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La España aplanada: la levedad de los expertos y de los intelectuales

Este es un momento muy complicado para España. Hay que definir qué papel vamos a tener en el futuro cercano, y no hay muchas señales de un pensamiento fuerte, realista y atrevido

Valery Legásov, en 'Chernobyl'. (HBO)

En una de esas conversaciones acerca de la profesión, me comentaban sobre un columnista que había sido fichado por un medio importante, y de la levedad e insustancialidad de sus escritos desde entonces. Dado que le conocían personalmente, sabían que su pensamiento era más interesante y consistente, y atribuían que no dejara traslucir esa profundidad a una posición táctica: era consciente de que, transitando por la superficie de las cosas, le iría mucho mejor que afirmando lo que de verdad pensaba.

No es un caso aislado, ni tampoco y por desgracia, exclusivo del periodismo. Buena parte de nuestros expertos, asesores políticos e intelectuales lo practican con frecuencia, y abogan por un pensamiento conformista, probablemente por las mismas razones que nuestro estimado columnista. Este aplanamiento quizá venga bien a quienes lo practican, y desde luego a los entornos e instituciones en los que se desarrolla porque afrontarán menos críticas internas y menos resistencias, pero perjudica enormemente a España y compromete buena parte de nuestro futuro.

Lo que no se puede decir

Un ejemplo para entender en qué consiste este aplanamiento intelectual. Imaginemos que una potencia extranjera, pongamos por caso Rusia, por eso de seguir con la paranoia contemporánea, invade nuestro país y establece un protectorado. A pesar de eso, siguen existiendo partidos y elecciones. El ámbito experto, el intelectual y el político continúan redactando programas en los que se abordan los impuestos, el cambio climático, el feminismo, la inmigración o el salario mínimo interprofesional, se eligen alcaldes, diputados y presidentes, y surgen muchas especulaciones acerca de qué pactos concederán qué puestos a qué candidatos, o respecto de quiénes serán los próximos ministros. Todo normal, salvo el hecho de que nadie menciona nunca el asunto de fondo, el que ordena todo los demás, la existencia de un país invasor que en última instancia impone sus normas con independencia de lo que la política nacional dictamine.

Parece que podemos hablar de todo, pero los temas de fondo, aquellos que estructuran nuestra vida, no aparecen en el debate público

Esa es la sensación que tengo con España y con buena parte de los expertos, asesores, intelectuales y periodistas que giran alrededor de la política y la economía nacionales. Parece que podemos hablar de todo, pero en realidad los temas de fondo, aquellos que estructuran nuestra vida, ni siquiera están en el debate público. Ocurre a izquierda y a derecha, no es exclusivo de una posición ideológica, es un mal común. Unos están enredados en los toros, en atacar a los progresistas y al feminismo y demás y los otros no están en absoluto mejor: no hay más que leer la mayoría de las respuestas que se dan a la pregunta qué es ser hoy de izquierdas para hacerse una idea.

Tres asuntos cruciales

Por eso resulta relativamente sorprendente que un liberal del Partido Popular, como José María Lassalle, sea uno de los pocos que se haya atrevido a insinuar, desde una perspectiva sistémica, asuntos de esta clase, como el dominio de las tecnológicas a la hora de captar y procesar información o su poder para situarse por encima de las instituciones políticas y evitar así los límites, el papel activo de EEUU y China a la hora de quebrar Europa o la necesidad de transformar el sistema capitalista para estabilizarlo a lo Roosevelt.

Marco Rubio asegura que el sector financiero es un grave problema para las empresas de su país

Estos temas son importantes en sí mismos, pero también porque de ellos dependen el resto de asuntos sometidos al debate público. La lucha contra el cambio climático es buen ejemplo, ya que, mientras no existan transformaciones estructurales, tampoco los habrá en este asunto. Al igual que mientras las lógicas financieras estén dictando las normas, no podemos hablar de pequeña y mediana empresa, salarios decentes o de crecimiento del empleo. Y esa una realidad que comienza a entreverse en distintas esferas políticas (no españolas, claro). El republicano estadounidense Marco Rubio, en calidad de presidente del Comité del Comité del Senado para las pequeñas empresas, ha publicado recientemente un informe, 'American Investment in the 21th Century', en el que insiste que el sector financiero es un problema para las empresas de su país, que el dogma de crear valor para el accionista tiene que ser combatido y que el Gobierno debe controlar que los capitales vayan hacia Main Street y no a Wall Street. Por alguna razón, la financiarización, sin la cual no puede entenderse la crisis, el auge de las tecnológicas, el descenso de los puestos de trabajo en Occidente, los salarios que no alcanzan el nivel de subsistencia o las dificultades de las pymes, apenas es mencionada en las esferas de decisión, y cuando se comenta es para señalarla como inevitable.

En blanco y negro

La pregunta de fondo es por qué, si estos asuntos son tan importantes, no se abordan; por qué este conjunto de expertos, políticos y divulgadores no suelen mencionarlos, y cuando lo hacen es para aplanarlos, convirtiéndolos en asuntos sin aristas, de puro blanco y negro en plan qué malos son los rusos, la inteligencia artificial tiene grandes posibilidades o Europa es fuerte y sobrevivirá porque sus valores nos hacen mejores.

A veces no se cuenta la verdad para no tener problemas y en otras porque se carece del conocimiento necesario

Una buena respuesta acerca de esta cuestión nos la ha ofrecido la serie 'Chernobyl', tan alabada, con su descripción de las causas y de las consecuencias del accidente nuclear que se produjo en la era soviética. En general, ha sido interpretada como un buen retrato de las ineficiencias de la URSS y, en última instancia, como mecanismo explicativo de su decadencia. Un mundo construido con mentiras y ambiciones privadas, cadenas de mando que producen y encubren los errores, en el que la verdad es un problema, no podía tener otro resultado que la derrota en la Guerra Fría.

