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Confidencias Catalanas

Las Ramblas volverán a ser de todos

El atentado de este jueves no puede repetir la grave fractura moral que supuso el de Atocha en el año 2004

Foto: Reuters.

Poco antes de las cinco de la tarde de ayer, una camioneta invadió el paseo central de las Ramblas —un lugar emblemático de Barcelona por el que circulan gran cantidad de catalanes y de turistas de todo el mundo— y en un espeluznante recorrido de 500 metros, desde la plaza de Catalunya al célebre mercado de la Boquería y el Liceu, intentó arrollar circulando en zigzag al máximo número de personas. El ISIS ya ha reivindicado el atentado y el balance provisional es de 13 muertos y unos 100 heridos, algunos graves. La ciudad quedó inmediatamente conmocionada y su centro histórico, bloqueado por las fuerzas de seguridad.

Desde el atentado de Niza de hace un año, el terrorismo islámico ha cometido ya ocho atentados de este tipo. No necesitan ni un gran operativo ni armas muy sofisticadas. Puede bastar un camión o una camioneta, un conductor fanático apoyado por un pequeño grupo y la selección —por alguna mente perversa, pero con conocimiento de las repercusiones mediáticas— del lugar adecuado, para llevar a cabo un atentado sangriento y conmocionar a la opinión pública del país en cuestión y de todo el mundo. Y todos los países —también los mulsumanes— son víctimas de estos atentados a los que nos tendremos que acostumbrar. Así como la democracia española supo coexistir con el terrorismo de ETA y acabar derrotándolo, así ahora las democracias europeas tendrán que hacer frente al nuevo terrorismo islámico. Hasta que sea derrotado policial e ideológicamente. Y el fanatismo islámico puede ser más resistente que la dogmática Batasuna que, al final, tuvo que abandonar la violencia.

En este mundo conflictivo en que el terrorismo islámico desde el atentado de las torres gemelas de Nueva York es una de las grandes pesadillas, Barcelona —como antes Berlín, Londres o París— era una clara candidata a una réplica del atentado de Niza. En primer lugar porque desde los JJOO del 92 —hace ahora 25 años— se había convertido en una capital mundial, en una ciudad referente de la contemporaneidad y el cosmopolitismo tan perseguidos por el alcalde Maragall. También por el éxito turístico exponencial de los últimos años y por poseer un paseo como las Ramblas que —no solo en agosto— es centro de atracción y encuentro de personas de todas las nacionalidades. Además, Barcelona —y toda Cataluña— es un territorio de mucha inmigración en el que la policía —tanto los Mossos como las fuerzas de seguridad— ha realizado en los últimos años múltiples operaciones de desarticulación de grupos terroristas. Barcelona tenía desde hace tiempo —y se sabía— el riesgo de un ataque como el de ayer.

El gran éxito de Barcelona la hacía candidata a un ataque del terrorismo islámico

Ciertamente algunos episodios recientes de turismofobia, el conflicto laboral del aeropuerto, que ha acabado con una mayor presencia de la Guardia Civil, e incluso el próximo choque de trenes entre la Generalitat y el Gobierno del Estado por el referéndum unilateral del 1 de octubre, no son factores que hayan hecho descender el riesgo. Seguramente tampoco aumentarlo, pero sería miope y deshonesto esconder que la conflictividad interna puede ser también un acicate para un terrorismo que persigue la máxima notoriedad. Aunque el terrorismo no es racional y no necesita más motivos que sembrar el caos, aterrorizar a la población civil, dañar el movimiento de las personas y el turismo —como sucedió en París— y hacer el máximo daño moral y material.

Por eso hoy debería ser un día de unidad, cohesión y reafirmación del carácter abierto y cosmopolita de la ciudad. En este sentido, la comparecencia ayer a primera hora de la noche del 'president' Puigdemont, acompañado de la alcaldesa Ada Colau, es un signo positivo, aunque ambos se explayaron demasiado en obviedades —ya sabemos que los catalanes rechazamos la violencia— y sin incurrir en ninguna indiscreción podían haber aclarado algo más de lo que ya se sabía antes de su comparecencia, que había más de 10 muertos y decenas de heridos. También es positivo el desplazamiento a Barcelona del presidente del Gobierno y del ministro del Interior y la reacción inmediata de Felipe VI, con dos frases que expresan un sentimiento generalizado: que las Ramblas volverán a ser de todos y que ayer toda España era Barcelona. Seguramente todo el mundo, porque los mensajes de solidaridad de los líderes de muchos países, desde el presidente Macron a Donald Trump, fueron inmediatos. Unos amigos me dicen desde Aspen (Colorado) que todo el mundo les da el pésame cuando saben que son de Barcelona.

La capital de Cataluña necesitará la máxima unidad para superar el ataque a su imagen de ciudad abierta y cosmopolita

Pero ni Cataluña ni España deben olvidar que no es la primera vez que son víctimas del terrorismo islámico. En 2004, el atentado de Atocha sacudió Madrid y tuvo consecuencias materiales, morales, y también políticas, catastróficas. No solo para las victimas sino para la vida política. El presidente Aznar se empeñó en atribuir la autoría a ETA y pocos días después los ciudadanos no dieron la confianza a su partido, el favorito para ganar las elecciones y cuyo candidato era precisamente Mariano Rajoy. Pero aquel atentado dejó una profunda desconfianza —incluso incompatibilidad— no solo entre los dos grandes partidos (todavía no superada del todo) sino entre las propias asociaciones de víctimas, y empozoñó toda la primera legislatura de Zapatero.

No hay que recordarlo para atacar a nadie, pero sí para evitar que se repita algo similar. Porque, además, ahora las consecuencias podrían ser más graves porque no enfrentaría a dos partidos como el PP y el PSOE, que algunos equivocadamente dicen que son lo mismo pero que sí tienen cosas en común, sino a dos gobiernos que afrontan algo tan peligroso como una grave crisis constitucional y la incompatibilidad de los conceptos respectivos de soberanía nacional.

El atentado de las Ramblas de 2017 pasará a la historia de la ciudad y a la de toda España. Y es preciso que sea menos traumático, para las víctimas y para la vida política, que el de Atocha de 2004. Carles Puigdemont y Mariano Rajoy tienen esa responsabilidad. Y no pueden olvidar el desastre que para España supuso la pelea que siguió a los atentados de Atocha. El 'quién ha sido' de entonces no debe repetirse.

El dolor ante las víctimas y la compasión ante sus familiares, entre los que habrá personas de muchas nacionalidades, es motivo más que suficiente para aparcar —aunque sea provisionalmente— cualquier otro conflicto. Barcelona necesitará además la máxima unidad para reponerse de este horroroso ataque a su imagen de ciudad abierta, cosmopolita y de paz.

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