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La mano visible

Una "Gran Estrategia" para España (VII): incentivos y financiación de la Universidad

España es un país donde defender la desigualdad de resultados (que no de oportunidades) es una excentricidad que atenta contra el 'buenismo' nacional

El campus de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. (EFE)

En las dos entradas anteriores de este blog, señalé los malos resultados de nuestra Universidad, los problemas que acarrea el sistema actual de rectores y los fallos de los planes de estudio de grado. Completo hoy la trilogía universitaria exponiendo unas ideas más generales sobre la gobernanza y financiación de la Universidad, con un foco especial en los incentivos.

Una universidad de calidad es cara. Hay que pagar buenos sueldos a los investigadores, dotar costosos laboratorios, bibliotecas e instalaciones, mantener unos ratios estudiante/profesor bajos, etc. El que afirme lo contrario no conoce los presupuestos que manejan las universidades punteras internacionalmente ni los enormes recursos que requieren.

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En el mundo actual, además, las naciones tienen menos “poder de mercado” en sus universidades locales que en el pasado. Hace 50 años, un investigador español estaba prácticamente abocado a trabajar en España, sobre todo por las barreras lingüísticas y burocráticas. Hoy, en la mayoría de los casos, un investigador joven español tiene un buen nivel de inglés. Además, en los campos de las ciencias naturales, sociales o la ingeniería, no ser un hablante nativo no suele ser un hándicap demasiado importante (a diferencia de las humanidades y ciencias jurídicas, donde sigue siendo una gran desventaja). Este cambio, unido a la calurosa acogida que muchos sistemas universitarios han realizado al talento extranjero, significa que para un español es posible trabajar en la Universidad de Seúl, la Universidad Nacional de Singapur o la Universidad de Wisconsin. De igual manera, los estudiantes españoles con medios económicos ya no tienen que limitar la selección de su formación a la Universidad española y pueden estudiar en la London School of Economics, en la Universidad de Sídney o Caltech. Una de las cosas que más me sorprende en mis visitas académicas por muchas universidades del mundo es encontrarme con no pocos españoles en los sitios más insospechados, desde Melbourne a Nanjing. Esta reducción del “poder de mercado” de los sistemas universitarios nacionales acentúa las carencias en la financiación y gobernanza de las instituciones de enseñanza superior, teniendo unos efectos mucho más perniciosos que a mediados del siglo XX: la fuga de talento al exterior es mucho más acusada.

Con la estructura actual de la Universidad española, doblar su financiación tendría un rendimiento social bajísimo

Pero si tener una buena Universidad es caro, gastar mucho no es garantía de tener una buena Universidad. Es muy fácil malgastar los recursos. Las instituciones que no están sujetas a los incentivos adecuados son increíblemente creativas a la hora de despilfarrar todos sus presupuestos, por generosos que estos sean: edificios innecesarios, muebles de diseño, puestos de trabajo redundantes, sueldos que no reflejan el valor añadido de las personas. Con las estructuras actuales de la Universidad española, doblar su financiación, por ejemplo, tendría un rendimiento social bajísimo: los resultados apenas mejorarían y estaríamos gastando mucho más.

¿Cuál es la solución? Aumentar la financiación de las universidades públicas de manera drástica, sí, pero cambiando los incentivos. Si vamos a invertir mucho más dinero en la universidad pública, tenemos que asegurarnos de que los incentivos están alineados con los objetivos que España precisa: buena educación superior, creatividad intelectual e investigación de frontera. Como han resaltado en su análisis del triunfo de las universidades americanas los catedráticos de la Universidad de Columbia W. Bentley MacLeod y Miguel Urquiola, es la combinación de incentivos adecuados con recursos suficientes la que permitirá la aparición de círculos virtuosos en la vida universitaria, como se demostró en la transformación del sistema universitario americano, que asumió el liderazgo internacional hacia 1920 habiendo partido de una posición mediocre tan solo cincuenta años antes.

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Durante décadas, en vez de cambiar los incentivos, en España siempre hemos jugado con la regulación. Quizá sea porque nuestros políticos y funcionarios de élite han sido casi siempre juristas o tal vez por la tradición burocrática de gestionar un imperio transcontinental durante siglos, el caso es que en España seguimos pensando que el Boletín Oficial del Estado determina la realidad (o, actualmente, el boletín de la autonomía de turno). ¿Existe endogamia en la selección de profesores? Creamos una nueva regulación que detalla quién puede y no puede presentarse a una plaza, cómo funcionará el tribunal de selección, etc. ¿No funciona esta regulación? No pasa nada. Nos inventamos un nuevo sistema de selección, probablemente más alambicado que el anterior, con muchos más papeles que presentar y sellos que poner, todo por triplicado. Así seguimos iterando por décadas sin solucionar nunca el problema. ¿La calidad de la enseñanza es mala? A partir del siguiente curso académico pedimos a los profesores que rellenen fichas de asignaturas especificando las “competencias” a alcanzar. Pero la enseñanza sigue siendo igual de mala y todas las fichas no son más que una pérdida de tiempo.

