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El GPS global

Los "deplorables" votantes de Trump, o por qué el populismo es la nueva política

La economía ya no es el eje central de la política, frente a otras cuestiones socioculturales. Trump ha sabido leer lo que preocupa a los conservadores de a pie, y no es el laissez-faire

Un partidario de Donald Trump con un cartel que dice "deplorable", una referencia al adjetivo despectivo utilizado por Hillary Clinton contra los votantes de su adversario (Reuters)

Se ponga o no el acento en ello, la cuestión clave de estas elecciones en EEUU es: ¿quiénes son los partidarios de Donald Trump? Una forma de responder es ampliar la visión más allá de Estados Unidos. Trump es parte de una amplia tendencia populista que atraviesa el mundo occidental. En las últimas décadas hemos visto el auge del populismo -tanto de izquierdas como de derechas- de Suecia a Grecia, de Dinamarca a Hungría. En cada lugar, las discusiones tienden a enfocarse en cuestiones particulares de cada país y su paisaje político. Pero está pasando en tantos países con tantos sistemas políticos, culturas e historias diferentes que debe haber algunas causas comunes.

Mientras el populismo está ampliamente extendido en Occidente, apenas hay rastro de él en Asia, ni siquiera en las economías avanzas de Japón y Corea del Sur. Está en retroceso en Latinoamérica, donde los populistas de izquierda en Venezuela, Argentina y Bolivia han hundido sus países durante la última década. Pero en Europa hemos visto un auge firme y continuado del populismo en casi todas partes. En un importante artículo de investigación para la Escuela de Gobierno Kennedy de Harvard, Ronald Inglehart y Pippa Norris calculan que los partidos populistas europeos de derechas e izquierdas han pasado del 6,7 y 2,4% del voto respectivamente en los años 60, a un 13,4 y un 12,7% en esta década.

El hallazgo más llamativo del artículo, que apunta a una causa fundamental en este auge del populismo, es el declive de la economía como eje central de la política. La forma en la que pensamos en términos políticos hoy todavía se basa en la división básica del siglo XX entre izquierda y derecha. Los partidos de izquierdas abogaban por un incremento del gasto gubernamental, un estado del bienestar mayor y una regulación de la actividad empresarial. Los partidos de derechas querían un gobierno limitado, menores redes de seguridad social, y más políticas del 'laissez-faire'. Los patrones de voto reforzaban esta brecha ideológica, con la clase trabajadora votando a la izquierda y las clases media y alta votando a la derecha.

Inglehart y Norris señalan que los viejos patrones de voto se han estado diluyendo desde hace décadas. “En los años 80”, escriben, “el voto de clase había caído a los menores niveles jamás registrados en Gran Bretaña, Francia, Suecia y Alemania Occidental (…). En los EEUU, había caído tan bajo [en los 90] que literalmente ya no había espacio para un descenso mayor”. Hoy, el estatus económico en EEUU es un factor de predicción de preferencias de voto mucho menos fiable que, digamos, las ideas sobre el matrimonio de personas del mismo sexo. Los autores también analizan las plataformas de partido de las últimas décadas y concluyen que, desde los años 80, los asuntos económicos han pasado a ser menos importantes que otros. En cambio, los asuntos no económicos -sociales, medioambientales- han ganado muchísimo peso.

Me pregunto si esto se debe en parte a que la izquierda y la derecha convergen más que nunca en política económica. En los años 60, la diferencia entre ambas era vasta: la izquierda quería nacionalizar industrias, la derecha quería privatizar pensiones y la salud pública. Mientras los políticos de derechas siguen argumentando a favor del 'laissez-faire', lo hacen de forma más o menos teórica. En el poder, los conservadores se han acomodado a la economía mixta igual que han hecho los liberales a las fuerzas del mercado. La diferencia entre las políticas de Tony Blair y las deDavid Cameron es real pero históricamente marginal.

Este período, desde los años 70 hasta hoy, ha coincidido también con una caída del crecimiento económico en el mundo occidental. Y en las dos últimas décadas ha crecido la sensación de que la política económica no puede hacer demasiado para alterar esta caída de forma significativa. Los votantes se han dado cuenta de que, sea recortes de impuestos, reformas o planes de estímulos, la política pública parece menos poderosa que antes frente a estas fuerzas más potentes. A medida que la economía declinaba como la fuerza central que definía la política, su lugar ha sido copado por una amalgama de asuntos que podrían ser descritos como “cultura”.

Empezó, como señalan Ilgehart y Norris, con jóvenes en los años 60 abrazando la política post-materialista: autoexpresión, género, raza, medioambientalismo. Esta tendencia generó una reacción de votantes más mayores, en particular hombres, que querían reafirmar los valores con los que crecieron. La clave del éxito de Trump en las primarias fue haberse dado cuenta de que mientras el 'establishment' conservador predicaba el tradicional evangelio del libre comercio, los bajos impuestos y la desregulación, a los votantes conservadores les movían temas muy diferentes: la inmigración, la seguridad y la identidad.

Este es el nuevo paisaje de la política, y eso explica por qué el partidismo es tan elevado, la retórica tan estridente y el compromiso aparentemente imposible. Puedes pactar sobre las diferencias en economía: el dinero, al fin y al cabo, siempre puede dividirse. Pero ¿cómo pactas en la cuestión central de la identidad? Hoy, cada bando tiene una visión profunda y significativa de lo que deber ser EEUU, y cree realmente que lo que sus oponentes quieren no solo es inadecuado, sino, vaya, deplorable.

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