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Mitologías

Si lloras por ese cine que cierra, las lágrimas no te dejarán ver Netflix

Cada vez que un establecimiento veterano desaparece, corremos a llorar por él. Es legítimo, pero ¿qué dice acerca de nosotros y de nuestra percepción del pasado y el futuro?

Cerrado hasta que abra. (Reuters/Sergio Pérez)

A mitad de General Ricardos, me di de bruces con el lugar donde fui al cine por primera vez. (Creo; ya saben cómo funciona la memoria). El Florida, a unos pasos del metro de Urgel, donde de pequeño me aterrorizó '¿Quién engañó a Roger Rabbit?', me divertí con 'Los rescatadores en Cangurolandia' y, ya de adolescente, disfruté 'Batman y Robin' sin distancia irónica. Cerrado desde hace años, por supuesto.

Ni siquiera me queda el consuelo de que se haya convertido en un Primark, un Burger King, un centro comercial o una casa de apuestas para poder rasgarme las vestiduras a gusto. No, en su lugar ahora hay una cafetería llena de gente, lo cual contradice la regla número uno del plañiderismo urbanos, que es que los viejos centros de comunidad se sustituyen, siempre, siempre, por no-lugares. También enmienda mi memoria, en la que el tamaño del Cine Florida era tan grande como el Santiago Bernabéu. ¿Un bar? Ahí cabían 20.000 personas por lo menos.

Cada vez que cierra un comercio, se produce un ritual de luto, mala conciencia y acusaciones a los demás por haberlo dejado morir

La fotografía que aparece recogida en los archivos de la Comunidad de Madrid sintetiza perfectamente dicha contradicción. Es una instantánea en blanco y negro, con la austeridad visual de la fotocopia hecha mal y pronto, que bien podría haber sido capturada por Mariví Ibarrola en algún momento de los años 80. Entonces, uno repara que la película programada es 'Pokemon, la película', estrenada en España en abril del año 2000, cuando hacía mucho tiempo que la fotografía en color se había popularizado.

Después de lamentar el pasado perdido, el Madrid que desaparece, la disolución del tejido social, me di la vuelta e hice lo que todos hacemos: volver a casa a ver cualquier basurilla en Netflix, que hay donde elegir.

Niño, vístete que se ha muerto el abuelo

Cada vez que cierra un establecimiento célebre en una gran ciudad (verbigracia: Madrid), el proceso suele ser el mismo. Se suceden las muestras de luto, los relatos sobre la transformación de la ciudad, el lamento por la sustitución de comercios ¿familiares? –no siempre lo son– por cadenas multinacionales. Acto seguido, sacamos el móvil y volvemos a realizar ese acto de consumo que ha contribuido a dicha sustitución.

(El lamento es mayor cuanto menos hayamos visitado dicho lugar; no hay nada que contribuya más a la idealización de algo que no haberlo tenido que sufrir)

Bares. Qué lugares. (Reuters/Jon Nazca)

No hay que ponerse moralizantes. La actitud que mostramos ante el cierre de antiguos comercios (grandes cines incómodos o pequeñas librerías que dan de comer a varias familias, lo metemos todo en el mismo saco) dice mucho acerca de quiénes somos. Ese malestar que suele derivar en acusaciones –a los demás, claro– no es más que una manifestación de nuestra mala conciencia. Remordimientos ocasionados por un cambio de costumbres parecidos a los del nieto que se siente fatal cuando el abuelo, al que hace meses que no ha ido a ver a la residencia, pasa a mejor vida.

Lo contaba a su manera Freud en 'Tótem y tabú', cuando explicaba cómo la prohibición de matar había emanado del arrepentimiento y el sentimiento de cariño surgidos tras el sacrificio del padre odiado y admirado al mismo tiempo. La teoría original implicaba canibalismo, violencia tribal y algún que otro concepto que no se mantendría hoy en día, pero ya me entienden. Admiramos ese pasado que desaparece, pero también lo odiamos. Odiamos los cines sin Dolby Surround, odiamos los bares de viejos, odiamos las librerías de barrio que no tienen el libro que buscamos y que nos obliga a recurrir a Amazon para tenerlo mañana mismo.

Nos trastorna que despidan a Fernando Garea en un Rodilla pero nos parecería aceptable si lo hubiesen hecho en el salón de algún ministerio

Lo que caracterizan esta clase de acontecimientos, desde el cierre del Palentino al Real-Cinema Ópera, es que apelan a memorias compartidas, no individuales. Si el frutero de la esquina echa el cierre, te apenarás pero sentirás que así son las cosas; si hace lo propio un lugar mítico, se sentirá como una tragedia local. Los comercios ya solo son aglutinadores de comunidad en su muerte, de igual manera que muchas familias tan solo se reúnen en funerales.

