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Consenso medioambiental: ¿y dónde está la derecha?
Es frecuente ver a figuras políticas de nuestro país hacer gala de un escepticismo medioambiental y, por ejemplo, quitar hierro al cambio climático y sugerir que se trata de un bulo
“Los ecologistas son como las sandías: verdes por fuera, rojos por dentro”. Este supuesto axioma político-hortícola resume la forma de pensar de no pocos en la derecha española, que ven con aversión y sospecha toda forma de preocupación por el medio ambiente. Así pues, es frecuente ver a figuras políticas de nuestro país hacer gala de un escepticismo medioambiental y, por ejemplo, quitar hierro al cambio climático, y sugerir que se trata de una patraña o un bulo. Esta posición, como expondremos, es contraproducente e innecesaria para la derecha española.
Es contraproducente porque, guste o no, la preocupación por el medio ambiente está trascendiendo el eje izquierda-derecha, elevándose a la categoría de consenso posideológico gracias a una fuerza persuasiva basada en un arsenal de evidencias científicas. Es por tanto esencialmente diferente de otros asuntos como el debate sobre el nivel de gasto público o las políticas de apoyo a la familia, que siguen y seguirán abiertos al ser cuestiones difíciles de dilucidar mediante hechos medibles y evidencias consensuadas. Y ello no es el caso de fenómenos observables como el ritmo de deforestación, la incidencia de meteorología extrema, el aumento de especies amenazadas, o la asociación causa-efecto entre la actividad industrial y el incremento de la concentración de CO2 en la atmósfera.
Por ello, no sorprende que la sensibilidad social en torno a lo ecológico avance a escala global de una manera nítida, extendiéndose por todos los estratos sociales y especialmente entre las generaciones más jóvenes. Las últimas encuestas así lo confirman: el 78% de europeos se muestra alarmado por el cambio climático y el 81% de los españoles piensa que es la principal amenaza global. Además, jóvenes de todo el mundo, a través del movimiento Extinction Rebellion, se han organizado para exigir que haya un giro fundamental en las políticas energéticas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
Y no es solo una reclamación romántica de juventud: la industria financiera internacional, poco sospechosa de abrazar causas sentimentales, ha aceptado el consenso científico sobre el cambio climático. Los principales bancos centrales y entidades financieras ya trabajan codo con codo para entender el impacto económico del cambio climático y prepararse para los distintos escenarios de transición energética. Aseguradoras, fondos de pensiones y fondos soberanos van a la zaga con similares medidas. No es sorprendente, pues, que jóvenes y banca, que son por naturaleza proclives a pensar a largo plazo, sean los dos grupos que hayan desarrollado una particular preocupación por el impacto de los fenómenos ecológicos en la economía, el clima y el bienestar del futuro.
Y en el ciclo electoral, por definición cortoplacista, la preocupación verde también se extiende, tal y como se refleja en las preferencias políticas al alza en Europa. En Alemania, el Partido Verde, después de haber barrido a los socialdemócratas, lidera las últimas encuestas, por delante de los democristianos de Angela Merkel. En otros países, incluido el nuestro, los partidos tradicionales de izquierda intentan evitar el destino de sus homólogos germanos haciendo del medio ambiente (junto a una poco disimulada ingeniería social) su nueva encontrada seña de identidad. Y mientras tanto, a pesar de las abundantes señales, nuestra derecha ha permanecido generalmente apática. Ha permitido, por incomparecencia, que este nuevo fenómeno secular sea apropiado por una izquierda que hace de él un arma arrojadiza política, no sin antes imbuirla de su característica retórica alarmista e intervencionista.
Estamos ante una oportunidad perdida, porque esta situación es enteramente innecesaria: no hay nada esencial en el credo liberal-conservador que sea incompatible con la búsqueda de la preservación del medio ambiente. En puridad semántica, debería ser una obviedad: que 'conservacionismo' y 'conservadurismo' comparten la misma raíz. Y no es casual: si buceamos en la historia reciente, observamos que la defensa de la tradición, las instituciones y el Estado de derecho —señas de identidad conservadoras— ha ido de la mano de la defensa del entorno natural, aquel que define el carácter y personalidad de una comunidad. Así, el presidente norteamericano Theodore Roosevelt (1858-1919), uno de los grandes estadistas que el Partido Republicano ha dado a Estados Unidos, creó los primeros parques naturales del país, poniendo durante su mandato más de un millón de kilómetros cuadrados (aproximadamente dos veces la superficie de España) bajo protección pública, un legado que perdura hoy. Mientras que, en el polo opuesto político, la utopía socialista de la Unión Soviética aplicó una industrialización salvaje y deshumanizada que causó el holocausto ecológico en vastísimas extensiones de su territorio.