¿Qué es lo que falla? Que nunca creamos los incentivos correctos. Si seleccionar un mal profesor apenas tiene consecuencias negativas para un departamento universitario, los miembros de este tenderán a seleccionar a sus amigos y estudiantes y siempre encontrarán alguna manera de burlar incluso la regulación más prolija. Algunos miembros lo harán por mera defensa de sus intereses personales (una plaza puede ser una prebenda muy golosa que repartir entre nuestros acólitos). Otros lo harán hasta sin darse cuenta, pues siempre pensamos que nuestros amigos y estudiantes son más listos que lo que en realidad son. Como decía Joseph Conrad, no podemos de dejar de ser quienes somos.

El ministro de Universidades, Manuel Castells. (EFE)

Si, en comparación, seleccionar a un mal profesor tiene consecuencias sobre el índice de impacto de un departamento (medido, por ejemplo, por las citas en las revistas del campo de investigación de mayor presitigio o por la elaboración de clasificaciones de calidad por un comité de expertos externos) y su financiación depende directamente de dicho índice de impacto, todo cambia. Fichar a mi amigo o mi estudiante deja de ser algo que me reporta beneficios a algo que me acarrea costes económicos. Nada corta de raíz las frivolidades mejor que una reducción presupuestaria.

De igual manera, si la calidad de la enseñanza no tiene efectos sobre mi sueldo, la probabilidad de que le dedique un gran esfuerzo a buscar la excelencia de mis notas de clase o que intente explicar con mayor claridad la materia cae de manera brutal. De nuevo, uno no tiene que pensar que de manera perversa los profesores vayan a dejar de preparar sus clases. No. Simplemente va a ocurrir lo siguiente. Imaginemos que es domingo por la tarde y uno está cansado después de haber dedicado toda la semana a trabajar muchas horas en el laboratorio; hace solecito y tu pareja te llama para ir a tomar algo en tu terraza favorita. Al contestar al teléfono, te acuerdas de que no has actualizado las transparencias de la clase del lunes a primera hora con los resultados de la nueva investigación que acaba de publicarse. Si te va el sueldo en ello, le vas a proponer a tu pareja posponerlo a otro momento. Si no te va el sueldo en ello, te vas a convencer de que, en realidad, no tiene mayor importancia dejar en las transparencias los resultados de hace dos años. De hecho, la evidencia de números experimentos en economía del comportamiento es que cuanto más listo es un individuo más fácil le resultará encontrar argumentos para convencerse de lo que sea. Por eso es tan fácil encontrar en la universidad gente con ideas peregrinas.

Pensar que las buenas intenciones o una regulación detallada van a poder sustituir estos incentivos es el triunfo de la ingenuidad sobre 5.000 años de experiencia histórica de instituciones y sobre lo que se ha investigado en esta área. Todos somos pecadores, unos más, otros menos.

Las reglas sencillas son fáciles de entender por todos, lo que genera una legitimidad valiosa

El problema, por supuesto, es qué incentivos creamos y cómo evitar que los miembros de la comunidad universitaria jueguen con ellos. Por ejemplo, si vamos a medir la calidad de enseñanza con las evaluaciones de los alumnos, los que damos clase en la universidad sabemos que no hay camino más sencillo para ello que abrir la mano con las notas en los exámenes. El primer principio del diseño de incentivos ha de ser, por tanto, su robustez ante estos comportamientos estratégicos de los agentes.

El segundo principio es que los incentivos han de ser reglas sencillas. Los incentivos complejos crean multitud de posibilidades de arbitraje regulatorio y la explotación de las asimetrías de información. Además, las reglas sencillas son fáciles de entender por todos, lo que genera una legitimidad que es valiosa en sí misma.

