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Confidencias Catalanas

Doce horas y un ridículo

El independentismo ganó ayer en el Parlamento de Cataluña, pero sufrió un notable desgaste

La presidenta del Parlamento de Cataluña, Carme Forcadell. (Reuters)

El 'president' Tarradellas, elegido en el duro exilio de los años cincuenta, dijo que en política se podía hacer todo menos el ridículo. Tarradellas tuvo mucho tiempo en Saint-Martin-Le Beau, en el centro de Francia, para reflexionar sobre los errores de la República. Cuando volvió a Cataluña, no hizo el ridículo.

Ayer, el independentismo catalán actual (61 diputados de Junts pel Sí más los 10 de la CUP y el no inscrito Germà Gordó) pretendía hacer historia votando una ley de referéndum que rompe tanto la legalidad española como el Estatut de 2006, aprobado en referéndum por los catalanes. Al final se salieron con la suya y obtuvieron una triste victoria (72 síes frente a 11 abstenciones y 52 diputados que abandonaron el hemiciclo). Pero la sensación, pese a los aplausos de un Parlamento medio vacío, es que hicieron lo que el 'president' Tarradellas afirmó que no se podía hacer.

Ayer se produjo el tan negativo y tan anunciado choque de trenes. Mejor dicho, un doble choque de trenes. Entre el separatismo catalán y el Gobierno de Madrid, pero también entre dos visiones de Cataluña, con una fuerza electoral no muy diferente y con los diputados de Catalunya Sí Que es Pot —representados por Lluís Rabell y Joan Coscubiela y cercanos a Ada Colau— absteniéndose para no partirse. Pusieron de relieve que no todo es blanco o negro.

Fue una sesión larga, triste y sin nivel, excepto las intervenciones finales de Lluís Corominas, de Junts pel Sí —nada triunfalista, como si acusara el desgaste— y las muy razonadas de Lluís Rabell, Miquel Iceta e incluso un reflexivo García Albiol. Inés Arrimadas, como su portavoz Carlos Carrizosa, estuvo más combativa y al final dio la campanada al anunciar una moción de censura contra Puigdemont que habrá que seguir.

Fue una sesión bronca, con la bancada de Junts pel Sí sin ningún entusiasmo y aguantando con una única meta: ganar la votación. Acusaron de filibusterismo a los grupos de la oposición, que ciertamente usaron todos los resquicios del reglamento que les quedaban para ponerles difícil la tarea.

De entrada, el separatismo no podía presumir de legitimidad cuando el poder —la mayoría parlamentaria— les viene de unas elecciones plebiscitarias en las que obtuvieron un 47,8% de los votos. Ganaron las elecciones de 2015 pero perdieron el referéndum que Artur Mas —ayer muy serio en la tribuna de invitados, y al que las cámaras de TV3 enfocaron poco— presumía de haber convocado.

Hay que haber perdido algo el mundo de vista para pretender que ese 47,8% y 72 diputados (sobre 135) son un aval para saltarse la Constitución española, que tuvo un amplio respaldo en Cataluña, superior a la media española. Y hay que haber sucumbido al sectarismo cuando se quiere anular la legalidad española y crear una nueva legalidad catalana vulnerando también el Estatut, la norma máxima catalana, que establece que para cambiarlo —así como para hacer una ley electoral— se necesita una mayoría de dos tercios, o sea 90 diputados, cuando el independentismo solo cuenta con 72. Es cierto que el 'agit-prop' independentista —unido a la cerrazón de bastantes políticos españoles— ha logrado convencer a muchos catalanes. Pero los sofismas no pueden con la realidad.

Lo peor fue aprobar la ley limitando los derechos de los grupos de oposición y desoyendo a los letrados del Parlament y al Consell de Garanties Estatutàries

El planteamiento de fondo era flojo, pero lo más peregrino, lo que hizo que en muchos momentos se bordeara el ridículo, fue querer aprobar la ley no en un debate normal sino aplicando una triquiñuela parlamentaria —discutible y discutida— en una única sesión y privando a los grupos de la oposición de derechos como presentar enmiendas a la totalidad o pedir el preceptivo dictamen del Consell de Garanties Estatutàries, un órgano consultivo elegido por el propio Parlamento catalán.

Plantear así las cosas era una temeridad a la que el independentismo se vio obligado por su negativa a aceptar la realidad. Los cuatro grupos de la oposición (Cataluya Sí Que Es Pot, que es un mixto de ICV y Podemos, el PSC, C's y el PPC) plantearon con insistencia sus legítimos derechos partiendo de entrada con la ventaja de que los letrados del Parlament y el propio secretario de la Cámara se oponían a la tramitación de la ley por considerarla ilegal, en base, entre otras cosas, a las advertencias del Tribunal Constitucional y obligando repetidamente a interrumpir la sesión para que los trámites fueran discutidos en la mesa del Parlament. Esta debilidad de entrada hizo que Carme Forcadell, la presidenta del Parlament, se equivocara en muchas ocasiones. El colmo del ridículo fue cuando, a media tarde y con la sesión suspendida, Miquel Iceta envió a la prensa una nota del Consell de Garanties Estatutàries —formado por ocho juristas de todas las tendencias— en la que por unanimidad se da la razón a los grupos que se quejaban de la vulneración de sus derechos.

