Biblioteca Pública
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El erotismo como una de las bellas artes
Sexualidad, erotismo y batalla. Novedades editoriales en torno al amor y sus luchas
En el amor, el erotismo y la sexualidad subyace la violencia. Luchas y dominaciones que se relacionan metafóricamente con los procesos de educación y con la dinámica maestro-discípulo. En las prácticas eróticas hay algo educativo y en la educación no se puede obviar un soterrado componente sexual. Sucede en los ritos iniciáticos de los clásicos de la pornografía: Justine (Cátedra) y La filosofía del tocador (Península) del Marqués de Sade o en Damas de calidad (Baal) de Crébillon. Ocurre algo similar en los textos de los que vamos a hablar hoy: dos son obra de sendas autoras francesas (Pozzi, Serre) y uno de dos españoles (Molina Foix, Cremades) que reconstruyen la historia de un amor contrapunteando dos voces y cuatro manos.
Catherine y Paul
Catherine Pozzi mantuvo una relación sentimental con Paul Valéry durante ocho años. Agnès (Periférica) es el texto autobiográfico en el que el vínculo con el amante se coloca en paralelo a la búsqueda de Dios. El lado erótico de la escalera mística se llena de sentido del humor en el texto de Pozzi.
Bajo la sonrisa, el lirismo y cierta vocación hermética hay una amargura que subraya el desnivel entre el amado y la amante: “Querido, querido:/ Tienes algunos años más que yo, probablemente. Ya estás maduro. Cuando te conozca conoceré a una persona perfectamente formada, que ha hecho muchas veces su voluntad, que ha satisfecho muchas veces su curiosidad; en cambio, yo, yo todavía no tengo una forma definida”.
Agnès se prepara para ser digna de un amor. Se forma. Estudia álgebra, religión y psicología para perfeccionar su alma y su espíritu; practica deportes para definir su cuerpo. El camino del aprendizaje y la preparación del amor resultan desoladores: revelan una desventaja que tiene que ver con la juventud y la condición de mujer como carencia. Pozzi, escritora subterránea de la literatura francesa en los albores del siglo XX, amiga de Colette y de Rilke lo resume en una frase: “Aprendía cosas porque pensaba que era fea”.
Vicente y Luis
En El invitado amargo (Anagrama), Vicente Molina Foix y Luis Cremades llevan a cabo un ejercicio de escritura a cuatro manos perfectamente sincronizadas. Como las nadadoras olímpicas. La reconstrucción del amor a partir del pentimento de unas cartas, les permite ofrecer un daguerrotipo de época: los años ochenta y su descubrimiento, posmoderno y a ratos promiscuo, de sexualidades polivalentes. O no tanto.
Otro género autobiográfico, un diario ficticio, sirve de base a Julie Maroh para su cómic El azul es un color cálido (Dib-buks), en el que se basa la La vida de Adéle de Abdellatif Kechiche. El relato de la construcción de una sexualidad homosexual y de un amor donde se reproducen esquemas propios de la violencia intrínseca a la educación –uno de los amantes es el mentor del otro en un nuevo mundo- hermanan estas dos historias. Otro día nos detendremos con calma en Maroh y en Kechiche.
Las voces de Cremades y de Molina Foix se acoplan en el relato de los acontecimientos y también en el tono, revelando una forma del éxito comunicativo: la relación sentimental entre los escritores se trunca, pero hay una relación literaria, un proceso de enseñanza-aprendizaje que da sus frutos. En esa tensión a veces late la pregunta sobre quién es el maestro, quién enseña a quién el qué en cada instante. La soberbia del joven frente a la del experimentado. No hay mimetismo, pero sí la asunción de un código común: una manera compartida de entender la literatura en su relación con la vida y con el elemento autobiográfico.
La literatura es rabito de pasa para no perder la memoria y poner orden. El contrapunto de voces –el solapamiento– nos invita a un recorrido por el desencuentro y la reconciliación, la tergiversación de las interpretaciones ajenas o, lo que es peor, el perfecto y terrible entendimiento de las palabras del otro. Tal vez, la idea misma de este libro sea un modo de tender la mano desde cierta serenidad crispada.
