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Por qué España es políticamente diferente
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Esteban Hernández

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Por qué España es políticamente diferente

En Europa los partidos nuevos son antisistema, mientras que aquí sigue vigente el eje izquierda/derecha. ¿Somos especiales? No, simplemente vamos por detrás de los tiempos

Foto: Varios políticos españoles en un acto homenaje a la comunidad iberoamericana. (Román Ríos/Efe)
Varios políticos españoles en un acto homenaje a la comunidad iberoamericana. (Román Ríos/Efe)

Occidente está siendo sacudido por fuerzas populistas de derecha. En algunos lugares han conquistado el poder, en otros han ejercido una influencia enorme, como en el Reino Unido, y en otros, a pesar de ser minoritarios todavía, están experimentando un crecimiento sustancial. En todos esos países, el eje ya no es derecha/izquierda; más bien, estamos en el marco sistema/antisistema. Se trata de formaciones que buscan la ruptura, que se manifiestan claramente contra la UE, que abogan por un nuevo proteccionismo y que quieren reescribir las reglas acerca de la inmigración.

No es así en España, donde la división entre derecha e izquierda está más viva que nunca. Aquí parecemos vivir al margen de esas tensiones, e incluso los partidos más atrevidos siguen siendo europeístas. Nuestro país, como Portugal o Grecia, es un territorio gobernado por fuerzas de izquierda que tienden a estabilizar el sistema, y en los que las tentaciones de ruptura, ya sean por el lado del proteccionismo o de la antiinmigración, son minoritarias.

Haciendo nuevo lo viejo

En España vivimos un entorno más estable ideológicamente de lo que nos señalan las grandes discusiones cotidianas, habitualmente ligadas a aspectos simbólicos. Ni siquiera las dos iniciativas diferentes que han aparecido en el mapa político español, Podemos y Vox, cada una por un lado del espectro ideológico, han introducido nuevos elementos. Ambos, con más o menos fortuna electoral y aceptación social, han recogido su tradición política y la han intentado actualizar. Podemos nació contra la casta, pero giró rápidamente hacia los problemas que no habían resuelto en la Transición para terminar anclado ideológicamente como sucursal a la izquierda del socioliberalismo dominante, un espacio en el que mezclan redistribución dirigida hacia la gente en situación de necesidad, de pobreza energética, o que cobra el salario mínimo profesional, con todo lo relacionado con la diversidad, el espacio en el que más cómodos se sienten.

Vox sigue defendiendo la UE, apuesta por el libre comercio y está del lado de los ricos: es el partido con el que Aznar sueña

Vox, además de utilizar el brindis de los Tercios de Flandes en sus reuniones, puede adoptar una estética rebelde o echar mano de ciertos conceptos del populismo de derechas, pero hasta ahora no es más que otra expresión de la vieja derecha española. Si tomase el dextropopulismo en serio no podría ser más liberal, más religioso y más nacionalista que el PP, que es el espacio que hoy ocupa. La nueva derecha europea ha ganado espacio y votantes logrando que buena parte de la gente que ha salido perdiendo con el cambio económico globalizador se sienta identificada con sus propuestas, añadiendo el proteccionismo a la bandera, y prometiendo una amplia mejora en el nivel de vida de sus nacionales, así como mayores y mejores prestaciones sociales. Vox sigue siendo proEuropa, pro libre comercio y pro ricos: es el partido con el que Aznar sueña.

La geopolítica como diferencia

Además, el nacionalpopulismo posee una característica distintiva de la que carecen los partidos españoles: no sólo transforman sus sociedades desde el interior, sino que promueven una serie de relaciones nuevas con el resto de países. Son iniciativas ligadas a un nuevo balance de fuerzas, instigado por Trump, pero con un propósito muy definido de reconstruir el orden internacional, y el populismo de derechas occidental forma parte de esa intención. Son partidos con una intención geopolítica que en España no está presente, al menos de momento.

Los partidos españoles entendieron que debían regenerarse y lo hicieron: pusieron al frente a un hombre joven y atractivo

En cuanto al resto de formaciones, todas siguen una línea muy similar, con similitudes en lo económico, diferencias en lo cultural y sintonía absoluta en cuanto al marco geopolítico. Lo único que distingue a España es que hubo una época, con la irrupción de Podemos, en que los partidos entendieron que debían regenerarse y lo hicieron: pusieron al frente a alguien más joven y más atractivo; en eso ha consistido el cambio.

Fascinación pueblerina

Por lo demás, en España tenemos formaciones con líderes y dirigentes de perfil bajo, cuya prioridad está centrada en la lucha electoral, y que van recogiendo modas y tendencias de un lado y de otro para aplicarlas en nuestro territorio. Gran parte de la política española se ha nutrido de la mera traslación de lo que estaba funcionando en otro lugar, que se aceptaba acrítica y temporalmente hasta que llegaba la siguiente tendencia. Somos un país subordinado, en el que hay demasiada fascinación un poco paleta por lo que se dice y hace en las grandes metrópolis, y no íbamos a ser menos en política.

En la izquierda toca la diversidad y la apuesta por el feminismo; en la derecha, el “sin complejos”, la actitud agresiva y el orgullo patrio

La moda actual señala, por el lado izquierda, que es el tiempo de la diversidad, de creer que las mujeres serán la fuerza que pare a la ultraderecha, y que los jóvenes resultarán electoralmente determinantes, porque eso es lo que dicen los demócratas estadounidenses y las universidades de élite anglosajonas y lo que se comenta por Davos, y por eso tenemos un montón de expertos repitiendo por aquí las mismas ideas. En la derecha, toca el “sin complejos”, la actitud aguerrida, cuando no agresiva, el atrevimiento y el orgullo nacional. Lo que nos hace diferentes, pues, es que vamos por detrás y somos un poco provincianos. Y el mejor ejemplo es nuestra manera de enfocar los asuntos materiales, ahora que están de actualidad por lo de los presupuestos.