Un ejemplo de regla sencilla y robusta frente a comportamientos estratégicos es el que sigue un departamento de una famosa universidad americana (pero que no puedo nombrar por un motivo de privacidad; solo les puedo decir que no es el mío). El departamento, después de años de unas evaluaciones de enseñanza muy malas y de un descontento generalizado de los estudiantes del grado (que expresaban con airadas cartas de protesta al rectorado), decidió desarrollar un sistema de evaluación de enseñanza que medía el valor añadido de cada profesor en sus clases de grado. La idea era que no se iba a medir si los estudiantes sacaban mejor o peores notas, sino la mejora de los estudiantes en medidas objetivas de competencia en la materia. Esto aseguraba que un profesor que tuviese, por mala suerte, peores estudiantes, no iba a estar en peores condiciones que un profesor que tuviese mejores estudiantes. Si los profesores alcanzaban un mínimo de valor añadido, recibirían dos pagas extras (lo que en la universidad estadounidense se llama 'summer money'). Si no lo alcanzaban, se quedaban sin las pagas extras. Este incentivo fue lo suficientemente potente para convencer al profesorado de que irse a la terraza el domingo por la tarde se podía dejar para otro rato. En pocos años, la satisfacción de los estudiantes se disparó, las evaluaciones de enseñanza subieron de manera notable y las medidas de competencia en la materia mejoraron radicalmente. No hubo ni que diseñar nuevos programas pedagógicos con la última moda en educación ni escribir informes sobre las asignaturas.

Otra regla sencilla, como esbocé anteriormente, es vincular el presupuesto del departamento a los resultados de su investigación, tanto en términos de impacto como de evaluación por expertos externos. Un ejemplo de este tipo de evaluaciones en Reino Unido fueron los Ejercicios de Evaluación de la Investigación realizados en 1986, 1989, 1992, 1996 y 2001, así como el actual Marco de Evaluación de la Investigación. Aunque estos ejercicios no han sido perfectos, sí que han tenido un efecto muy positivo sobre la calidad de las universidades británicas y el renacimiento de Oxford y Cambridge como instituciones líderes mundiales en los últimos 20 años, después de décadas de letargo. Las críticas enconadas a estos ejercicios por parte de los que más se beneficiaban de la ausencia de incentivos en las universidades británicas es la mejor prueba de que nada funciona como estar sujeto a la vergüenza de caer en una clasificación (y lo que es más grave, perder dinero) para azuzar el ingenio.

Directamente ligado a esta regla situaría el acabar con la igualdad de sueldos entre los profesores universitarios de la misma categoría. Los profesores más productivos deben estar mejor remunerados y los menos productivos deben estar peor remunerados. Y no, no estoy hablando de las magras diferencias creadas por los sexenios de investigación actuales, estoy hablando de diferencias sustanciales.

La investigación tiene ganadores y perdedores. Unos darán con una vacuna y otros no


En una universidad americana pública de primera línea, un catedrático de altísima productividad puede ganar cuatro veces más que un catedrático de baja productividad, incluso dentro del mismo departamento y ambos con dedicación exclusiva. En las universidades de otros países europeos las diferencias son algo menores, pero en muchos casos pueden ser de hasta un 200%. Aquellos sorprendidos por estas diferencias de retribución solo tienen que recordar que son comunes en muchos otros campos, desde los deportes profesionales (donde los contrastes entre los mejores y peores jugadores de fútbol de un mismo equipo pueden ser abismales), en las artes o en el mundo de las profesiones liberales. La investigación tiene ganadores y perdedores. Unos darán con una vacuna para el covid-19 y otros no. Unos inventarán un nuevo procesador para los ordenadores y otros no. Unos descubrirán un gran yacimiento arqueológico y otros no. Unas veces es por esfuerzo, otras por suerte. Pero de igual manera que uno no va a formar un equipo de fútbol que triunfe en las competiciones europeas pagando a todos sus jugadores lo mismo, jamás se va a construir una universidad puntera sin notables diferencias de retribución.

Estas diferencias no se pueden regular como ahora hacemos con los sexenios (“si publicas X artículos tienes un sexenio”). Los sexenios son un sistema absurdo, solo superado por el sinsentido de los trienios de antigüedad (¿por qué nadie ha de tener un sueldo más alto simplemente por llevar calentando la silla más tiempo?). La solución es permitir que cada universidad pública decida sus sueldos y que los investigadores se muevan de unas a otras en el “mercado académico”, como ocurre en estos momentos en casi todos los sistemas universitarios punteros. Los investigadores en Estados Unidos, el Reino Unido o, cada vez más, Asia hablan de ofertas y contraofertas para “fichar” académicos con toda la naturalidad del mundo. ¿Qué disciplina tienen las universidades a la hora de fijar estos sueldos? Dado que su financiación dependería de sus resultados académicos, traer buenos investigadores con sueldos competitivos es rentable. Esto provocará equivocaciones de vez en cuando, de igual manera que los equipos de fútbol algunas veces traen a futbolistas que no justifican su ficha. Pero, de media, los resultados serán mucho mejores que los actuales.