Cada voz narrativa traza su autorretrato y el retrato del otro. Ni retrato ni autorretrato tendrían sentido sin el fresco de época que los enmarca. Se establece un juego desigual entre el objeto y el sujeto del deseo y de la narración sin estilizaciones favorecedoras: a ratos el carácter seco, la debilidad, el impulso de autoafirmación de Cremades son irritantes; lo mismo que la arbitrariedad, los celos o la gárrula extraversión de Molina Foix.
Ambos como autores de sí mismos saben del efecto que pueden producir y esa falta de autocompasión es un rasgo de intrepidez: se pintan desnudos, conscientes de la necesidad de un espejo, pero sin exaltación narcisista. Se establece una dialéctica erótica marcada por la diferencia de edad, la diferencia de valor en campo cultural y por la urgencia del amante más joven de construirse como ser autónomo frente al mentor.
En la diferencia –sexual, generacional, racial, de clase o casta- descansan los relatos literarios del amor y esas diferencias convierten las historias en conmovedoras o salaces. Pero esas mismas diferencias bloquean la felicidad en la vida cotidiana. El amor en sintonía, ajeno a la fricción, provoca el aburrimiento en esas ficciones que, a su vez, forman parte del imaginario sentimental que aplicamos a la vivencia de las historias verdaderas. A lo mejor por eso somos desgraciados: ésa puede ser una de las lecciones de este libro que aparentemente no pretende aleccionar. Pero ilustra. Levanta acta de un amor y de un periodo de la historia de nuestro país.
La lectura es trepidante tanto por la pericia narrativa, como por el hecho de que no se ahorra ni el detalle escabroso ni el nombre y apellido. Cremades resume un encuentro sexual con Luis Antonio de Villena. "… me dio pena el cuerpo lechoso y sin vida, una gelatina con demasiado espesante que sufría breves espasmos a mi lado".
La literatura no parece un espacio para hacer amigos ni suele nacer de los mejores sentimientos. La venganza sanadora, la palabra como purgación del abandono o el recuerdo malo disparan el hecho literario. Aleixandre, Azúa, Javier Marías, Lourdes Ortiz, Juan Benet, Emma Cohen, Rosa Regás, Umbral, Savater, Leopoldo Alas desfilan por las páginas de El invitado amargo con la misma naturalidad –o la misma impostura- con la que desfilaron por la vida de Molina Foix y Cremades. Algunos de los citados no comparten los recuerdos de los autores de El invitado amargo. Discrepan abiertamente de la versión de sus vidas que se ofrece en el libro. En este periodo de euforia también hizo acto de presencia el invitado amargo de la enfermedad.
El amor como lucha. Ejercicio de autoafirmación y de pérdida del yo. Entrega y racanería. Narcisismo y solidaridad. Tejer y destejer. Fusión de extremos...
A la felicidad de que estos dos hombres se sigan queriendo y respetando pese a todo, se une la idea del amor como lucha, continuo medirse de dos identidades, acto de sometimiento, práctica violenta. Ejercicio de autoafirmación y de pérdida del yo. Entrega y racanería. Narcisismo y solidaridad. Tejer y destejer. Fusión de extremos. Queda en el aire la pregunta de si la admiración forma parte del amor o si admirar es siempre un modo de competir: si los que aman están condenados a ser discípulos o pigmaliones.
Al acabar la lectura, siento la tentación de subrayar las diferencias entre los amores homosexuales y los heterosexuales, pero me doy cuenta de que la verdadera diferencia tiene que ver con la condición letraherida del amor: ésa es la que multiplica la susceptibilidad, hiperestesia o retorcimiento –retórico y existencial- de los amantes. Al buscar una especificidad para el epentismo del que habla Molina Foix evocando el eufemismo de la catacumba, el homoerotismo subterráneo y elitista de la generación del 27, me doy cuenta de que tanto en las relaciones homosexuales como en las heterosexuales son idénticos la mezquindad y la generosidad profesadas, los modos de querer. Y de destruir, si es necesario.
