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Crónicas de una familia cualquiera
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Marta Sanz

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Crónicas de una familia cualquiera

La escritura autobiográfica que me interesa renuncia, en cierto modo, a su condición de autobiografía para transformar las lecciones de anatomía, la vivisección del cuerpo, la

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La escritura autobiográfica que me interesa renuncia, en cierto modo, a su condición de autobiografía para transformar las lecciones de anatomía, la vivisección del cuerpo, la introspección y la ingenua creencia de que uno –o una- es único y original, en lecciones de Historia y de Geografía. La literatura autobiográfica interesante corrige ese magma de prejuicios románticos y de creencias fantasmagóricas en el tamaño de la propia libertad.

Tal vez, por esa razón, la escritora mallorquina Llucia Ramis (1977), ganadora en 2010 del premio Josep Pla  por su novela Egosurfing, encabeza su último libro Todo lo que una tarde murió con las bicicletas (Libros del Asteroide) -el título es un verso de Pere Gimferrer- con una advertencia que, cada lector, como siempre, interpreta a su manera: “Esto no es una autobiografía”.

A partir de esa aseveración, el lector decide firmar un pacto especial con Llucia Ramis: creerla a pie juntillas, pensar que es una mentirosa, que se está protegiendo, que la autobiografía es siempre una forma de la ficción y la ficción, incluso esas ficciones en las que salen monstruos verdes que comen niños crudos, es una forma de la autobiografía. En este sentido, Lovecraft y desde luego Poe serían casi, casi, autores confesionales. ¿O es que acaso ustedes no recuerdan el bello poema dedicado a Annabel Lee? ¿No lo oyen, ahora, dentro del tímpano en la versión musical de Radio Futura?

Todo queda en casa

Todo lo que una tarde murió con las bicicletas entronca, en su aproximación al tema de la familia, con la tradición de grandes libros del mismo género como Léxico familiar de Natalia Ginzburg. El retrato de familia que congela Llucia Ramis está cuajado de personajes entrañables y odiosos en la misma proporción, personajes mestizos y políglotas. De algún modo pertenecen al mismo lado del mundo: la abuela que fuma y vota al PP; el abuelo que reparte a los visitantes de la casa entre distintas estancias por miedo a que las vigas no resistan; la abuela belga, la Jefa, que canta más alto que nadie en misa, trata a todos de tú y exige que a ella la traten de usted; la bella madre fascinante y los problemas que acarrea tener una bella madre fascinante en otra mujer, niña, adolescente y adulta que descabeza sus muñecas adoptando una posición que hace profundamente verosímil el relato.

Llucia Ramis resulta inesperadamente original, porque corrige la idea de que el recuerdo sea siempre y sin matices un modo de conocer

Porque la voz narrativa de esta historia se sitúa en caballo entre la timidez y el exhibicionismo; entre el miedo y la temeridad; la seguridad y la inseguridad enfermizas; la vergüenza ajena y el orgullo familiar; la reticencia y el amor; la violencia y la ternura; la soberbia y la humildad patológicas… Es decir, la voz habla desde la conciencia de la transformación y desde la posibilidad de sentir cariño con el corazón hacia cosas que se rechazan con la cabeza, pese a que resolver esa contradicción sin cierta dosis de angustia resulte complicado…

Todo esto produce en el lector un efecto de pura verdad asentado en la verosimilitud radical del punto de vista y en el encaje de los bolillos narrativos. La voz narrativa se vivifica a través del relato de un yo que siempre es el relato de los otros como en esas maravillosas Vidas minúsculas de Pierre Michon publicadas por Anagrama que, si ustedes no han leído aún, no se deberían perder.

La memoria como evasión

Sin embargo, pese a todo lo dicho, el mérito mayor de esta historia no está en el daguerrotipo familiar, sino en el hecho de que, como la mejor escritura autobiográfica –ésa a la que aparentemente Ramis renuncia desde la primera línea-, la memoria se reflexiona a sí misma como estrategia de conocimiento. En este punto Llucia Ramis resulta inesperadamente original, porque corrige la idea de que el recuerdo sea siempre y sin matices un modo de conocer.

La autora corrige el tópico epistemológico respecto a las funciones y el alcance de la memoria y ubica, tal vez con cierto cinismo, desencanto o sentido del humor, autobiografías y memorias entre los géneros de evasión. Indagar en el pasado es un procedimiento para no tener que pensar el presente. Indagar es una forma de olvidar. De olvidar las cosas importantes. Y aquí es donde el libro de Llucia Ramis se hace diferente de otros proyectos autobiográficos: la escritura se desencadena no desde el afán explícito de conocer, de ver, de corroborar o de aprender, sino como un modo elegiaco de constatación de la caída personal y la decadencia colectiva.

Las voces narrativas más interesantes son aquéllas a las que todos los tiros les salen por la culata

Porque la voz de Todo lo que una tarde murió con las bicicletas reconstruye el pasado familiar desde una faceta socioeconómica, cultural y política: propietarios de minas de zinc, militantes en el bando de los vencedores. En este territorio, Ramis comparte espacio y perspectiva con la Esther Tusquets de Habíamos ganado la guerra (Bruguera, 2007): burguesía que decae o se mantiene, hábitat natural, pecera o acuario de los escritores, el mundo habitualmente iluminado por la literatura de ficción y por la literatura autobiográfica –dos caras de una misma moneda-, porque los escritores y por supuesto las escritoras hablan de lo que conocen y su extracción social suele ser la que es. Salvo algunas excepciones más o menos gloriosas que confirman la regla.

También una novela de la crisis

Ramis no lleva a cabo su ejercicio de reconstrucción bajo la premisa de que cualquier tiempo pasado fue mejor. No lo lleva a cabo probablemente desde ninguna premisa. Al final al lector le queda el regusto de que este libro, como dice su autora, quizá no sea una autobiografía, sino una más de las posibles facetas en que van a manifestarse las narraciones de la crisis: la voz que comienza a escarbar en el pasado para no ver, la voz que comienza a muscular la fibra de la memoria, se revive a sí misma porque a los treinta años, cuando ha intentado hacerlo todo bien, ha de volver a casa, al útero, sin trabajo, sin pareja, sin expectativa de futuro. La emancipación se achica como concepto, se arruga, se convierte en un órgano retráctil, en una hipotrofia.

El peso del mundo, el contexto, la crisis, comienzan a dolernos a cada uno de nosotros con una inusitada crueldad. La arqueología y la restauración son los oficios a los que Llucia Ramis quería dedicarse cuando era pequeña; los recupera José Carlos Llop en un atinado y cariñoso prólogo donde también dice que Ramis representa el relevo de la tan llorada Monserrat Roig, de quien recordamos La hora violeta (Castalia), una espléndida novela feminista.

Quizá es que las voces narrativas más interesantes son aquéllas a las que todos los tiros les salen por la culata porque, pese al escepticismo de Ramis respecto a la memoria, arqueología y restauración terminan siendo las mejores herramientas para iluminar el mundo. Sobre todo el mundo presente: la decadencia, la crisis, la percepción del sinsentido, la ira que se siente al tener que volver a un cálido regazo familiar que nos recuerda la magnitud de nuestro fracaso. 

La escritura autobiográfica que me interesa renuncia, en cierto modo, a su condición de autobiografía para transformar las lecciones de anatomía, la vivisección del cuerpo, la introspección y la ingenua creencia de que uno –o una- es único y original, en lecciones de Historia y de Geografía. La literatura autobiográfica interesante corrige ese magma de prejuicios románticos y de creencias fantasmagóricas en el tamaño de la propia libertad.