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La capital

Contra el barrio europeo de Bruselas

El más proeuropeo se cambiaría de bando si visita el barrio europeo de Bruselas durante un fin de semana: no hay nada más antieuropeo

Uno de los edificios de la Comisión Europea. (EFE)

En la era prepandémica, cuando viajar era sencillo, era imposible ir en un vuelo un viernes de Madrid a Bruselas sin desarrollar una cierta ternura por los pasajeros que volaban a la capital comunitaria creyendo que tendrían mucho que ver. De todos los que lo hacían porque era uno de los destinos más baratos desde España, había un tipo particular de viajero por el que es imposible no sentirse mal: el que visita la capital de Bélgica con fervor proeuropeo.

Es imposible no imaginar a ese viajero, lleno de ganas por visitar el “corazón de Europa”, sufriendo una brutal bofetada de realidad, una caída del caballo dolorosísima mientras visita el barrio europeo de Bruselas el sábado por la mañana. Porque hay pocas cosas más antieuropeas que el barrio que hospeda a las instituciones. Esas calles y edificios parecen diseñados a mano por Nigel Farage.

El barrio europeo de Bruselas es todo lo que Europa quiere decir que no es. Bloques de oficinas desmejorados atravesados por dos de las arterias principales de la ciudad con miles de coches y atascos a todas horas. El barrio europeo es el anonimato y el aburrimiento hecho ciudad. Y, sobre todo, es gris. Sabiendo que Europa aburre a muchos ciudadanos, lo último que debería permitirse el barrio europeo es ser gris.

Plaza de Luxemburgo, en El Barrio europeo. (EFE)

La zona es uno de los principales ejemplos de un fenómeno llamado “bruselización”, consistente en la construcción descontrolada asociada tanto a la exposición universal de 1958 como al desarrollo del barrio europeo, en una historia en la que se mezcla el típico caos belga, la especulación, la corrupción y la falta de respeto por el patrimonio histórico, destruyendo edificios típicos de la ciudad para sustituirlos por enormes bloques de cemento y ventanas oscuras. Sin piedad y sin pausa durante décadas resultando en una auténtica aberración.

Pero no hay que pensar que es un centro únicamente de oficinas: también hay viviendas. Pero todas cortadas por un mismo patrón desangelado que convierte en inútil cualquier intento por explicar a tus amigos que te visitan el fin de semana que los que trabajan en la “burbuja de Bruselas” no son realmente unos seres anónimos, desalmados y sin cara. Particularmente inquietantes me resultan los edificios de viviendas que rodean a la explanada peatonal del Parlamento Europeo, porque no son edificios del todo feos, algo que solamente empeora el cuadro general: es imposible no imaginarse que están hechos para ser más o menos agradables a la vista, pero que la gente dentro es infeliz en casa idénticas unas a otras con muebles con la escala de color de la primera temporada de Cuéntame. Además de que hay algo siniestro en la idea de vivir a 20 metros del trabajo.

Y hay algo siniestro fundamentalmente porque a partir del viernes por la tarde el barrio entra en coma. Si uno quiere pasear en soledad un sábado por la mañana sabe que hay un lugar en Bruselas que no le fallará: el barrio europeo. La plaza de Luxemburgo, seguramente el único lugar con algo de encanto en el barrio, se convierte en un cementerio. No hay locales, no hay vida y, por supuesto, no hay diversión. Es cierto que durante la semana, y en tiempos normales, esas mismas calles son un hervidero de vida y epicentro de algunas manifestaciones que aportan color y sentido político al barrio.

Pero eso no quita que el “quartier européen” sea, en fin, la peor carta de presentación para cualquier persona que decida dejarse caer por Bruselas y pasear por sus calles, especialmente durante un fin de semana. Es todo lo contrario a la “vida europea” en la que se ensalza el tiempo libre de calidad y la idea de tener ciudades preparadas para ser vividas, además de ser el antónimo a la cercanía con el ciudadano.

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