Veamos un ejemplo

Los españoles tenemos un problema serio, que básicamente consiste en que los salarios no suben, o incluso bajan, mientras que los precios de los bienes esenciales, como vivienda, gas, luz, agua o transporte, aumentan. Y otros baratos, como la comida o la ropa, lo son a costa de una calidad infame. La inversión en educación es cada vez mayor si se quiere que sea rentable, nos auguran que cobraremos unas pensiones muy menguadas (si es que llegamos a cobrarlas) y que las prestaciones sanitarias serán más caras. Los pequeños negocios suelen fracasar, los autónomos sobreviven como pueden y las grandes empresas están prescindiendo de trabajadores o pauperizándolos mediante las contratas y subcontratas. La clase media va hacia abajo y las clase obrera tiene que sobrevivir con menos. Todo esto tiene explicaciones evidentes, ligadas a la financiarización de la economía, a un modo de gestión de las empresas destinado a generar beneficios para los accionistas, a una aceptación de los reguladores, cuando no a un impulso estatal, de estas formas de hacer negocio y con la destrucción de la economía real, entre otros factores.

El problema es que llevamos muchos años aplicando la fórmula económica liberal y, a juzgar por los resultados, no está funcionando

Ante esta situación, se nos proponen dos fórmulas. La primera la conocemos, que es la de la derecha, ya venga desde el PP, Ciudadanos o Vox: abrir más el mercado, reducir los costes salariales, bajar los impuestos a los más ricos, favorecer que las empresas grandes sean más grandes, conceder beneficios a los inversores y esperar que una vez que ese 10% de la sociedad esté ganando más, comience a revertir sobre el resto. El problema es que llevamos muchos años aplicando esa fórmula y, a juzgar por los resultados, no está funcionando. Pero eso no es obstáculo para que soliciten políticas cada vez más agresivas en este sentido.

Los impuestos como panacea

La segunda también nos es conocida, y consiste en intentar mantener lo que queda de estado de bienestar mediante la subida de impuestos, y al mismo tiempo, intentar impulsar una mayor integración europea. Esta es la fórmula que utilizó el PSOE de Felipe González: no tocamos el mercado, dejamos que se desenvuelva sin ponerle trabas, pero a cambio conseguimos recursos para financiar cierta estabilidad social. Las dificultades que debe afrontar esta idea son enormes, porque la globalización ha generado muchas posibilidades para quienes más ganan de evadir, de manera lateral o directa, el pago de impuestos, y porque quienes estaban ligados al territorio, como las pymes, cada vez generan menos. Y eso por no hablar de que buena parte de los impuestos ya no van a parar al Estado, sino que son destinados al pago de intereses y capital de la deuda pública.

El nuevo pacto social: que la clase media y la clase obrera paguen lo que no les cobramos a los ricos

Pero la izquierda continúa insistiendo en esta fórmula, lo que aboca a una dirección perversa, que exponía bien Felipe González en una entrevista reciente: hace falta un pacto social y este debe venir vía impuestos. Pero como los de arriba ya no los pagan y los de abajo no tienen, solo queda un camino, el de aumentar los impuestos directos a la clase media e indirectos a los demás, trasladando a estas clases lo que no se puede cobrar a los de arriba. Ese es el pacto social que invocan los socioliberales, algo que ya hizo Obama y que explica parte del triunfo de Trump y del crecimiento de la ultraderecha.

El pulso de la sociedad

Por un lado o por otro, con la subida de precios y la bajada de ingresos, se llega al mismo lugar, el de debilitar económicamente a la mayor parte de la población. En ese contexto, no es extraño que entre la continuidad y el cambio, entre la estabilidad que te ahoga y la perspectiva de algo nuevo, las poblaciones occidentales se estén decantando por propuestas rupturistas. Es esta tendencia la que ha tomado forma en buena parte de Europa y de Norteamérica, y continuará expandiéndose, por el camino que sea si la fragilidad de ciudadanos y familias sigue aumentando.

Entre la continuidad y el cambio, cada vez más votantes, tradicionalmente inclinados hacia la estabilidad, están optando por la ruptura

En España estas cosas no se plantean, porque seguimos anclados en las viejas creencias: ya es sospechoso que lo que se llama nuevo, como Vox, no sea más que la puesta al día de la derecha franquista. Sin embargo, no ocurre así fuera. La derecha occidental, ya se llame Trump, Orbán o Salvini, por citar tres ejemplos distintos, ha apostado por otra dirección. También la izquierda anglosajona, con líderes como Sanders o Corbyn, está buscando caminos diferentes, y con propuestas mucho más interesantes que las hispanas. En el fondo, lo que late es esta tensión entre la continuidad y el cambio, en el que cada vez más votantes, tradicionalmente inclinados hacia la estabilidad, están decidiendo que es mucho mejor probar otras opciones. Hacia dónde se dirijan esos deseos de transformación dependerá también de que las fuerzas políticas sepan estar a la altura, captar el ánimo de esta época, proponer alternativas y construir opciones reales. No estamos en España en eso.

Occidente está siendo sacudido por fuerzas populistas de derecha. En algunos lugares han conquistado el poder, en otros han ejercido una influencia enorme, como en el Reino Unido, y en otros, a pesar de ser minoritarios todavía, están experimentando un crecimiento sustancial. En todos esos países, el eje ya no es derecha/izquierda; más bien, estamos en el marco sistema/antisistema. Se trata de formaciones que buscan la ruptura, que se manifiestan claramente contra la UE, que abogan por un nuevo proteccionismo y que quieren reescribir las reglas acerca de la inmigración.

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