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Rebajas educativas: la universidad como negocio
Como sociedad, estamos hipotecando nuestro futuro al permitir que el mercado decida qué y cómo debe enseñarse, pero sobre todo quién podrá formarse
El número de empresas de educación superior privadas aumenta en nuestro país a un ritmo que parece imparable, superando ya a las universidades públicas en algunas comunidades. Desde 1998, ningún Gobierno (estatal o autonómico) ha creado universidades públicas, mientras que en los últimos 26 años se han aprobado más de 30 privadas, y con muchas más en proceso de autorización.
Todos los Gobiernos de diferentes tendencias justifican, o han justificado en algún momento, la aparición de estas empresas de educación superior como complemento a la oferta educativa pública. No obstante, este crecimiento no responde realmente a necesidades académicas ni a ninguna demanda social mayoritaria. Entonces, ¿estamos ante una estrategia para el cambio del modelo de la educación universitaria?
El aluvión de entidades privadas podría justificarse ante la idea de que invertir en educación supone un alto costo. Sin embargo, los indicadores demuestran que se trata de una inversión también con una alta rentabilidad directa. Según datos oficiales del Ministerio de Universidades de 2023, por cada 100 € recibidos de transferencias estatales y autonómicas, el sistema universitario público español generó 505 € de facturación (293 € de PIB y 115 € de rentas salariales). La universidad pública española supone un aporte al PIB del 2,2%. Desde luego, si hay interés privado es porque ofrece posibilidad de beneficios.
Se puede argumentar la “libre elección” en la educación y la defensa de que la oferta de las entidades privadas enriquecería con una perspectiva “distinta” (sin una determinación muy clara de esta intención) de la que tiene la educación pública, además de estar orientada a una función de supuesta complementariedad a la previamente existente. Al margen de lo que implica en cuanto a segregación por capacidades económico-sociales, la existencia de entidades privadas no supondría un problema si no fuera aparejado a un fenómeno paralelo de desarticulación de la oferta pública. Según la Fundación Conocimiento y Desarrollo, presidida por Ana Botín, el gasto en educación superior descendió en España en la década pasada y es inferior al promedio internacional. Si el crecimiento del PIB en España entre 2012 y 2018 fue de un 12,8%, el gasto público en educación superior apenas se incrementó un 1%. Según datos de la European University Association (EUA), los fondos destinados a las universidades públicas españolas disminuyeron un 20% entre 2008 y 2020. Este descenso fue el tercero más elevado de Europa y desde 2020 la situación no ha mejorado.
Como ha estudiado Alexandra Carrasco (Universitat de València) en su tesis doctoral, hay que mirar a la Unión Europea y a su diseño de las reformas de educación superior para entender el origen de lo que está pasando. El planteamiento de la UE está orientado a la mercantilización de la universidad, como estrategia para conseguir un modelo de excelencia supuestamente más competitivo. La fecha clave fue 2011, cuando los PIIGS (Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España) fueron obligados a privatizar “drásticamente sus modelos de financiación de la educación superior, desviando los costes a los estudiantes y sin buenos sistemas de ayudas económicas”. En definitiva, debían adelgazar el sistema público de educación superior esperando que empresas privadas viniesen a ocupar su función.
Este panorama es aún más preocupante cuando el crecimiento de las entidades con fines comerciales no está siendo respaldado por un proceso regulador gubernamental con estrictos controles de calidad como el que deben superar las universidades públicas. Es decir, las empresas de educación superior no deben cumplir de la misma forma la legalidad vigente marcada por la LOSU. Como denunciaron todos los rectores de las universidades andaluzas el pasado 8 de julio de 2024, las nuevas entidades privadas ni siquiera tienen que pasar por el preceptivo control parlamentario autonómico. Los rectores pusieron de manifiesto “la competencia desleal y los privilegios otorgados a las universidades privadas” y abogaron por “la igualdad de oportunidades, la calidad de la enseñanza pública y la sociedad del conocimiento”. En ese mismo mes de julio, los rectores de las universidades madrileñas y el de Extremadura se manifestaban en sentido similar ante los borradores de leyes para regular la educación superior privada en sus comunidades.