Que nadie se salga del carril

Es una explicación cómoda y tranquilizadora, como si se tratara de algo que hubiéramos superado (y por eso vencimos). Pero no es así, porque este tipo de competencia tiene lugar continuamente en los países occidentales. Son estos procesos los que llevaron a los móviles Nokia al declive, los que expulsaron a Pepsi-Cola fuera del mercado, los que explican los fraudes cometidos por Wells Fargo (“me pedían que aumentase el rendimiento y lo hice, y falsificaba, sí, pero cumplía”) e incluso los que explican los grandes errores de inteligencia en los últimos años. En todas ellas, hay un denominador común, el no salirse del carril: “A veces no se cuenta la verdad para evitar complicaciones personales y en otras porque se carece del conocimiento necesario para distinguir lo que es cierto y lo que es falso”.

Todo aquello que explica el accidente de la central nuclear de Chernóbil aparece en la crisis financiera que provocaron los CDO y los CDS

No sólo ocurre en organizaciones o empresas concretas. Pensemos en la desastrosa gestión de la catástrofe del Prestige, por citar un caso español. O en esa guerra de Irak en la que los políticos certificaban sin rubor alguno la existencia de armas de destrucción masiva y mencionaban informes que lo aseguraban sin género de dudas.

La negación de la realidad

Y si hablamos de la crisis económica, no podemos obviar que el conjunto de incompetencia, ambición, y ceguera que la causaron no tiene nada que envidiar a lo de Chernóbil. Todo aquello que explica el accidente de la central nuclear aparece en una recesión provocada por los CDO y CDS: exigencias de producción/beneficio, ambición, cálculos endebles que se estimaban como totalmente objetivos, una cadena de mando rígida, confianza en una salvaguarda de emergencia inexistente (“un airbag que funciona siempre, menos cuando hay un accidente”), negación de la realidad, apartamiento de los disidentes y ocultamiento de los hechos hasta que ya es demasiado tarde.

Fuera de la ortodoxia, nada

Estos escenarios son demasiado frecuentes en nuestro sistema, y los expertos, así como los escasos intelectuales que quedan (ya que han sido sustituidos por los primeros), son parte de él. Viven en un entorno dirigido por quienesno quieren que los empleados piensen profunda y críticamente acerca de las cosas, porque esto lleva su tiempo, crea conflictos, amenaza a las jerarquías establecidas y, a menudo conduce a puntos de vista divergentes. Todo esto es visto como muy ineficiente en el corto plazo. Así que para que el trabajo se haga bien y para que dejen de sacudir las estructuras de poder, se bloquea la acción comunicativa”. Al final, desaparece la crítica y no hay más que una clase de pensamiento: el estándar, el comúnmente aceptado, el correcto. Fuera de la ortodoxia, todo lo demás es irracional, poco científico, poco pragmático, nos lleva al desastre, incurre en riesgos enormes, es utópico, es anticuado, etc.

Unos se dan al nihilismo, el cinismo, el sarcasmo y el orgasmo, y a otros, más crédulos, les basta con el orgullo de ser los triunfadores de su época

Por supuesto, no todo es así, y nuestro mundo de expertos, intelectuales, asesores, políticos o periodistas no está permanentemente aplanado. Se trata más bien de constatar que las condiciones estructurales complican que las voces diferentes y disidentes, como la de Valery Legásov, puedan tener alguna oportunidad para hacerse oír, y que tienden a producir sujetos demasiado descreídos o demasiado convencidos: unos sacan partido porque saben cómo funcionan las cosas, y se dan al nihilismo, cinismo, sarcasmo y orgasmo, que diría Woody Allen, y otros, mucho más crédulos, quedan satisfechos con el orgullo que produce ser los vencedores de la época.

El pensamiento uniforme

Ninguno de estos dos tipos es útil para la sociedad, precisamente porque resultan funcionales a poderes propios de sociedades cerradas. Por eso nos movemos permanentemente en ese dar vueltas a lo mismo, como esas tertulias futbolísticas televisivas siempre necesitadas de amplificar cualquier pequeño gesto. Pero estamos en un instante crucial para España y para Europa. Este es el momento de pensar qué país queremos y necesitamos, qué posición ocupamos y ocuparemos en la división internacional del trabajo, cuál será nuestro papel en la UE y qué futuro tendrá está, cuáles van a ser los efectos para nuestro país de la confrontación entre China y EEUU, qué vamos a hacer con la brecha social que abre la desigualdad o la diferencia abismal entre las ciudades globales y el resto, o ese feminismo diferente según la clase social en la que se reciba, o cómo pensar las clases sociales hoy, o cómo combatir las exigencias crecientes de beneficio que el entorno financiero exige a empresas y Estados, o cómo parar la posición de dominio que ejercen las tecnológicas globales.

Este escenario está produciendo grandes movimientos en la política, la economía y la tecnología, y configurando un nuevo reparto del poder y los recursos, tanto en el plano nacional como en el internacional. El pensamiento uniforme, ortodoxo y aplanado no es una ayuda, sino un problema para este momento. No hemos llegado aún al “ahora o nunca”, pero estamos cerca. De modo que hacen falta arrojo, soluciones diferentes y atrevimiento para pensar de otra manera. Y necesitamos unos cuantos Legásov.

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