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Editorial

La hora de todos para vencer al virus

Lo relevante no es solo conocer lo que pasó ayer, sino recordar que los grandes países -y también los mejores sistemas parlamentarios- se forjan en las crisis

Cartel en la calle Preciados llamando a la responsabilidad de los ciudadanos. (Reuters)

El Consejo de Ministros celebrado ayer con carácter extraordinario debía aprobar el Real Decreto de declaración del estado de alarma en todo el territorio nacional, según lo dispuesto en la Ley Orgánica de 1 de junio de 1981. Esta ley desarrolla el artículo 116 de la Constitución, que prevé esa situación excepcional para casos, entre otros, de crisis sanitarias a consecuencia de “epidemias y contagios graves”. Y así se hizo.

El presidente del Gobierno lo anunció el viernes y lo reiteró este sábado. Con esta medida se trata de atajar la pandemia, declarada por la Organización Mundial de la Salud (OMS). El Covid-19, como se sabe, es una enfermedad de alta morbilidad por la facilidad de su transmisión y de relativa baja mortalidad que afecta a un rango poblacional de edad avanzada, con las defensas vulnerables y a afectados con patologías previas.

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Aunque la medida no tenía precedente en nuestra democracia –el estado de alarma decretado en diciembre de 2010 que sometió a control militar a los controladores aéreos, declarados en huelga salvaje, tuvo unos efectos muy limitados–, su ley reguladora no ofrece demasiado margen para el debate sobre el contenido de la disposición gubernamental.

En todo caso, un margen de maniobra que, de ninguna manera, puede justificar que la reunión del Consejo se demorase por más de siete horas, tiempo que, lejos de tranquilizar a la opinión pública, añadió una gran incertidumbre. Máxime cuando la reunión se retrasó por las discrepancias que hubo en el Consejo de Ministros, lo que explica los sucesivos retrasos.

Lo relevante, sin embargo, no es solo conocer lo que pasó ayer, sino que lo importante es recordar que los grandes países -y también los mejores sistemas parlamentarios- se forjan en las crisis, en las que el liderazgo no es sólo una exigencia de la democracia, sino que es la mejor expresión de la convivencia nacional. Un liderazgo que, necesariamente, no puede ser incompatible con el hecho de que en estos días aciagos todos los españoles saquemos lo mejor de nosotros mismos y ofrezcamos un tributo a la normalidad democrática.

Así fue la declaración de Pedro Sánchez.

Porque también un Real Decreto como el que regula la alarma para tiempos difíciles es un mandato constitucional, que no solo ampara los derechos de los españoles, sino también sus obligaciones para el bien común. El objetivo, como no puede ser de otra manera, es preservar el interés general, que es el principio inspirador de todas las políticas públicas, y, en última instancia, el mejor instrumento para proteger a todos.

Ningún Gobierno puede afrontar una crisis de esta naturaleza sin la beligerancia democrática de sus ciudadanos y de los partidos de la oposición. Es decir, sin el compromiso de todos con los valores cívicos que son propios de las democracias y aquí la prensa, y, desde luego, El Confidencial, tienen un papel crucial que jugar porque la prensa libre y ecuánime es la garantía de una información veraz al servicio de la ciudadanía.

Y es, precisamente, ese sentido de la responsabilidad el que nos hace decir que la presencia en la sesión de Pablo Iglesias, vicepresidente segundo, rompiendo así la cuarentena que comenzó el pasado día 12, debida a la infección contraída por su pareja, la ministra Irene Montero, resultó, de salida, un pésimo ejemplo cuando todas las autoridades, comenzando por el propio presidente del Gobierno, están reclamando con el mayor énfasis –y a partir de hoy de manera obligada– la permanencia en el domicilio de toda la población para lograr el denominado 'distanciamiento social' que quiebre la cadena de contagios del coronavirus, todo ello inserto en la campaña #yomequedoencasa.

Aplausos en los balcones por la sanidad.

El deplorable ejemplo del ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030 requeriría de una explicación, si la tuviera, que no remita a la impresión de que el secretario general de Podemos se plantó en la Moncloa para reivindicar su cuota de poder, lo que es una forma de despreciar la función de ejemplaridad que, como autoridad pública, le corresponde.

No es un asunto baladí. El estado de alarma genera incertidumbre y trastornos a todos, además de provocar importantes daños económicos al tejido productivo. Es, por lo tanto, un hecho de indudable transcendencia que afecta al día a día de los españoles en aspectos fundamentales, como es el derecho a la libertad de movimientos o el derecho a acudir al trabajo. Solo por eso es esencial la ejemplaridad pública. Precisamente, porque está en juego la credibilidad del Estado de derecho y de sus líderes políticos.

Es en este sentido en el que el aplazamiento de las medidas económicas para combatir los efectos económicos, laborales y sociales de la pandemia (se volverán a discutir el martes), merece un juicio severo sobre el nivel de responsabilidad de un Ejecutivo que parece anteponer disensiones internas, por legítimas que sean, al bienestar ambiental y moral de una población que se encuentra en estado de 'shock' y a la que se le han recortado, aunque sea temporalmente, algunos de sus derechos fundamentales.

El discurso de Pedro Sánchez, expositivo en la primera parte y más emotivo en la segunda, dejó claro, en todo caso, que las intenciones exorbitantes e inoportunas del lendakari Iñigo Urkullu y del presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, no prosperaron y el estado de alarma, que significa la autoridad única del Gobierno con los cuatro ministros delegados y las medidas generales que la disposición contempla, se aplican a todo el territorio nacional.

Es ocioso recordar que el estado de alarma es una medida constitucional, temporal, y tutelada por el Congreso. Y que se desarrolla en cooperación y coordinación con las comunidades autónomas. Fabular que se trataría de un 155 “encubierto” o una “invasión competencial” del Gobierno, constituye un exabrupto político y jurídico.

Jornada agridulce, pues, que no debe ser óbice para que los ciudadanos presten toda su colaboración a las determinaciones que con total legitimidad haya de adoptar el Gobierno. Ninguna decisión ejecutiva es válida si no es respaldada sin ambages por los ciudadanos cuya motivación debe consistir en resguardarse a sí mismos y evitar riesgos para los demás, poniendo en práctica un compromiso de colaboración y asistencia a los poderes públicos. Cuanto antes acabe esta pesadilla, mejor para todos.

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