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Con Franco fue más fácil

¿Se puede asemejar la Cuba de hoy, tras la muerte de Castro, a la España de Franco? Ahí está la clave de todo, porque la Transición española se sustentó sobre unos pilares que no existen en Cuba

Vista del altar en homenaje a Fidel Castro en la plaza de la Revolución de La Habana. (EFE)

“¿Crees que nos están espiando?”, le pregunté incrédulo a Carlos Herrera cuando saludamos a Oswaldo Payá y los dos levantaron el cuello como avestruces precavidaos y escanearon las esquinas del hotel Habana. “¡Por supuesto que nos están siguiendo!”, contestó Payá. “Así que haremos una cosa: como seguro que ellos nos están haciendo fotos, vamos a hacernos nosotros una también”, y allí que nos fuimos a hacernos una foto en uno de los salones de grandes cristaleras de aquel hotel. Fuera, el mar se estrellaba con fuerza contra el malecón para acompañar la tarde desapacible de La Habana, como si quisiera sumarse a la furia que traía consigo Oswaldo Payá por la muerte, unos días antes, de uno de los presos políticos del régimen. Era un pobre albañil de 42 años, Orlando Zapata, al que detuvieron siete años antes, en una de las habituales redadas del régimen contra los opositores. Con la acusación genérica de “conspiración con los Estados Unidos”, lo mandaron a la trena y lo dejaron morir en huelga de hambre. Oswaldo Payá estallaba de rabia: “Lo han matado por ser pobre y por ser negro”.

En aquel ambiente de represión, febrero de 2010, la gran duda de Oswaldo Payá, y su gran ambición, era la preparación de la transición que habría de venir el día que se muriera Fidel Castro. El líder opositor cubano, acaso el disidente más conocido en todo el mundo, premio Sajárov del Parlamento Europeo, no llegaría a verlo nunca, claro, porque también él murió en extrañas circunstancias uno años después, en un oscuro accidente de automóvil, pero su ambición más repetida era que, llegado ese día, este día, Cuba pudiera abrirse a una “transición a la española”. Una transición de régimen que tuviera como primer objetivo la reconciliación nacional. Sin resentimientos, sin odios ni revanchas, codo con codo, todos los cubanos comprometidos con “la reconstrucción de Cuba, una Cuba democrática”.

La sociedad resultante en Cuba tras medio siglo de una dictadura comunista está más esquilmada que la sociedad resultante tras 40 años de franquismo

"Pero ¿es posible una transición en Cuba como ocurrió en España?", le pregunté entonces. Y más allá aún: ¿se puede asemejar la Cuba de hoy, tras la muerte de Fidel Castro, a la España de Franco? Ahí está, sin duda alguna, la clave de todo, porque la Transición española se sustentó sobre unos pilares sociales, económicos y políticos que no existen en Cuba. No se trata, desde luego, de comparar dictadores ni, muchos menos, de justificar dictaduras, pero es evidente que la sociedad resultante en Cuba tras medio siglo de una dictadura comunista está más esquilmada que la sociedad resultante en España tras 40 años de fascismo franquista.

En Cuba, aunque están internacionalmente reconocidos los esfuerzos en la universalización de la educación y de la sanidad, seis décadas de régimen castrista han destrozado las principales fuentes de riqueza de la isla y han acostumbrado a la sociedad a vivir de la supervivencia, de la dependencia o del engaño. Mientras la URSS enviaba dinero a Cuba, el castrismo aparentaba prosperidad; cuando dejaron de llegar las divisas soviéticas, todo se vino abajo y la isla se hundió en la miseria en la que sigue, con cirujanos que conducen ‘almendrones’ por la tarde (los típicos taxis) porque en su hospital no ganan más del equivalente a 20 euros al mes.

No existe una clase media en Cuba, como no existen entre la mayor parte de la sociedad conceptos como el de la competitividad, tan denostados por la ‘propaganda antiimperialista’. Igual podría decirse de la mentalidad política: aunque los dos dictadores, Franco y Fidel, se han muerto en la cama, el entramado político clandestino que existía en España en 1975 estaba más preparado para acoger la democracia que lo que ocurre en la sociedad cubana, con el miedo de la delación en el tuétano inoculado, calle a calle, edificio a edificio, por los comités de Defensa de la Revolución. Todas las dictaduras son execrables, condenables, y de hecho la represión franquista fue mucho más salvaje y asesina que la represión castrista, pero es evidente que el armazón social, económico y político de España en 1975 estaba más preparado para acoger una democracia que lo que está ahora la sociedad cubana para iniciar la reconstrucción del país mediante una ‘transición a la española’, como soñaba Oswaldo Payá.

El entramado político clandestino que existía en España en 1975 estaba más preparado para acoger la democracia que lo que ocurre en la sociedad cubana

Lo que sí es verdad es que en Cuba se vive por la izquierda. O por la ‘izquielda’, como dicen los cubanos. Se vive por la ‘izquielda’ porque ese es el término eufemístico que los cubanos le han encontrado al trapicheo diario, a la versión caribeña del estraperlo, a la reventa de los productos hurtados al único patrón que ha existido, que es el Estado; supervivencia para compensar la mísera cartilla de racionamiento. Lo cubanos siempre lo dicen cuando se les pregunta cómo viven con tan poco, cómo lo consiguen: “Por la izquielda”. Para la historia quedará el sarcasmo sublime e inconsciente de que en uno de los iconos esenciales de las dictaduras comunistas la expresión 'la izquierda' haya acabado designando el contrabando de todos, el mercado negro entendido como economía de subsistencia. La ‘izquielda’ real, la de la calle, frente a la izquierda inventada, idealizada y corrupta, que solo ha existido para unos pocos, los jerarcas del partido y los de una supuesta izquierda española y europea, intelectuales y artistas que justificaban las barbaridades a cambio de mansiones en Varadero.

Quizá fue el propio Oswaldo Payá el que nos contó la historia de uno de los héroes anónimos de la Revolución, un buen hombre encargado del mantenimiento del parque de vehículos oficiales. Cuando se jubiló, un burócrata del almacén hizo las cuentas y descubrió que aquel hombre no había faltado ni un solo día a su trabajo durante toda su vida laboral. Con el expediente en la mano, lo propuso para una distinción y el régimen vio en él el ejemplo vivo del trabajador cubano, abnegado y comprometido con la Revolución. En uno de los días de celebración del partido, el propio Fidel le entregó la condecoración, junto a otro grupo de cubanos, orgullos de la patria. Abrumado, aquel día, cuando subió al estrado y estrechó la mano del Comandante, tuvo un instante de duda, pero recogió su distinción y volvió con su familia, sin decir nada. Lo que nunca dijo es que si no había faltado nunca a su trabajo era porque, desde que lo destinaron al almacén, todos los días sisaba pequeñas cantidades de carburante que luego revendía en el mercado negro. Y faltar un día suponía arriesgarse a que lo descubrieran. ¿Héroe de la Revolución? En cierta forma lo era; en Cuba, la supervivencia es la forma más cotidiana de heroicidad.

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