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La violenta herencia del colonialismo

Un repaso a las novelas y películas que han posado su mirada sobre las rémoras del colonialismo

Fotograma de 'La senda de los elefantes'

En la contraportada de En el bosque, novela de Katie Kitamura publicada por Sexto piso, Salman Rushdie conecta el libro de la joven escritora con Nadine Gordimer y J.M. Coetzee. Yo no puedo evitar acordarme de otras historias, más kitsch pero igual de coloniales, rodadas en un luminoso –casi dañino- tecnicolor: Cuando ruge la marabunta (Byron Haskin, 1954) y La senda de los elefantes (William Dieterle,1954), film basado en la novela homónima de Robert Standish. El personaje de ‘El viejo’ en la novela de Kitamura tiene en mi imaginación la fisonomía de Charlton Heston. Sin embargo, Carine, uno de los vértices del triángulo que se dibuja en En el bosque, no me recuerda en nada a la deslumbrante y recientemente fallecida Eleanor Parker. Me viene a la cabeza alguien con menos glamur. Pero no con menos fuerza.

En estas dos superproducciones, hormigas y elefantes metaforizan la rebelión de las masas oprimidas. Son víctimas de la explotación y el latrocinio. Expresan un legítimo cabreo que desemboca en una destructiva violencia contra el opresor. Manadas, colonias, enjambres, bandadas… Si las películas de Haskin y Dieterle combinan la aventura con unas gotas de ciencia-ficción y mucho, mucho melodrama romántico, en Los pájaros de Daphne du Maurier (Los mejores relatos de terror llevados al cine, Alfaguara) o en El Terror de Arthur Machen (Alianza) se apunta hacia la parábola política a través del género espantoso.

Lo local y lo universal

Mi comparación con las películas de la Paramount no pretende ser un demérito para la novela de Kitamura:sólo la coloca en un contexto argumental donde el decorado exótico, el paisaje, la mujer que llega a un lugar extraño, el triángulo amoroso o la bestialidad de los machos soliviantados por el alcohol, la hembra, el calor, la lujuria, la avaricia o la tensión soportada a la largo del tiempo, son tan importantes como la reflexión sobre las rémoras del colonialismo: salvajismo, violencia, culpa, venganza y pudrición moral tanto de dominadores como de dominados.

Portada de 'En el bosque', de Katie KitamuraNo obstante, resulta peligroso confundir víctimas con verdugos: hablar de venganza cuando se quiere hablar de rencor de clase. También sospecho que construir este tipo de novelas en espacios míticos no es una solución literaria muy honesta: importa –y mucho- que la acción trascurra en una hacienda latinoamericana, en Ceylan antes de reconvertirse en Sri Lanka o en la Sudáfrica del apartheid.

En la lucha entre lo local y lo universal, lo segundo casi siempre ha sido el polo de prestigio: lo local tiende a identificarse con lo costumbrista, la berza o el caldo de gallina. En algunas novelas en plan hight literature, se habla de la ciudad de B., mientras que en otras sí que aparecen Barcelona, Sebastopol o Brooklyn con todas sus consecuencias… A veces el difuminado de la geografía en el relato funciona como eufemismo. La homogeneización emborrona una realidad diversa y compleja. Me cuesta mucho entender el mal fuera de las coordenadas contextuales en que se produce. El mal como enfermedad autoinmune o como sustancia negra que de repente tiñe el contenido completo de la médula espinal.

La confusión del significado de las palabras,del corazón semántico e ideológico de un libro, propicia una temperatura a la que se aclimatan todos los cuerpos: todo vale, todo es igual, un velo de relativismo lo difumina todo y a todos. No hay más que leer una de las novelas más espeluznantes de las últimas décadas para llegar a la conclusión de que esta versión blanda del curso de la Historia es interesada y complaciente con el llamado primer mundo: en Desgracia (Mondadori) de J.M. Coetzee la culpa no es una niebla sino una carga, algo que se purga con dolor.El sentimiento de culpa particular proviene de una culpa histórica, de un estigma que escuece en la palma de la mano de los integrantes dela comunidad usurpadora.

El corazón de las tinieblas

Mario Vargas Llosa en El sueño del celta (Alfaguara) aborda el colonialismo a través de la figura de Roger Casement, cónsul británico en el Congo a principios del siglo XX y amigo de Joseph Conrad. Propone una lectura de El corazón de las tinieblas (Abada, Alianza, Cátedra, Siruela, etc.) como texto centrado en el mal en estado puro. Es posible que la interpretación de Vargas Llosa sea del todo atinada; sin embargo, lo que me conmueve de El corazón de las tinieblas es que el río Congo sea el río Congo y no un río cualquiera. Me conmueve su falsa ambigüedad, un falso relativismo moral asentado en una serie de intensos contrastes: en el plano humano, Marlow frente a Kurtz; en el plano simbólico-literario, la luz frente a la sombra; en el plano político,la civilización frente a la selva.La colonización es el concepto que unifica, a través de la violencia, los dos miembros de este último contraste.

Marlow, narrador protagonista, resuelve que todas las colonizaciones son conquistas. La fuerza bruta del colonizador se legitima a través de una estratagema ideológica: tanto conquistas como colonizaciones nacen de un supuesto impulso moral o filosófico. Matar un dictador, liberar a un pueblo, evangelizarlo… La brutalidad encuentra su razón de ser en una idea, a menudo filantrópica, y no en el interés meramente material. Pero, en realidad, la historia se ha ido construyendo a golpe de ideologías que servían para justificar la voracidad económica, el afán imperialista, la acumulación de tesoros para garantizar el bienestar de un mundo a costa de otro.

