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Mitologías

El coronavirus ha mostrado que nuestros trabajos no sirven para nada (pero está bien)

Son justo aquellos empleos que hace poco decíamos que eran prescindibles los que nos están manteniendo. La crisis ha puesto de manifiesto el espejismo laboral que vivimos

¿Automatizable? (Reuters/Javier Barbancho)

Piense en una playa paradisíaca. Sueñe con el arrullo del agua, el calor tostando la arena, la brisa rozando la piel mientras reposa a salvo de los rayos del sol. En la hamaca, tal vez, uno de esos cócteles de colores sin nombre que suelen dispensarse en las barras de los 'resorts' con pulserita. Añada la compañía que usted prefiera, sus sonidos predilectos, los olores y sabores que le gustaría estar paladeando en estos momentos. Le resultará fácil hacerlo, porque es la zanahoria de nuestra era, esa que nos hemos acostumbrado a perseguir al otro lado del palo en los sinsabores de lo cotidiano.

Y despiértese poco a poco, tome conciencia de que nada de eso es ahora posible. Si algo ha puesto de manifiesto a distintos niveles la excepcional situación en la que vivimos es que ninguno de esos consuelos vanos en los que solíamos refugiarnos al final del día, al final de la semana, al final del año, desde una cañita a la salida del trabajo al viaje de nuestras vidas, es viable hoy. La economía de la experiencia ha hecho puf.

Piensa en una isla paradisíaca. (Reuters/Mihai Barbu)

Si las situaciones límite ponen de relieve realidades sutiles siempre presentes pero difíciles de aceptar, quizá una de las más evidentes hoy es la vigencia del "capitalismo compensatorio", ese término acuñado por el filósofo André Gorz al que recurre con frecuencia el geógrafo marxista David Harvey. En definitiva, se trata de ese pacto fáustico entre el capital y los trabajadores en el que, a cambio de aceptar empleos en malas condiciones y sin sentido, el currante recibía a cambio "una cornucopia de productos de consumo, en que la felicidad que obtenía de ellos compensará una triste vida en el trabajo".

Es la idea que late en la "clasemediatización" de la clase trabajadora, pero ha sido también uno de los primeros elementos estructurales en hacer las maletas en este nuevo contexto. Adiós a todas las compensaciones materiales y ociosas que daban sentido a muchos empleos. Lo volvía a contar el propio Harvey en un artículo publicado en 'Jacobin', en el que recuerda que entre el 70 y el 80% del capitalismo moderno está dedicado a este tipo de consumo.

Desprovistos de los consuelos a los que estábamos acostumbrados, hemos reparado en el escaso sentido social de nuestro trabajo

En definitiva, nuestras economías se basan en un alto grado en consumir todo aquello que ahora mismo no podemos adquirir, y que de la noche a la mañana han dejado de estar disponibles. Ni bares, ni terrazas, ni compras de fin de semana en el centro comercial, ni mucho menos escapaditas a la playa o planificación de las vacaciones de Semana Santa. Todo aquello en lo que creyeron millones de españoles, la salida ocasional a una vida gris y aburrida, se ha esfumado. Y con él, la base de la economía nacional, esa que confiaba en que el sol y las playas eran infinitas.

Y ahora, dime qué me queda

Es en ese momento en el que nos hemos quedado sin nada que hacer ni consuelos capitalistas (o, lo que es peor, simplemente sin trabajo), cuando nos hemos dado cuenta del auténtico valor de nuestros trabajos. El confinamiento no solo nos ha dejado sin escapismo posible en esta larga cuarentena en la que la frontera entre ocio y trabajo ha desaparecido, en la que los ritmos entre el tiempo laboral y el tiempo de esparcimiento familiar se han confundido, sino que también ha puesto de manifiesto que, despojado de las compensaciones económicas, la mayor parte de nuestras labores carece de sentido profundo.

La crisis del coronavirus ha dejado de repente obsoletos millones de ensayos filosóficos. O, al menos, ha evidenciado su banalidad. El que, sin embargo, ha emergido de la situación como un titán ha sido el antropólogo y activista David Graeber, de la Universidad de Londres. Lo conocerán por ser el creador de los "trabajos de mierda" ('bullshit jobs'), pero no hace falta ni gastarse 20 euros en su libro. Basta con volver a aquel texto fundacional que publicó en 2013 'Strike Magazine' para darse cuenta de que aquella reflexión sobre los trabajos inútiles está hoy más vigente que nunca.

¿A quién aplaudimos a las ocho de la noche? Justo a aquellos trabajos que Graeber recordaba que eran siempre los primeros en pagar los costes de los recortes de plantilla, de los despidos y que soportaban una mayor carga de trabajo. Aquellos que se dedican a "hacer, transportar, arreglar y mantener las cosas". Los héroes cotidianos que el coronavirus ha sacado a la luz del día. Camioneros, médicos, enfermeras, limpiadores, transportistas, cajeros, reponedores de supermercados. Recordemos la máxima de Graeber: cuanto más necesario es tu empleo para la sociedad, menos cobras.

¿Recuerdan aquellos empleos que hace unas semanas llamábamos "mecanizables"? Eran las cajeras, las enfermeras o los camioneros

El espejismo económico-laboral en el que vivimos se ha venido abajo en la actual pandemia, y ha hecho que la mayoría de nosotros nos enfrentemos con la triste realidad de que tal vez el nuestro también sea un "trabajo de mierda" cuya única función es pagarnos unas vacaciones a final de año, manteniendo ese improbable edificio del sector servicios sobre el que se asienta nuestra economía, pero también nuestra estabilidad mental. A ninguno nos gusta que nos recuerden que nuestro trabajo, eso a lo que dedicamos al menos ocho horas al día podría desaparecer y el curso de las cosas no cambiaría.