Nos trastorna tanto que despidiesen a Fernando Garea en un Rodilla porque nos parece indigno, pero quizá no sonaría tan mal si lo hubiesen hecho en el salón lleno de tapices de algún ministerio. No se despide a nadie en un no-lugar, no se toman decisiones en un no-lugar, no se mata a nadie en un no-lugar. Imagínate que tu pareja te abandone en un aeropuerto, venir al mundo en un Zara o que pongan una bomba en una estación de tren. En los no-lugares no debería ocurrir nada.

Vista interior de la Sala Equis. (Efe/Javier López)

En su último libro, 'Espacio de intimidad y cultura material' (léanlo), Fernando Broncano cita al profesor Alan Bryman, que en 'La disneyficación de la sociedad' explicó cómo los espacios urbanos se convierten en parques temáticos de sí mismos. Sus rasgos representan algunos de nuestros miedos más acuciantes. Uno es la desdiferenciación de los espacios, que dejan de tener una funcionalidad clara –ya no vas al cine a ver la película, sino a comer palomitas–; nuestro miedo a perder la identidad. Otro es el 'merchandising' universal, que hace que, por ejemplo, puedas comprar en las universidades una camiseta con el logo del centro, algo que todos hemos deseado en algún momento; nuestro miedo a ser comprados.

El rasgo más interesante tal vez sea la tematización, que convierte los centros de las ciudades en un parque temático. “Un remedo de sí mismas”, como escribe Broncano. “Poco faltará para que se obligue a los pocos habitantes que aún quedan en los centros históricos a vestir como demandan los cánones del parque temático”. En realidad, no nos da pena que cierren cines legendarios a pesar de la tematización; nos da pena a causa de la tematización, que nos ha enseñado que la autenticidad es un valor.

La gente no quiere ir a un cine X, quiere ir a un cine X cuando ya no lo sea y esté bien limpito

Es la gran paradoja de la ciudad contemporánea. Son los lugares característicos, cargados de historia, que aparecen en las guías turísticas y en el imaginario colectivo, los que sirven de inspiración de autenticidad a la tematización urbana, aunque sea a su pesar. El Palentino era el epítome del bar español, debidamente identificado como tal por Álex de la Iglesia en 'El bar'. La tragedia urbana moderna es el remplazo de los bares de siempre por bares que se parecen a los de siempre. Entre uno y otro ha habido un proceso de sanitización, distanciamiento y deshistorización.

El mejor ejemplo quizá sea la Sala X madrileña, un antiguo cine porno reconvertido a mastodóntico hangar de inspiración “industrial” (me han dicho que ahora se llama así) de reunión de la hipsteriada madrileña, que trasiega cervezas a cinco euros como si las regalasen. La gente no quiere ir a un cine X, quiere ir a un cine X cuando ya no lo sea y, por favor, por favor, que hayan limpiado bien las paredes para que solo queden leves trazas de historia en ellas.

Nos gustan más los lugares donde no hemos estado, que tan solo hemos soñado, porque no tienen que soportar el peso de lo real.

Tesoros del pasado y presentimientos del futuro

Los duelos colectivos por el cierre de establecimientos pueden estar bañados en lágrimas de cocodrilo, pero desvelan bien nuestra relación con el pasado y el futuro. La tienda que cierra porque no le compramos ya nada representa ese pasado perdido, que hemos descuidado hasta que su último vínculo con la realidad se rompe y no puede seguir existiendo. Cuando nos damos cuenta, es demasiado tarde.

Los tesoros del pasado que conservábamos desaparecen mientras que los presentimientos de futuro son cada vez más aciagos

Nos genera malestar porque nos sentimos responsables. Nos damos cuenta de que esos lugares nos permitían saber cómo había sido el pasado, pero su desaparición no nos aclara cómo será el futuro. O, simplemente, descubrimos que nuestro futuro se parece mucho a una cadena de hamburgueserías. Es precario, intercambiable, y en él estaremos obligados a parecernos a la imagen de nosotros mismos que los demás esperan que tengamos. En definitiva, a tematizarnos.

Otra cita del libro de Broncano, esta vez de 'El desarraigo' de Simone Weil: “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro. Participación natural, esto es, inducida automáticamente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el entorno”.

La extinción de la ciudad tal y como la conocemos, o tal y como la hemos conocido a través de los medios de comunicación, las guías y la cultura pop, las conversaciones entre amigos y los paseos sin rumbo, nos recuerda que los tesoros del pasado que conservábamos, aun como mero inconsciente colectivo, desaparecen al mismo tiempo que los presentimientos de futuro son cada vez más aciagos. Cuando un cine cierra, no cierra solo un cine. En nuestra cabeza, se cierra la posibilidad de volver al pasado conocido y reconfortante, idealizado y auténtico, y se abre una ventana a un futuro donde las cosas se parecen a sí mismas, pero no lo son.

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Primark Burger King