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¡Miau, miau! Literatura que araña
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Marta Sanz

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¡Miau, miau! Literatura que araña

Asuntos gatunos, asuntos de peso como el conflicto con el otro, la confrontación, la necesidad de colaborar y la capacidad para aprender de los demás

Foto: Exposición internacional de gatos, en Neuhausen, Suiza, la semana pasada. (Efe)
Exposición internacional de gatos, en Neuhausen, Suiza, la semana pasada. (Efe)

Mucha gente sabe lo mucho que me gustan los gatos. A menudo he escrito sobre ellos porque estos animales forman parte de mi vida desde que yo tenía diecinueve o veinte años: mi primer gato fue Ulises, hijo de Conchi, atigrado, bello, gordo a lo Garfield, comedor de quesitos de La vaca que ríe, inteligentísimo y rabón; después llegó Melusina, rescatada por mí de lo alto de una cornisa, preñada, progenitora de los gatos hermanos que por derecho se pueden llamar “mis gatos” dado que estuvieron con mi marido y conmigo casi dos décadas: Miranda, mi gata con el posesivo MI en mayúsculas brillantes, un peluche arisco; Brumario, el gato gris, elegante, enfermo hepático; Simoneta, la gata guapa y un poco puta, inconstante, melosa.

Hoy, Cala, gata que canta, cautiva e indomeñable (¡incastrable!), me persigue y se acurruca junto a mí. Probablemente a causa de mi gatofilia, de mi absurda pasión por La gatomaquia, El gato con botas, La Gatoteca de Lavapiés (Argumosa, 28) y por el gato que está triste y azul, los editores de Lata de sal me mandan Gato rojo, gato azul, un precioso cuento escrito e ilustrado por Jenni Desmond, que se inspira en las gatas de tres colores: naranja, negro, blanco. Como Cala, Miranda y Simoneta.

Gato rojo, gato azul, Elizabeth Taylor y Krazy Kat

En el libro de Jenni Desmond sobresale la inteligente sencillez de sus imágenes. El colorido. El trazo ingenuo no tiene nada de inexperto y sintetiza una historia de amistad y de búsqueda de la identidad que podemos reconocer en muchos de los cuentos infantiles –o no tan infantiles- considerados clásicos: desde Alicia en el país de las maravillas o Peter Pan hasta El mago de Oz, El sastrecillo valiente o El Príncipe feliz de Oscar Wilde. Hay una excelente edición de los Cuentos completos de Wilde en la colección Austral de Espasa con introducción de Luis Antonio de Villena.

Las luchas de Gato Rojo y de Gato azul, sus competiciones y sus frustraciones, ese momento excelente –ágil, dinámica, divertida ilustración- en que los dos se amalgaman en una bola de colores que rueda escaleras abajo, van planteando por el camino asuntos de peso como el conflicto con el otro, la confrontación, la necesidad de colaborar y la capacidad para aprender de los demás, la aceptación de los propios límites –sin traumas ni complejos de niño emperador-, la especificidad y el valor de las propias habilidades. Gato azul es creativo e inteligente; Gato rojo es atlético.

El sexo comienza a insinuarse con la aparición de una gata amarilla que, como mi gata Cala, canta mientras levanta el rabo y exhibe su vulva ante los atónitos ojos de Gato rojo y de Gato azul. Los gatos y el sexo siempre han ido de la mano. ¿Quién no recuerda La gata sobre el tejado de zinc caliente de Tenesse Williams (Losada)?¿Quién no se acuerda de la adaptación cinematográfica de Richard Brooks, de Elizabeth Taylor, curvilínea y felina, tirándole los tejos a un impasible y homoerótico Paul Newman? ¿Quién ha olvidado de Krazy Kat (Krazy Kat: celebrando los domingos, en Norma editorial) las tiras de George Herriman, donde un gato-gata perseguía al objeto de su pasión amorosa, el ratón Ignacio, mientras él le lanzaba ladrillazos contra la cabeza? Las tiras de Herriman han sido llevadas al cine y reconvertidas en distintas series de dibujos animados…

Pero volviendo al ámbito estrictamente infantil –si es que tal cosa existe-, en el libro de Jenni Desmond, la utilización del animal como personaje que, al igual que en las fábulas, ilustra conductas humanas, es tremendamente respetuosa con la manera de ser, con las conductas y hábitos del propio animal. Frente a los animales de cuello duro de ciertas fabulas morales dieciochescas, Desmond dibuja a dos gatos que son fundamentalmente eso: dos gatos.

La idiosincrasia felina se logra a través del movimiento y la gestualidad de unas estupendas ilustraciones. Ni refitoladas ni cursis. Llenas de una expresividad que, por sí sola, logra la imprescindible sensibilización hacia el mundo los animales. Estoy harta de ver galgos ahorcados. Chuchos abandonados en las cunetas. Gatos que buscan calor en el motor de los coches y mueren triturados cuando el conductor gira la llave en el contacto. Concejales del PP que se hacen fotos con hatos de gatos de muertos: los triunfos de sus cacerías nocturnas.

En Gato rojo, gato azul Jenni Desmond nos propone que busquemos a los cincuenta y seis ratoncillos que se ocultan por las esquinas de sus ilustraciones: yo ya voy por cuarenta y uno.