Recuperando estos antecedentes, la derecha redescubrirá que está mejor equipada que sus rivales políticos para abordar el dilema temporal e intergeneracional de los grandes retos medioambientales. Por una parte, es la postura conservadora, que característicamente huye de ensoñaciones y utopías, la que ofrece dosis de realismo y prudencia frente a problemas complejos de largo recorrido, en contraste con el maximalismo y alarmismo de las izquierdas.
Por otra parte, el conservadurismo es por definición el pensamiento que mejor representa la alineación razonable entre intereses del pasado y del futuro. Es, como afirmaba el pensador y político británico Edmund Burke, el contrato implícito que establece lazos morales de responsabilidad entre individuos y generaciones. Con él, el pensamiento conservador resuelve el dilema medioambiental al introducir una razón moral y política para acometer los esfuerzos necesarios hoy para salvaguardar el bienestar del mañana. Es una cuestión de herencia que, al fin y al cabo, no es sino la versión verde del mismo ahínco con el que el conservador defiende el derecho de los hijos a heredar el patrimonio histórico, cultural y social construido por sus antepasados.
Pero para capturar esta oportunidad, es necesario que antes de embarcarse en la formulación de propuestas la derecha se despoje de ciertos malentendidos. En primer lugar, debe recordar que la libertad de los individuos no es lo mismo que la libertad desenfrenada de las empresas. La libertad individual es valor central de todo conservador e incluye, entre otros, el derecho a la libre empresa. Pero como explica el filósofo conservador británico Roger Scruton en su reciente ensayo 'La filosofía verde', este valor naufraga si en su aplicación las empresas consiguen evadir la internalización de los costes medioambientales en su aprovechamiento de los recursos naturales. En esta versión fraudulenta de la libertad económica, particularmente enraizada en los Estados Unidos pero con claros ecos en Europa, los beneficios de la mano invisible se diluyen y lo que debería haber sido la alineación entre el interés general y el buen funcionamiento del mercado se torna un conflicto que con frecuencia acaba canalizando la izquierda vía intervencionismo estatal.
En segundo lugar, la derecha debe entender que el desarrollismo económico cortoplacista no es un argumento válido para soslayar los riesgos a largo plazo inherentes a la cuestión ecológica. A menudo, los partidos de derechas son los más proclives a priorizar la eficiencia económica en las decisiones políticas. Pero la posición extrema de evitar cualquier opción que a corto plazo minore la ganancia económica es irracional cuando existen riesgos materiales que se podrían materializar en el largo plazo con un coste inasumible. En esos casos, lo prudente es adoptar medidas anticipatorias, al igual que se contrata una póliza de seguro pagando una prima a cambio de una protección contra una eventualidad que ojalá nunca se materialice.
Por último, la derecha debe comprender que la gestión comprehensiva e integral del entorno natural, entendido como aquellos recursos comunes disponibles para su uso y disfrute por parte de la sociedad, no es necesariamente una claudicación ante la izquierda socialista. Es un error intelectual que surge de la dificultad histórica de la derecha en entender la llamada 'tragedia de los comunes'. Formulada por Garret Hardin en 1968 y ampliamente aceptada en la ciencia económica, nos advierte del dilema económico en el que múltiples individuos actuando racionalmente en su propio interés pueden en última instancia destruir un recurso compartido y limitado, incluso cuando el efecto negativo en el largo plazo es evidente.
Mientras que Hardin presentaba el ejemplo de los pastos comunales de ganado, hoy nos enfrentamos a la tragedia de los comunes globales. El abuso colectivo y antieconómico de estos recursos naturales exige una respuesta firme basada en las soluciones a ese dilema (formuladas, entre otros, por Elinor Ostrom, la única mujer galardonada con el premio Nobel de Economía), que incluyen, por ejemplo, la fiscalización monetaria del impacto medioambiental e internalización de sus costes, o la racionalización del uso de los recursos naturales, vía incentivos de mercado y privatización regulada. Pero si la derecha evita reconocer la existencia y magnitud del problema y su diagnóstico económico, permanecerá en estado permanente de inferioridad frente a la izquierda. Permitiendo que el socialismo monopolice la cuestión ecológica, le dará vía libre para que formule sus soluciones preferidas de intervencionismo y control estatal, con resultados típicamente subóptimos o llanamente desastrosos.
En otros países de nuestro entorno, los partidos de derecha ya han reconocido la oportunidad histórica y han respondido con claridad, articulando propuestas que, partiendo del consenso sobre la importancia y urgencia de los grandes retos medioambientales, son expresión de la ética liberal-conservadora clásica. Esperemos que en España hagan lo mismo. De lo contrario, la oportunidad la aprovecharán otros y nos encontraremos con que nos han vendido, esta vez sí y sin alternativa, una sandía.
*Toni Timoner es economista en una entidad financiera internacional en Londres. Su investigación reciente se centra en riesgos medioambientales globales y su impacto macrofinanciero.
*Luis Quiroga es socio de una gestora de fondos de inversión en Londres especializada en infraestructuras medioambientalmente sostenibles. Ambos son militantes del Partido Popular.