En España hemos descentralizado para hacer 17 veces lo mismo

El tercer principio es que los incentivos no tienen por qué ser uniformes. Distintas circunstancias precisan incentivos diferentes. No es lo mismo llevar el sistema universitario de la Comunidad de Madrid que el de Asturias. Debemos permitir que las comunidades autónomas sean laboratorios de experimentación. Una de las cosas que siempre me han sorprendido más del proceso de descentralización que hemos tenido en España desde 1978 es que hemos descentralizado para hacer 17 veces lo mismo. Todo el mundo quiere que su comunidad autónoma tenga competencias en la materia X, pero luego, cuando la comunidad autónoma de al lado emplea esa competencia para hacer algo diferente de lo que hacemos nosotros, nos enfadamos y pedimos que se “regularice” o “equipare” el sistema. Si Valencia lo hace mejor que Extremadura en sus decisiones de política educativa, los votantes extremeños tienen que asumir las consecuencias de sus errores.

Es más, deberíamos permitir que cada universidad pública experimente con las ideas que quiera en su organización, estructura de remuneración, estudios ofertados, estructura de los mismos, etc., solo sujeta a unos criterios mínimos. Si los incentivos son los correctos, la experimentación nos llevará a sitios insospechados. Los planes de muchos siempre derrotan los planes de pocos. ¿Qué sé yo cómo tiene que seleccionar la Universidad de Cantabria a sus decanos?

Vinculado al punto anterior, debemos tener una política aperturista para atraer talento extranjero. Pedir que un profesor sepa español para dar clase en Madrid de física o que su título de doctor esté convalidado por alguna agencia pública no tiene ni pies ni cabeza. Cada universidad debe tener absoluta libertad de decidir qué habilidades lingüísticas y qué títulos considera necesarios para cada plaza. Dar clase de literatura medieval española o de química orgánica son dos cosas muy diferentes.

Una consecuencia clara de estos principios es que vamos a crear diferencias. Tendremos universidades que lo harán mejor y otras peor, departamentos más competitivos y departamentos menos competitivos, investigadores mejor remunerados e investigadores peor remunerados, estudiantes con grados con más valor y estudiantes con grados de menor valor. Son estas diferencias las que generaron los mejores sistemas universitarios y las que asegurarán una España próspera en el futuro.

Vamos hacia un sistema universitario global imitando los ejemplos de EEUU y UK

Cuando expongo estas ideas en España, casi siempre me encuentro con una recepción negativa. España es un país donde defender la desigualdad de resultados (que no de oportunidades) es, en el mejor de los casos, una excentricidad que atenta contra el 'buenismo' nacional. Mi respuesta es siempre que en la práctica no hay alternativa. Vamos hacia un sistema universitario global en que muchos países están imitando los ejemplos de Estados Unidos y el Reino Unido.

Varios de mis colegas han recibido, en los cinco últimos años, ofertas increíblemente competitivas de China, Corea del Sur o Singapur. Uno de mis estudiantes acaba de tener una oferta extraordinaria de la Universidad de Tokio (y no, no es japonés). China, más concretamente, ha entendido que la única manera de alcanzar la supremacía económica mundial es convertir a la Universidad de Beijing o la Universidad Tsinghua en rivales del MIT o Stanford. China está poniendo el dinero que haga falta encima de la mesa para que esto ocurra y está liquidando cualquier gobernanza arcaica que haya que eliminar. En Europa, Alemania y Suiza también están cambiando agresivamente buena puerta de su sistema universitario. Por ejemplo, la Universidad de Zúrich y la Escuela Politécnica Federal de Zúrich están realizando esfuerzos increíbles e implementado las ideas que mencionaba anteriormente. Y, como he insistido varias veces, los jóvenes con recursos financieros en Madrid y Barcelona ya piensan, con toda naturalidad, que su mercado universitario es el europeo o incluso el mundial.

Parafraseando a León Trotsky: “España puede no estar interesada en la revolución del sistema universitario mundial, pero la revolución del sistema universitario mundial está interesada en España”. Podemos transformar la universidad pública en España o podemos resignarnos a convertirnos en un país funcionalmente equivalente al tercer mundo en términos del conocimiento. Yo, desde luego, tengo claro qué camino España debe seguir.

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