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Mala Fama

Tokio ya no nos quiere: así sufrí la turismofobia a la japonesa

La capital nipona sigue avanzando hacia la esterilización de las pasiones, aunque su atractivo resulta innegable para los turistas, que a los japoneses les deben de parecer auténticos salvajes

Vista de la bahía de Tokio desde la isla de Odaiba. (A.O.)

Estuve en Tokio gracias a la millonada que me pagan por estas columnas y pude comprobar que ya no me quiere. Yo he estado en Tokio muchas veces, y siempre me dejaron fumar. Ahora no, y eso es para mí no querer: que no te dejen matarte. En Tokio no se puede morir, no se puede fumar y no se pude sudar. Dense cuenta de que vamos hacia la ciudad eugenésica y orwelliana, casi hacia la Ciudad de Cristal de Ray Loriga en 'Rendición', que además es el tipo al que le hemos robado el título para este artículo.

De Shibuya a Harajuku, de Shinjuku a Ueno, de Asakusa a Ebisu, de Marunouchi al Palacio Imperial, vayan donde vayan en Tokio no verán a nadie mayor de sesenta años, y sí muchas mujeres jóvenes de tacón y colorete, y mucho hombre de mediana edad con camisa blanca y pantalón oscuro, el maletín del trabajo bien aferrado por su mano pulimentada. Hace un calor de todos los demonios en Tokio, pero nadie segrega ni una gota de sudor entre oasis de aire acondicionado y oasis de aire acondicionado.

Las mujeres parecen todas preparadas para cualquier eventualidad que incluya recoger un premio oscar o un grammy; los hombres están ganando un millón de yenes al mes y sólo esperan que los trenes sean puntuales y la comida no se salga de la caja. Hay niños en Tokio como en todas partes, y sólo por los niños se le ven a la ciudad las costuras de la vida, que no han conseguido plastificar del todo.

Fumar y leer

Para fumar en Tokio tienes que mirar al suelo y buscar una colilla, el paso previo de un desalmado con arrestos, y sólo entonces puedes sumarte a su causa y mancillar la ciudad más limpia sobre la faz de la tierra. Es posible caminar descalzo desde Tokio Estation a Ueno Park y mancharse menos las plantas de los pies que recorriendo el pasillo de tu propia casa. Está todo tan limpio que los suelos parecen techos, superficies intocadas, de modo que uno se marea de tanta higiene, no sabe dónde poner el pie, el sacrilegio, dónde dejar la botella de agua, dónde, por dios, fumar tranquilamente.

Smokin Area en una calle de Tokio. (A.O.)

Fumar en Tokio es como meterse un pico de heroína, lo cual no deja de ser toda una experiencia para los que no nos metemos picos de heroína. Es el peligro, la rebeldía, el mal en volutas blancas. Cuando por fin se encuentra un Smoking Area en esta ciudad, después de una hora de ignorar templos y tecnologías, ya no hay ni ganas de fumar, sólo de drogarse. Así, cada calada al cigarrillo se ha convertido en un chute, y uno se chuta junto a otros desgraciados que parecen todos Bubbles en The Wire, sólo que con trabajo.

Los grandes misterios de Tokio son: 1) ¿Por qué no sudáis?, 2) ¿Por qué no habláis?, 3) ¿Dónde están los ancianos? y 4) ¿Dónde están los libros?

No hay libros en Tokio y eso incluye los cómics manga. Debe de haber un gran contenedor de colillas y libros en alguna parte ardiendo

No hay libros en Tokio y eso incluye los cómics manga. Antes viajar en tren suponía recibir como obsequio del azar un grueso cómic manga, pues la mitad del pasaje leía estos volúmenes de dibujitos y los abandonaba sobre el asiento al llegar a su estación. La limpieza de Tokio empezó por los libros y ha acabado en el tabaco. Debe de haber un gran contenedor lleno de colillas y libros en alguna parte de la metrópoli, ardiendo.

Al único al que vi leer -si me lo inventara, sería cursi; como es verdad, asuman que es siniestro- fue a un mendigo en la estación de Shinjuku. Ese es el lector del futuro, me dije; y le hice una foto para que los antropólogos puedan mañana atinar en sus disquisiciones.

El dilema de la papelera

Tokio da que pensar y lo que más da que pensar son las papeleras. Que no las hay. El dilema de la papelera es el dilema del ser-en-sí. Los españoles ponemos papeleras por todas partes y nos creemos civilizados. Nuestras ciudades están sucias, pero tienen muchas papeleras. En Tokio no hay una puta papelera en ningún lado, y la ciudad reluce. ¿Cómo puede ser que quitando las papeleras quites también la basura? ¿Si quitas los semáforos, desaparecerán los atascos?

Hay carteles recurrentes en Tokio que ordenan sin pudor: “Llévese su basura a casa”. Cada domicilio tokiota es una diminuta central de procesamiento de basuras, y los japoneses lavan las latas y otros envases antes de clasificarlos impecablemente. Están todos como locos por acabar su jornada laboral de doce horas para llegar a casa y ordenar la basura, amigos.

Turismofobia

El turista en Tokio es un salvaje. Llega de su Tercer Mundo Latino a dar voces, sudar, fumar donde no debe y mezclarnos plásticos con papel. Es difícil visitar Tokio y no sentirse australopithecus. De hecho, en los trenes se anuncian empresas simiófobas que ofrecen a los varones acabar con el vello de los brazos, con las barbas excesivamente cerradas y con otras vergüenzas pilosas. Los turistas somos monos entre maniquíes, animalillos husmeando los bajos de los robots.

Una de las animadas calles del barrio de Shibuya, en Tokio. (A.O.)

La dueña del piso de airbnb que mi familia y yo ocupamos en Tokio sólo nos dio dos indicaciones draconianas: 1) reciclar bien la basura, y 2) “No habléis con los vecinos”.

La turismofobia en Tokio es como cualquier cosa en esa ciudad: silenciosa, efectiva, avanzada. Poner al turista a clasificar basura es mucho más disuasorio que -pongamos- prenderle fuego a su taxi. En Barcelona no lo pillan y van a convertir el odio al turista en el principal reclamo para ir allí de vacaciones. En Kenia ya hay safaris menos emocionantes que subirse a un autobús turístico en Plaza de Catalunya.

España no puede romperse porque no somos una nación, sino una tribu.

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