¿Recuerdan aquel mundo de hace apenas tres semanas en el que publicábamos sin parar artículos sobre los empleos que iban a ser automatizados porque eran prescindibles y redundantes en una economía del futuro en la que lo importante era el pensamiento abstracto y no las tareas repetitivas, como tomar la temperatura, realizar diagnósticos médicos elementales o manufacturar productos, porque eran labores fácilmente mecanizables?

¿Quién fabrica las mascarillas que necesitamos? En la imagen, una fábrica de Icheon, en Corea del Sur. (Reuters/Heo Ran)

Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que los primeros en salir por la puerta de atrás del empleo iban a ser los trabajadores de cuello azul. Porque total, cualquiera puede fabricar respiradores, mascarillas o EPI, ¿verdad? Qué lejos queda toda aquella cháchara de los trabajadores 'unskilled', esos pobres currantes sin habilidades, que hoy son los que están en la primera línea. Cuánto me acuerdo de ellos al ver a los compradores del súper mirar con recelo las máquinas de autocobro y dirigirse, con una mezcla de miedo, admiración y respeto, hacia las cajeras tras la pantalla de plástico, con las que tal vez mantendrán la única conversación que tendrán a lo largo de ese día.

"Decid lo que queráis sobre las enfermeras, los recogedores de basuras o los mecánicos, pero es obvio que si desapareciesen en una nube de humo, los resultados serían inmediatos y catastróficos", recordaba el antropólogo en su célebre texto. "Un mundo sin profesores ni estibadores pronto tendría muchos problemas, e incluso uno sin escritores de ciencia-ficción o músicos de ska sería un poco peor". Lo que no le quedaba claro es qué pasaría si desapareciesen los CEO de entidades privadas, los lobistas, los profesionales de relaciones públicas, contables, teleoperadores o abogados. Esos "empleos absurdos que alguien parece estarse inventando para tenernos ocupados".

No podemos caer en un nihilismo tremendista en el que nos autoflagelemos por pensar que tan solo lo esencial es importante hoy

Solo había una excepción en esta regla inversamente proporcional entre la importancia del trabajador y su remuneración: los médicos, aquellos que hoy son más imprescindibles que nunca. Quizá sea en el respeto que aún se ha mantenido hacia dichos profesionales —y que ha desaparecido con relación a otros como los profesores— la palanca que ha mantenido la situación a flote en los primeros momentos de esta crisis. La sanación del enfermo, como metonimia del cuidado de los vulnerables, sigue ocupando el centro moral de nuestra sociedad.

Un paréntesis que nunca se cerrará

De acuerdo, me intentarán consolar, el periodismo es importante. Es posible, pero no sé exactamente cuál es el porcentaje de periodismo útil para la sociedad, y cuánto es mero ruido, desinformación —incluso bienintencionada— y brindis al sol entre compañeros. Todos los trabajos son necesarios en la medida en que se ha creado un contexto en el que lo son, pero de repente el retorno de lo físico (los cuerpos que enferman, los productos que han de adquirirse en un lugar determinado, las superficies que han de limpiarse con lejía para evitar los contagios) han puesto de relieve el castillo de naipes que es, en un alto grado, la mayoría de rincones de la economía del conocimiento.

No es una acusación, ni mucho menos pretendo que nos sintamos mal, pues todos estamos en el mismo barco. Ni siquiera debemos utilizarlo como excusa para, una vez las cosas se calmen, volver a una economía precapitalista. Puede que la mayoría de nuestros trabajos no tengan sentido en una situación semejante, pero es que el mundo entero no está preparado para una situación así. Conviene no caer en la tentación de pensar que hemos vuelto a un estado anterior de la civilización —y por lo tanto, como le gustaría a los nostálgicos fascistas, más natural, más auténtico— en el que la vida sería, como decía Hobbes, solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.

Opinión
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Héctor G. Barnés

Hay que descartar la tentadora idea de que el coronavirus nos ha enviado a un estado esencialista en el que se ha venido abajo el viejo pacto social al darnos cuenta de que gran parte de nuestras vidas y entretenimiento no tenían sentido. También, la de caer en un nihilismo tremendista en el que nos autoflagelemos por pensar que tan solo lo esencial es importante hoy; ya escribí hace un par de semanas que no es así. Pero sí, cuando las cosas vayan volviendo poco a poco a la normalidad, despojar al lenguaje de su retórica tecnooptimista y recordar que hubo un día en el que lo imprescindible se hizo tangencial y descubrimos la necesidad de lo que nos parecía desfasado, viejo y anacrónico.

El otro día, una de las supervisoras de la UCI del Gregorio Marañón, Cristina Díez, incidía en que sus compañeros no estaban dejándose la vida persiguiendo ninguna compensación. Porque no hay compensación posible: su trabajo no tiene como objetivo pagar unas vacaciones en una isla paradisíaca (aunque, si su sueldo les permite satisfacer sus deseos, un día, mejor); el trabajo, y su capacidad de proporcionar sentido incluso en un momento como este, es la recompensa que muy pocos pueden disfrutar.

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