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Tribuna

Mientras pueda vapear, no vuelvo al tabaco

Es mi eterno enemigo, siempre está ahí, al acecho. Soy débil —quién no lo es— y recaigo siempre. Porque para mí, dejar de fumar es una auténtica tortura

Foto: Reuters.

Fumo desde hace décadas. Y mucho. Lo he dejado tantas veces y con tantos métodos que prefiero ni pensarlo. El tabaco, mi eterno enemigo, siempre está ahí, al acecho. Soy débil —quién no lo es— y recaigo siempre. Porque para mí dejar de fumar es una auténtica tortura. Empecé a fumar con 14 años en una fiesta. Los fumadores que lean esto convendrán conmigo que esa primera calada no se olvida: qué asco. Me mareé, tuve náuseas, me molestaban el olor, el sabor, el tacto del cigarro. Pero seguí aspirando, convencida de que era más ‘molona’ (¿hablaba así antes?) si fumaba. Me sentía una rebelde.

Desde entonces, el tabaco me ha acompañado en todos mis momentos importantes. ¿Una reunión? Antes un cigarro. ¿Una cita? Antes un cigarro. ¿Una llamada? Llegó un momento de mi vida en el que no sabía usar el teléfono si no tenía un cigarrillo entre los dedos. ¡Si hasta para conducir la moto fumaba! ¿Se imaginan la pericia de un motociclista luchando para que el viento no le apague el cigarro? Ojo, con el caso puesto, eh. Les puedo dar una clase, soy experta.

No se vengan abajo: conseguí dejar de fumar. La primera vez —¿y única?— fue durante mi embarazo. El médico me dijo que podía seguir fumando siempre y cuando rebajara la cantidad. No más de 10 cigarrillos al día, y así no tenía que soportar la ansiedad de dejarlo. El método me duró dos días: antes de comer, me encontraba con el décimo cigarrillo del día entre los labios, dudando si encenderlo o dejarlo para más tarde. El resto del día era, como es de suponer, un infierno. Pasé de estar pensando en todo momento en el embarazo a estar todo el día pensando en el cigarrillo que me tocaba… No me quedó más remedio que dejarlo. Y embarazada como estaba, lo tuve que dejar a pelo, sin ayuda.

Hay que ser ordenada, el cigarrillo electrónico es como el móvil, si no lo cargas, deja de funcionar

Bueno, con un mantra: “Si fumo, tendré que volver a dejarlo al instante, tendré que volver a empezar este calvario”. Así me convencía. Y fueron nueve meses de abstinencia total a los que siguió el tiempo de la lactancia, meses que obraron en mí el milagro. Dejé de fumar por completo. Con un bebé recién nacido, los olores se convirtieron en algo importante y solo quería oler cosas que me gustaran. El tabaco, por descontado, no estaba entre ellas.

Pero ¡ay la vida! Nace un bebé y los padres tienen que volver, aunque de forma paulatina, a su vida anterior. Cenas con amigos, ‘eventos’, fiestas, bodas… ¡Las bodas! Me lo había advertido una amiga: "Ten cuidado, yo lo dejé y volví en una boda". A los tres meses de nacer mi hija, se casaba mi cuñado Dante. Todavía panzuda y subidita de peso, me planté en lo que fue la primera fiesta posparto de mi vida. Lo di todo. Y mis pulmones también. Corría de fumador en fumador pidiendo un pitillo que aspiraba como si no hubiese un mañana. Tanto fue así que al día siguiente sufrí una resaca histórica. Y con un bebé…

Mi hija ya tiene ocho años y en todo este tiempo he ido y he vuelto. Los críos, ya se sabe, son sabios, y Julia me pidió que le prometiera que nunca más volvería a fumar. La cara con la que he estado fumando a escondidas durante los últimos años es de telenovela. Hasta me hice con el ‘kid anti espía’ (anti hija, sí): un espray bucal y una botella de colonia. Cada vez que me encontraba con Julia, me rociaba boca y cuerpo para desazón de quienes me acompañaban, que se ponían de los nervios con mis aromas. Siempre recordaré el olor de la ‘señorita Feli’, mi profesora de matemáticas, esa mezcla de perfume, tabaco y chicle de menta que echaba para atrás. Pues así estaba yo, fundida en menta, tabaco y Nenuco, odiándome por no ser capaz de dejarlo de una vez por todas.

Primeros días con el vapeo

En 2014, publiqué un libro sobre vapeo y me han propuesto reeditarlo. “Tendré que contar mi experiencia”, me dije. Y me fui al estanco a comprar mi cigarrillo electrónico. Escogí el más mono, una especie de lápiz de color azul (Anne Hathaway lo usa en rojo en ‘Modern Love’, qué ilusión me hizo verlo) con cargas al máximo de nicotina. El iPhone de los cigarrillos electrónicos, leí. Y yo que tengo un Huawei me sentí… ‘molona’ (lo siento).

Mi hija me acompañó al estanco para asegurarse de que no volvía a fumar: “Mami, que te he pillado muchas veces, ¡fumas!”. Empezamos juntas el experimento, y su alegría fue máxima. “Qué bien huele”, exclamó. Y eso que mi primera carga era la de sabor a tabaco.

En 2014, publiqué un libro sobre vapeo y me han propuesto reeditarlo. “Tendré que contar mi experiencia”, me dije. Y me fui al estanco

Hace ya dos semanas que no pruebo un cigarrillo. He cambiado de sabores, del Blue Ice (ese me encanta, sabe a menta dulce) al Tabaco, para momentos duros, pero no pienso en fumar. Paso de 0,6% de nicotina a 1,8% en función del día y aguanto. Bueno, va, miento un poco: tuve una comida con amigos y se me descargó el artilugio. Hay que ser una persona ordenada, el cigarrillo electrónico es como el móvil, si no lo cargas, deja de funcionar.

Cuando me di cuenta de que no podía vapear, entré en cólera. Y pedí un cigarro. Fumé de nuevo y el asco y la resaca postabaco me convencieron del todo. No sé si es seguro, tengo claro que no es saludable. No creo que nadie piense que algo que inhalas y pasa a la sangre, pulmones —lo que quieras— y no es un medicamento sea saludable. ¡Si hasta los fármacos tienen efectos secundarios! Pero puedo jurar, en plan Escarlata O’Hara, que mientras pueda mantenerme así, mientras pueda vapear, no vuelvo al tabaco.

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