Finalmente, el independentismo se salió con la suya. Por la mañana, 72 votos contra 60 y tres abstenciones en la admisión a trámite y, en medio de una gran confusión, 69 y tres abstenciones permitieron utilizar el artículo 81.3 del Parlamento para limitar el debate. Doce horas después, se acabó con 72 votos a favor, 11 abstenciones y 52 diputados ausentes. Pero el desgaste fue notable. Se evidenció que la mayoría separatista es precaria —lógico, pues en el último estudio del CEO (el CIS de la Generalitat) el 41% se declara independentista y el 49% contrario—, pero avasalladora. Es poco sensato pretender que partir Cataluña en dos sea la forma más inteligente y efectiva para lograr un mayor autogobierno.

El independentismo puede tener sus razones, pero con una mayoría parlamentaria precaria pretender violar la legalidad española y la catalana le quita legitimidad. La sesión de ayer evidenció que Cataluña está dividida y que una escasa mayoría parlamentaria pretende hablar en nombre de todos.

El Estado de derecho no se puede poner entre paréntesis, pero España necesita una Cataluña en la que el 47% no quiera la independencia

Pero la realidad es la que es. Y las limitaciones del independentismo son solo una parte. España se enfrenta hoy —tras la votación de ayer— a la crisis constitucional más grave desde la restauración de la democracia. El respeto a la ley es condición necesaria para superarla, pero no es condición suficiente. Que un 47,8% votara en las últimas elecciones catalanas a formaciones independentistas, cuando fue en Cataluña donde la Constitución del 78 tuvo mayor apoyo popular, indica que algo no ha funcionado bien en los últimos años.

En la discusión y aprobación del Estatut de 2006 hubo muchos errores y nadie está libre de culpa. Pero presentar un recurso y batallar durante cuatro largos años en el Constitucional contra una ley aprobada por el Congreso de los Diputados, por el Senado y por el pueblo catalán en referéndum, fue un grave error. Truncó las esperanzas de muchos catalanes en el autogobierno dentro de una España plural. CDC —que ayudó a gobernar a Felipe González, a Aznar y a Zapatero— no quería entonces la independencia. Ni incluso ERC la quería, al menos a corto plazo, ya que votó el Estatut en el Parlamento catalán (aunque no luego en el español, tras una negociación de la que se consideró excluida). El error fue grave porque, además, sobre aquel Estatut —que podía no gustar al PP y a muchos otros—, el Constitucional, un tribunal en el que el nacionalismo nunca puede tener algo cercano a la mayoría, tendría siempre la última palabra.

No se puede ahora volver sobre aquello, pero conviene tenerlo presente. Nadie puede violar la Constitución, pero una España estable no se podrá construir contra la voluntad del 47,8% (o del 41%) de los catalanes. El imperio del Estado de derecho es indiscutible, pero en el futuro serán necesarios el diálogo y la negociación. El Gobierno Rajoy está ahora exigiendo el imperio de la ley, pero no aprovechó los cuatro años de su mayoría absoluta para intentar cicatrizar la herida que dio origen a la desafección de la que ya advirtió José Montilla, el único presidente no nacionalista, junto a Pasqual Maragall, que pedía la bicapitalidad para Barcelona, de la Generalitat.

El 1 de octubre será duro, pero hay que hacer todo lo posible para que el día 2 la situación no sea peor y se pueda reconducir

El discurso de Lluís Corominas, el presidente del grupo parlamentario de Junts pel Sí, fue contenido pero de tono triste. Sabía que la victoria era pírrica y corta en el tiempo, pues la ley será suspendida hoy por el Constitucional. Ayer vimos la insistencia de un movimiento —quizá comprensible en su inicio por la reacción contra el Estatut—, pero que no ha sabido modular su objetivo a la realidad actual y a la reacción europea que ponía de relieve ayer mismo el 'Financial Times'. Y que —quizá lo más grave— no ha vacilado en poner su ideología por encima de las instituciones y leyes de la democracia. No solo de España sino de la misma Cataluña.

El independentismo se ha equivocado, ha partido Cataluña y ha provocado la crisis constitucional más grave de la España democrática. Pero el futuro requerirá que las fuerzas políticas españolas tomen conciencia de que todo será muy difícil con una Cataluña desafecta. O medio desafecta.

El Estado de derecho no puede ponerse entre paréntesis, pero las fuerzas políticas españolas deben sacar conclusiones. La primera es que no pueden usar Cataluña como un campo de batalla entre ellas, como pasó cuando Zapatero. Y ambos partidos deben ser conscientes de que en el Parlamento catalán —tampoco en el vasco— no han tenido nunca mayoría. Es una realidad que Rajoy y Pedro Sánchez deben asumir y trabajar con ella.

El 1 de octubre será duro, pero pasará. Y hay que hacer todo lo posible para que el 2 la situación no sea peor y se pueda reconducir. ¿Hay otra solución?

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