Sopas de letras

La colección graphica de la joven editorial papelesmínimos se estrena con 33 dibujos/drawings (1986-1987), selección de dibujos de LPO, Luis Pérez Órtiz, uno de los ilustradores-dibujantes-filósofos más raros e imprescindibles de nuestro país. Junto con El roto. Junto con los urogallos, los ornitorrincos, los unicornios azules y otras faunas subversivas. Felipe Hernández Cava, en sus palabras preliminares, nos deja entrever que la búsqueda de cierto tipo de conocimiento, así como una incisiva capacidad para visibilizar no el envés de las cosas, no los mundos dados la vuelta, sino las cosas en sí son dos características definitorias de la propuesta de LPO.

Como si a través de una particular retórica de la imagen, LPO fuese desencadenando epifanías, sorpresas que resultan mucho más sorprendentes cuando entendemos que eso que acabamos de ver ya estaba ahí y nosotros, los espectadores, nos caemos del guindo. O a lo mejor es que andábamos por la calle con los ojitos cerrados. Esta última posibilidad me trae a la memoria uno de los principios que alimentan el proyecto del escritor gallego Alberto Lema: en las antípodas del prejuicio romántico sobre la trascendencia de lo invisible, se trataría de hacer visibles las cosas ya visibles. Un propósito que Lema consigue sobradamente en su novela Una puta recorre Europa publicada en Caballo de Troya hace ya algunos años.

Los dibujos de LPO a veces piden una traducción simultánea: desde la visión de la imagen a la verbalización de la frase que la resume o describe. Así sucede con la imagen 1 donde vemos a un cura que lame un helado. Un cura lame un helado. Un cura lame. Un cura. Las reducciones sucesivas de la oración nos llevan desde la cotidianidad más o menos excéntrica (un cura lame un helado) hasta el oxímoron moral (un cura lame) y, por fin, hasta el concepto (un cura): todos se concentra simultáneamente en la única visión del fragmento de la realidad posible seleccionado por LPO. Algo parecido sucede con el dibujo 11: una mujer posiblemente ciega lleva en un carricoche a un cuervo muy bien arropadito. El lector/espectador se pregunta: “¿Habrá sido el cuervo quien le ha sacado a mamá los ojos?” La paráfrasis de la imagen, su traducción a un lenguaje verbal, ahonda en su interpretación. La hace inteligible.

En otros dibujos funcionan otro tipo de operadores: por ejemplo, el humor a lo Miguel Gila en la imagen de un militar que se cuadra mientras escucha un mensaje telefónico. Aunque nadie lo vea: el artista consigue sintetizar la risa con el miedo, dibuja el fanatismo y nos hace pensar que quizá Dios exista o puede que las paredes tengan ojos. Otras veces, LPO utiliza como operador la estrategia del desplazamiento (en el dibujo 23, Adán y Eva se cubren el rostro con la hoja de parra mientras dejan al aire sus no-vergüenzas o des-vergüenzas); la de la hipérbole (el peso descomunal de un hipertrófico dedo acusador en el dibujo 20); o la descontextualización aparente como sucede con ese antidisturbios cuya porra es una verga flácida que se vigorizará en el momento de entrar en acción. Sexo y violencia. Poder, represión, patriarcado.

Con todo, les confieso que mis imágenes preferidas son la 4 y la 24: en la primera un hombre que pasea observa de refilón al hombre en miniatura que lleva encima del hombro. El hombre en miniatura es él mismo con malas pulgas: un enano con cara de pocos amigos; en la 24, el ser humano auténtico es la representación del ser humano impresa en una señal de tráfico: los que andamos por la calle somos icono, abstracción, esquema. Los dibujos de LPO no son ocurrencias más o menos ingeniosas. No son actualizaciones del naíf.

La potencia de sus trazos oscuros es la expresión de un concepto. LPO es un conceptista que señala las contradicciones, absurdos y desajustes del orden establecido (el contable o el abogado que rubrica los contratos, en lugar de un lápiz, lleva una pistola detrás de la oreja), y a diferencia de ese hombre que dice que no sabe mientras su sombra lo señala con el dedo, el artista LPO no se lava las manos. Es muy posible que, con esa actitud, se ahorre un montón de problemas de conciencia.

Y de postre dos Frankensteins…

La versión ilustrada por Lynd Ward del clásico de Mary W. Shelley es delicadísima en la misma medida que siniestra –es decir, se clava, llega, hace daño- y culmina con un excelente epílogo de Joyce Carol Oates. En Sexto piso ilustrado. También les recomiendo la edición de Nórdica con ilustraciones de Elena Odriozola. En el lapso entre el que un telón sube y vuelve a bajar, la ilustradora de San Sebastián, casi en tinieblas, decanta la esencia romántica y revulsiva, las fantasmagorías y la soberbia de quien, como un nuevo Prometeo, quiso robarles otra vez el fuego a los dioses vivificando la materia muerta.

De la obra de Mary Shelley todo lo que se diga siempre sabrá a poco. Polisémica, polimórfica y modernísima.

Mucha gente sabe lo mucho que me gustan los gatos. A menudo he escrito sobre ellos porque estos animales forman parte de mi vida desde que yo tenía diecinueve o veinte años: mi primer gato fue Ulises, hijo de Conchi, atigrado, bello, gordo a lo Garfield, comedor de quesitos de La vaca que ríe, inteligentísimo y rabón; después llegó Melusina, rescatada por mí de lo alto de una cornisa, preñada, progenitora de los gatos hermanos que por derecho se pueden llamar “mis gatos” dado que estuvieron con mi marido y conmigo casi dos décadas: Miranda, mi gata con el posesivo MI en mayúsculas brillantes, un peluche arisco; Brumario, el gato gris, elegante, enfermo hepático; Simoneta, la gata guapa y un poco puta, inconstante, melosa.

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