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El erizo y el zorro

Adictivas y destructoras de la democracia: en esto han quedado las tecnológicas

En apenas una década hemos pasado de pensar que la tecnología -sobre todo Facebook y Google, pero también Amazon y Apple- nos liberaría a estar hartos de ella

Cartel sobre Facebook

Hace apenas una década, las grandes empresas tecnológicas del momento eran percibidas con una mezcla de esperanza y ambición. De hecho, aún no eran tan grandes y se creía que con un poco de suerte -y el mismo optimismo que allá por los años sesenta habían mantenido los creadores de internet- se podrían regir por unos valores y unas reglas distintos de los que dirigen a las demás empresas, las de la vieja economía, en el capitalismo. El lema de Google era “No seas malo” -en 2015 lo cambió por “Haz lo correcto”-, y el de Facebook era “Muévete rápido y rompe cosas”. Mientras, el líder de Apple, Steve Jobs, que parecía una rara combinación de showman y monje tibetano, aseguraba que el fin de su empresa era fusionar la tecnología con la tradición humanística de las artes liberales, y luego inventaría el iPhone, una especie de varita mágica. Amazon podía simplemente aumentar la comodidad con que comprábamos. Con Microsoft llevábamos más tiempo relacionándonos, y quizás por ello nuestras esperanzas en su potencial revolucionario eran menores.

Solo una década después, la percepción de esas empresas tecnológicas ha cambiado de manera radical. Sí, seguimos utilizándolas, pero lo hacemos con tanta frecuencia que empezamos a preguntarnos si su uso no resulta excesivo. La simpatía con que los líderes políticos las adoptaron como emblema de la innovación y el emprendedurismo dio como resultado una laxitud regulatoria en cuestiones de fiscalidad y de seguridad que ahora parece sospechosa. Y si en algún momento los medios de comunicación las consideraron una especie de salvadoras que aumentaban el tráfico, y con él la publicidad, a estas alturas se han dado cuenta de que dos de ellas -Facebook y Google- se llevan la mayor parte del pastel publicitario y que además con sus algoritmos deciden en parte qué medios funcionan y cuáles no. Son, como las bautizó hace no mucho The Economist, BAADD, las siglas en inglés de grandes, anticompetitivas, adictivas y destructoras de la democracia.

En la reciente cumbre de Davos, siempre fanática de la tecnología, se llegó a decir que Facebook debería regularse con el mismo celo que las empresas de tabaco. En Estados Unidos, por ejemplo, muchas entidades locales han reaccionado al hecho de que, durante años, los compradores de Amazon no hayan pagado el impuesto a las ventas minoristas. Y la Unión Europea ha impuesto grandes multas a Google por sus tendencias monopolísticas. En este último sentido, las empresas tecnológicas que triunfan tienden a convertirse en monopolios que destruyen casi por completo a la competencia en sus sectores. El ejemplo de Facebook es quizá el más exagerado: además de la red del mismo nombre, es propietaria de WhatsApp e Instagram. Pero no es el único.

En España Google concentra más del 90 por ciento de las búsquedas en internet. En el caso de los sistemas operativos para móviles, las empresas se reparten entre sí, y solo entre sí, a los clientes, de modo que alrededor de un 80 por ciento son para Android y un 20 por ciento para iOS. En el 90 por ciento de los ordenadores del mundo hay instalado el sistema operativo de la aburrida Microsoft. Nos gusten más o menos, una década después, como decía el pasado mes de enero 'The Economist', “hay un miedo justificado a que los titanes de la tecnología utilicen su poder para proteger y extender su dominación en detrimento de los consumidores”.

La simpatía con que los líderes políticos las adoptaron como emblema de la innovación propició una laxitud regulatoria en cuestiones de fiscalidad que ahora parece sospechosa

El súbito escepticismo hacia las grandes empresas tecnológicas -que en inglés se denomina “techlash”, algo así como “reacción contra la tecnología”- es una buena noticia. Es indudable que muchas de estas empresas nos han dado cosas buenas. Pero las ilusiones iniciales depositadas en internet y en todo su entorno industrial fueron exageradas en muchos planos, singularmente el político.

La gran burbuja

En 2010 y 2011 muchos creyeron que Facebook podría ser una herramienta revolucionaria al servicio de movimientos como las Primaveras Árabes, Occupy Wall Street o el 15M (en el momento de escribir esto su capitalización bursátil es de 552.000 millones de dólares). Ahora, se le acusa más bien de haber emponzoñado la conversación pública e incluso (quizá con exageración) de manipular elecciones, y cada vez más gente, según explicaba Bloomberg en un artículo titulado “Facebook quiere realmente que vuelvas”, se está quitando su aplicación del teléfono móvil. En la imaginación popular, la fantasía tecnófila que pensaba en los hackers como el nuevo contrapoder de la voracidad de los Estados ha quedado reducida a Assange encerrado en la embajada de Ecuador en Londres, cuando no al robo masivo de datos y a la petición de rescates a empresas cuyos sistemas han sido atacados. Parece cada vez más claro que Bitcoin, la moneda virtual que podría eludir las políticas fiscales de los países y los tipos de interés de sus bancos centrales, es una burbuja colosal. Y, en términos generales, si internet era vista como el gran medio que nos liberaría de las constricciones del acceso a la información, ahora parece una herramienta de control que ni el Estado más vigilante (ni la empresa más voraz) habría soñado jamás.

Debemos empezar a mirar a las empresas tecnológicas exactamente con la misma suspicacia con que miramos a las demás

No se trata de volverse ludita (no podríamos, aunque fuera bueno o siquiera posible). Pero debemos empezar a mirar a las empresas tecnológicas exactamente con la misma suspicacia con que miramos a las demás. Para bien o para mal, han demostrado que no operan de una manera distinta ni responden a incentivos diferentes. Probablemente, en ningún otro sector se habría permitido el equivalente a que Facebook comprara Instagram y WhatsApp, y quizá haya llegado el momento de romper monopolios semejantes.

Pero no solo los gobiernos tienen que abandonar la idea de que la tecnología es una excepción. Los ciudadanos también debemos repensar en qué cosas, o en qué ideas, depositamos nuestras esperanzas de mejora, de progreso y hasta de redención. Quizá entre mediados de la década del 2000 y la postcrisis financiera tuviera sentido la confianza depositada en este puñado de chavales de Silicon Valley. El aburrimiento frente a las ideologías tradicionales podía hacernos pensar que la juventud, la osadía y la ambición de estos jóvenes podían darnos las herramientas idóneas para organizarnos socialmente y para sustituir a las instituciones tradicionales. En parte lo han hecho, pero ahora toca calcular el coste.

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