que no estoy solo en que a pesar de haber frecuentado Malasaña, el Palentino no jugó un rol clave en mi nostalgia. Esto no quiere decir que muchísima gente no tenga recuerdos de barra y pincho que se llevará a la tumba, o que Casto Herrezuelo no fuese un personaje carismático. Pero sí que la historia la escriben los vencedores… o las guías de viajes escritas por gente que quizá nunca estuvo ahí.

Es posible que el empujón definitivo que elevó al Palentino a categoría de leyenda viniese de parte del nada sospechoso Álex de la Iglesia, que se inspiró en él para 'El bar', cuyo decorado es una reproducción más o menos exacta de sus característicos espejos, paredes de madera y suelo de mármol. Pero esta glorificación viene de mucho antes. Durante años, y cada vez más a medida que pasaba el tiempo, se lo consideró el epítome del 'bar de viejos', generalmente por aquellas personas (jóvenes, modernos, turistas) que nunca habrían ido a un bar de esas características si no gozase de dicha categoría. La última vez que intenté entrar, no pude hacerlo por lo lleno que estaba. Y ya, desde luego, no podré volver.

Hay bares... y Bares de Viejos™

Una historia ilustrativa. Durante años acudí casi cada domingo, con religiosa puntualidad, a un pequeño bar de la calle Santa Isabel (Antón Martín), que para nosotros siempre fue “el de la paella” por las apetitosas raciones de arroz con una pizca de curry que ponían cada mediodía con la caña. Fue donde vi la final del Mundial rodeado de apenas media docena de parroquianos, entre ellos una pareja de viejos holandeses que nos felicitaron sinceramente al terminar el partido. Sus características eran muy parecidas a las de Palentino, tanto que resultaría difícil distinguirlos si nos mostrasen dos fotografías. Un buen día, no obstante, cambió de propietarios y fue reformado de arriba abajo. Fue cuando pasó de ser un bar a un Bar de Viejos™.

La clave se encuentra en encajar en la imagen que los clientes tienen de lo que debe ser un bar así… Con una distancia irónica de por medio

Es muy probable que usted ya conozca este establecimiento aunque no lo sepa. Aparece en series como 'El Ministerio del Tiempo' (es ese bar donde el protagonista se encuentra con su padre carabanchelero para tomar unos botellines o para tomar algo con su pareja) o en aquel anuncio de Mahou en el que Casillas, Isco y Koke cuentan batallitas adolescentes alrededor de un tercio helado. En otras palabras, es el espacio para el esparcimiento castizo, la añoranza juvenil y la intimidad alcohólica al que cantaban Gabinete Caligari. Pero, paradójicamente, hizo falta que cambiase de manos y pasase por chapa y pintura (introducción de cuadros antediluvianos y lámparas retro incluidas) para alcanzar esa categoría de Bar de Viejos™ por antonomasia… aunque lo hubiese sido durante años.

El bar está bien, es agradable y barato –está siempre lleno, eso sí, y la edad de la parroquia ha descendido unos 20 años–, pero es un buen reflejo de la nueva hornada de bares rancios pero limpios 2.0. Para vivir la experiencia castiza, más importante que ser un verdadero Bar de Viejos™, es parecerlo. Como ocurre con la autenticidad y sus espejismos, la clave se encuentra en encajar en la imagen de lo que los clientes creen que debe ser un bar de esa índole… Siempre y cuando haya una distancia irónica de por medio, es decir, cuando uno sea consciente de que está visitando un Bar de Viejos™ con cierto ánimo de excursionista (de ahí que lo pintoresco sea un factor esencial), y no, como se ha hecho desde que Dios inventó las tabernas, porque resultan baratos y acogedores y haya que perdonarles sus pecados.

Foto: Uno de los hoteles más grandes de Europa. (iStock) Opinión

Aún hay clases, incluso entre los bares. Hay una táctica división entre los bares de viejos que molan y los que no: los primeros huelen menos, están atendidos por gente más joven y 'cool' y las tapas de oreja han sido sustituidas por una mayor variedad de vinos, paredes de ladrillo visto y muebles comprados en el Rastro. Uno puede así nadar y lavar la ropa: ir a un auténtico Bar de Viejos™ sin salir oliendo a fritanga ni tener que ser atendido por alguien que podría ser nuestro abuelo o verse obligado a trasegar tapas aceitosas. Era lo que ocurría con el paradójico Palentino, ese paciente cero de la autenticidad tabernaria, que poco a poco se convirtió en un epítome de todo aquello que está a punto de ser exterminado a manos de los mismos que lo convirtieron en leyenda. Mientras tanto, los viejos seguirán tomando el café con porras o el carajillo donde siempre. Pero no en un Bar de Viejos™, no, sino en un simple y llano bar.

Cierra el Palentino y me lanzo a realizar una pequeña encuesta entre conocidos. “No” es la primera respuesta que recibo. “Puf, creo que fui dos o tres veces como mucho” es la siguiente. “He entrado dos veces de los dos millones que he pasado por delante, literalmente”. “Poco; cuando caía por ahí, pero poco”. “Cuando llegué a Madrid, me pilló de vuelta de todo; te juro que no sé ni qué es”. Me cuesta unas cuantas horas encontrar a alguien que respondiese afirmativamente a mi pregunta “¿Ibas mucho por el Palentino?”. La respuesta que recibo es “sí, hace unos 10 años, porque era muy barato. Bocatas y cubatas a cuatro euros”.

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