Anne y toda su familia
¡Ponte, mesita! (Anagrama) de Anne Serre es un texto inteligentísimo lleno de filos y puntas. Danzas y contradanzas. Falsas interpretaciones. Después de leerlo, podemos pensar que Serre es una moralista que nos engaña poniéndonos en los labios la miel de lo prohibido, o una moralista muy honesta que nos invita a una sinceridad radical más allá de lo epatante o lo epidérmicamente transgresor.
La autora no desarrolla una ética de la crueldad o una moral alternativa, sino que con la sutileza simbólica de los cuentos infantiles habla de la normalización del abuso
Creo que la propuesta de Serre es que existen convenciones culturales, fórmulas de la civilización y límites que conviene respetar. De hecho, yo colocaría a Serre en la antípoda perfecta de Bataille y de su Historia del ojo (Tusquets, La sonrisa vertical). Porque la autora no desarrolla una ética de la crueldad o una moral alternativa, sino que con la sutileza simbólica de los cuentos infantiles habla de la normalización del abuso en el seno de la familia y cómo esa experiencia se convierte en deseo por parte de los niños abusados. En la edad adulta, con la muerte de los padres y la fractura del cascarón endogámico, llega una iluminación terrible. La necesidad de repensar lo vivido y corregir la propia escala de valores.
A la manera de los libertinos dieciochescos o de Luisgé Martín en La mujer de sombra (Anagrama), Serre cuenta el cuento de tres niñas que son felices mientras papá las penetra con brutalidad en el despacho y mamá les suplica que laman su vulva chorreante. La narradora de la historia se empeña en recalcar que esa anomalía no es el comienzo de un trastorno: en ese empeño el lector se formula preguntas sobre la normalidad y los límites, sobre el origen de la moral en la biología y la antropología, sobre cómo el tabú se asienta en el miedo a las malformaciones y en la necesidad de perpetuar la especie. Sin embargo, las epifanías de la narradora adulta colocan esa infancia de sexualidad hipertrofiada en un lugar traumático. Por mucho que el sexo nos dé unas fuerzas inmensas y despierte la curiosidad.
Por otra parte, el cuento de hadas, como género, implica una dimensión educativa que lo es a través de la fabulación y la metáfora: la literatura aparece como proyección del sexo y el sexo como proyección de la literatura. El último párrafo del libro me recuerda a las últimas palabras de Jep Gambardela en La gran belleza (2013) de Paolo Sorrentino. Vida, cuerpo, dolor, muerte, arte y literatura. Como si nadie pudiera escapar de un lenguaje que no sirve para nada y al mismo tiempo es fundamental: el arte y la literatura no se oponen a la vida, sino que la engrandecen. Para lo bueno y para lo malo. Para la narradora de ¡Ponte, mesita! escribir historias es el único modo de salvarse: la escritura se presenta como extraversión, catarsis, conjuro contra los demonios y los fantasmas a los que nos negamos a llamar por su nombre, verbalización salutífera de lo innombrable. La literatura es un proceso de comunicación sensual que precisa de receptores como Serge, personaje que encarna la necesidad de tener a alguien a quien mentir. Al final, como en muchos libros franceses, también en éste, todos los asuntos se relacionan con el cuerpo y el lenguaje. Combinados a partir de la lista completa de las preposiciones.
En el amor, el erotismo y la sexualidad subyace la violencia. Luchas y dominaciones que se relacionan metafóricamente con los procesos de educación y con la dinámica maestro-discípulo. En las prácticas eróticas hay algo educativo y en la educación no se puede obviar un soterrado componente sexual. Sucede en los ritos iniciáticos de los clásicos de la pornografía: Justine (Cátedra) y La filosofía del tocador (Península) del Marqués de Sade o en Damas de calidad (Baal) de Crébillon. Ocurre algo similar en los textos de los que vamos a hablar hoy: dos son obra de sendas autoras francesas (Pozzi, Serre) y uno de dos españoles (Molina Foix, Cremades) que reconstruyen la historia de un amor contrapunteando dos voces y cuatro manos.