'Apocalypse now', de Francis Ford CoppolaEl carácter profético de Conrad es evidente: las grandes guerras contemporáneas se han justificado a partir de discursos –seguridad, libertad, democracia- que encubrían un interés económico y/o estratégico. Esa modernidad y ese carácter profético se reflejan intertextualmente en ApocalypseNow (1979) de Francis Ford Coppola.

Barbarie y civilización

Barbarie y civilización son las dos caras de una misma moneda. Y ese solapamiento entre el bien y el mal se manifiesta en el curso de la Historia y dentro del corazón de cada ser humano. En nuestro Jeckyll y nuestro Hyde. En una amalgama donde no sabemos si lo que nos inflige mayor dolor son nuestras inhibiciones civilizatorias o nuestros instintos animales.

El beneficio, no el altruismo evangelizador, es el móvil de las compañías que representan la civilización en los territorios colonizados: no se trata de humanismo, sino de interés comercial. La idea que justifica las invasiones es siempre económica; pero la falsa creencia en que esa idea pueda tener una raíz moral destruye a los seres humanos que, como Marlow o Kurtz, llegan a creer en la buena voluntad de los colonizadores. Esa es la lección que encierra, más allá de toda veladura, la prosa densa –pegajosa y selvática-, de El corazón de las tinieblas.

En el ámbito de este contraste, el concepto de enemigo implica una reflexión sobre el lenguaje, sus contaminaciones y su poder manipulador. El enemigo no es más que mano de obra explotada: “No eran enemigos, no eran malhechores, ahora no eran nada terrenal; nada más que sombras negras de enfermedad e inanición que yacían confusamente en la penumbra verdusca. Traídos desde todos los lugares recónditos de la costa con toda la legalidad de los contratos temporales, perdidos en un medio inhóspito, sometidos a una alimentación a la que no estaban acostumbrados, se volvían ineficientes, enfermaban, y se les permitía entonces retirarse a rastras y descansar.” Palabra de Conrad. Amén.

Inescrutable

La selva y el río de Conrad se humanizan en el bosque y la piscifactoría de Katie Kitamura. Pierden parte de una brutalidad que se traslada a las estancias y alcobas donde los personajes experimentan pasiones que representan lo más dañino del instinto animal y de las represiones familiares civilizatorias. Lo peor de la naturaleza y de la civilización: violencia, instinto de conservación físico y social, establecimiento de jerarquías y lucha por el poder. El mundo de un viejo hacendado y de su hijo se desmorona con la llegada de una mujer y, sobre todo, con el derrumbamiento del orden establecido: la rebelión de los nativos se aproxima inexorablemente.

Fotograma de 'La senda de los elefantes'El lenguaje y la semántica se vinculan con la política y la historia. Tal vez por eso el narrador de En el bosquere flexiona sobre una cuestión lingüística: “inescrutable” es la palabra que se usa para nombrar a los indígenas. El narrador, aparentemente equidistante, dice que ésa no es la palabra correcta: los indígenas serían perfectamente escrutables en el caso de que alguien se tomara la molestia de escrutarlos. En realidad, el narrador de En el bosque tampoco escruta a los indígenas quizá porque sabe que, si lo hiciera, la literatura podría convertirse en una práctica de usurpación.

La voz de esta novela de Kitamura es tan inteligentemente occidentocéntrica, en su parábola del colonialismo, como lo fue la de Conrad. Se mueve en los mismos parámetros de horror, perplejidad, culpa o sentimiento de ingratitud. Lo que más acerca esta novela de Kitamura a Desgracia es la convicción de que algunas violencias sanguinarias deberían ser entendidas, incluso justificadas, por quienes hicieron daño. Quizá sea perverso cerrar los ojos a ciertas realidades: Mandela acaba de morir y, pese a las comisiones de la verdad y la reconciliación, Sudáfrica es un mapa recorrido por costurones sin cicatrizar. Lo contó John Boorman en En mi tierra (2004), una película valiente protagonizada por Samuel L. Jackson y JulietteBinoche, a quien sí veo interpretando el papel de Carine.

Escribir como acto de colonización

Escribir también es un acto de colonización: las palabras acotan la realidad, le ponen una valla para que lectores y escritores podamos comprender, incluso apropiarnos de las cosas que suceden. Esta idea se recoge en un excelente ensayo literario: Resistirse a la novela. Novelas para resistir (Debate, 2002) del profesor estadounidense Lennard J. Davis. En este sentido y en la capacidad de Kitamura para describir la sordidez del sexo, la enfermedad y la violencia de la guerra, este libro es excelente.

Sin embargo, su metáfora del colonialismo resulta un tanto estereotipada: el palimpsesto de Charlton Heston que nos invade la retina aunque apretemos los ojos; las pasiones triangulares; el correlato de una naturaleza expulsiva; el paisaje como decorado; el tachón del topónimo; el viejo moribundo como metáfora de un sistema en decadencia; y, sobre todo, ese reparto moral de la culpa en un mundo sin inocentes donde explotadores y explotados, rebeldes y señores de la tierra, nativos y colonos, todos, aspiran al poder y a la riqueza dentro de una lógica distópica que hace de cada uno de nosotros seres escépticos y malas personas… Con esa faceta de la novela de Kitamura no me siento tan conforme. Luego oigo la voz de Carine, la chica, que piensa igual que pensarían Marguerite Yourcenar o Alice Munro: “… en el país ya no hay tiempo de metáforas. Sólo hay hechos” y, pese a mis reticencias, entiendo que En el bosque es un libro muy recomendable, su reivindicación de la realidad entre el espesor de los símbolos.

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