En este panorama, en el que el modelo educativo superior se está enfocando a la rentabilidad directa, la universidad pública se ve forzada a competir en condiciones de desigualdad. Las restricciones presupuestarias y la escasa inversión en recursos para las universidades estatales y su excesiva burocratización las convierten en instituciones con limitadas posibilidades de expansión. Así, no se les permite crecer o actualizar sus propuestas educativas al ritmo necesario y se ven relegadas a una lucha por sobrevivir mientras el interés por desprestigiarlas empieza a tener sentido: hay que dejar hueco a las privadas.
Bajo la perspectiva de algunos fondos de inversión y conglomerados empresariales, la universidad es un producto. La rentabilidad que ofrece cada titulación se analiza y evalúa de acuerdo con su potencial de mercado, mientras que aspectos esenciales, como la formación más allá de la rentabilidad económica inmediata o la inversión en innovación o investigación, quedan en segundo plano o simplemente se omiten. Si bien se argumenta que este modelo también puede generar beneficios a la sociedad, la realidad es que su enfoque mercantilista se aleja de los valores educativos y de la misión social histórica de la universidad. Lo que para algunos inversores es “impacto positivo”, en realidad puede ser la erosión del concepto mismo de educación como un bien público y estratégico.
Cuando una sociedad convierte la educación únicamente en un producto de mercado, lo que obtenemos es un sistema educativo desvirtuado, en el que el acceso a ciertas profesiones se basa fundamentalmente en la capacidad económica de las familias y no en el mérito académico. Como sociedad, estamos hipotecando nuestro futuro al permitir que el mercado decida qué y cómo debe enseñarse, pero sobre todo quién podrá formarse.
Debemos revertir esta tendencia y apostar por una educación que realmente contribuya al bien común. Es imperativo que los distintos Gobiernos apliquen el mismo control a todas instituciones universitarias (sean públicas o privadas) y garanticen que las universidades públicas puedan desarrollarse con los recursos necesarios para ofrecer una formación de calidad, competitiva y que pueda fácilmente adaptarse al ritmo cambiante de los nuevos tiempos. Solo así la universidad pública podrá mantener su rol como agente de movilidad social, promotor de la igualdad de oportunidades y motor de innovación y desarrollo para la sociedad en su conjunto, así como integrador del Estado. La creciente privatización de la educación superior es un síntoma preocupante para una sociedad que parece plantearse una estrategia política basada en un supuesto beneficio a corto plazo a costa de la construcción de un futuro sólido pensado en el beneficio común.
Hace unos días conocíamos que el Gobierno autonómico de Extremadura ha dado ya los pasos para abrir la primera universidad privada de la comunidad autónoma: UNINDE (Universidad Internacional para el Desarrollo). Su sede estará en un centro comercial a las afueras de Badajoz. Toda una metáfora del mercadeo del que es víctima la educación superior, con el beneplácito de los poderes públicos, y que amenaza con vaciar de contenido conceptual a la universidad como institución destinada al bien común y sustituirlo por otra cuyo fin es únicamente la rentabilidad económica inmediata en el ámbito privado.
*Virginia Martín Jiménez, profesora de la Universidad de Valladolid, y Sigfrido Vázquez Cienfuegos, profesor de la Universidad de Extremadura.
El número de empresas de educación superior privadas aumenta en nuestro país a un ritmo que parece imparable, superando ya a las universidades públicas en algunas comunidades. Desde 1998, ningún Gobierno (estatal o autonómico) ha creado universidades públicas, mientras que en los últimos 26 años se han aprobado más de 30 privadas, y con muchas más en proceso de autorización.
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