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El GPS global

Cómo ganar una guerra contra el terrorismo que lleva 15 años en marcha

El final de la Guerra Fría cambió todo el mundo, excepto Oriente Medio. Si no hacemos frente a sus problemas, seguirá habiendo quien adope el viejo y atractivo eslogan: el islam es la solución

Miembros de Al Shabaab en un campo de entrenamiento en Mogadiscio, en octubre de 2010 (Reuters)

La mañana del 11 de septiembre de 2001, yo iba conduciendo por la autopista de Long Island hacia casa de un amigo, donde iba a pasar algunas semanas trabajando en un libro. Cuando llevaba una hora conduciendo pasé de la música a las noticias en la radio y escuché con horror las informaciones de que dos grandes aviones de pasajeros se habían estrellado en el World Trade Center. Di la vuelta al instante, consciente de que mi retiro sabático se había ido al garete. Igual que el de EEUU.

Ahora es difícil recordar el estado de ánimo en los años 90. La Guerra Fría había terminado, y de forma aplastante en los términos impuestos por EEUU. Un mundo que había estado dividido en dos campos -política y económicamente- volvía a ser uno. Docenas de países de Latinoamérica, África y Asia que habían sido marcadamente socialistas se movían hacia el capitalismo y la democracia, abrazando un orden mundial que antaño habían denunciado como injusto e imperial.

EEUU en los años 90 se pasaba el tiempo hablando de economía y tecnología. La revolución de la información estaba despegando. Yo trato de explciar a mis hijos que hace tan sólo dos décadas, gran parte de lo que parece indispensable hoy -internet, los teléfonos móviles- no existía para la mayoría de la gente. A principios de los 90, AOL y Netscape le dieron a los estadounidenses corrientes la oportunidad de explorar internet. Hasta entonces, la tecnología revolucionaria que había acabado con la censura gubernamental y abierto el acceso a la información en el bloque comunista era… el fax. Al explicar sus efectos, el estratega Albert Wohlstetter escribió un ensayo para el 'Wall Street Journal' titulado 'El fax os hará libres'.

De lo que casi ninguno de nosotros se dio cuenta entonces es de que una parte del mundo no estaba siendo reformada por estos vientos de cambio: Oriente Medio. Mientras el comunismo se hundía, las dictaduras latinoamericanas cedían el paso a democracias, el apartheid se resquebrajaba y los hombres fuertes de Asia abrían el camino a líderes electos, Oriente Medio seguía estancado. Casi todos los regímenes de la región, de Libia a Egipto y Siria, seguían regidos por el mismo sistema autoritario que había estado ahí durante décadas. La mayoría de los gobernantes eran seculares, autocráticos y profundamente represivos. Habían mantenido el control político, pero producido desesperanza económica y parálisis social. Para un joven de Oriente Medio – y había exceso de jóvenes- el mundo avanzaba en todas partes, excepto en casa.

El islam político se introdujo en este vacío. Siempre ha habido predicadores y pensadores que han creído que el islam no es solo una religión, sino un sistema completo de política, economía y legislación. Mientras las dictaduras seculares del mundo árabe producían miseria, más y más gente escuchaba a ideológos que tenían un simple eslogan: el islam es la solución, con lo que se referían a un islam radical e interpretado de forma literal. La capacidad de seducción de ese eslogan está verdaderamente en el corazón del problema al que seguimos enfrentándonos hoy. Es lo que lleva a algunos jóvenes musulmanes alienados (y algunas musulmanas) no solo a matar, sino -mucho más difícil de entender- a morir.

¿Cómo están las cosas ahora? Desde aquel día en septiembre de 2001, Estados Unidos ha librado dos grandes guerras, se ha embarcado en docenas de misiones militares menores, ha construido una amplia burocracia de seguridad nacional y ha establecido nuevas reglas y procedimientos, todo ello para proteger a los EEUU y sus aliados de los peligros del terrorismo islámico.

Algunas de estas acciones lo han hecho. Pero el único cambio llamativo que ha tenido lugar en Oriente Medio es que la inestabilidad ha reemplazado a la estabilidad. La intervención estadounidense en Irak tal vez haya sido la chispa detonante, pero la leña se venía apilando de antes. La Primavera Árabe, por ejemplo, fue el resultado de poderosas presiones demográficas, económicas y sociales contra regímenes que habían perdido la habilidad de darles respuesta o adaptarse. El creciente sectarismo -chiíes contra suníes, árabes contra kurdos- ha modificado las políticas de países como Irak y Siria. Cuando un gobernante represivo ha sido derrocado -Saddam, Saleh, Gaddafi-, todo el orden político de ese país se ha destejido y la propia nación (una creación reciente en el mundo árabe) ha colapsado.

El desafío a la hora de derrotar al Estado Islámico no es realmente vencerle en el campo de batalla. EEUU ha ganado batallas como esa durante 15 años en Afganistán e Irak, solo para descubrir que una vez que las fuerzas estadounideses se retiran, los talibanes o el Estado Islámico o algún otro grupo radical regresa. La forma de que esos grupos sigan derrotados es ayudar a los países musulmanes a encontrar alguna forma de política que tenga presentes las aspiraciones básicas de sus gentes. De todas sus gentes. El objetivo es fácil de expresar: impedir que oleadas de jóvenes desafectos caigan en la desesperación en estas condiciones, naveguen por internet y vuelvan a encontrar el mismo viejo eslogan: que el islam es la solución. Cuando estos jóvenes dejen de pinchar en ese enlace, es cuando se ganará la guerra contra el terror.

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