Es noticia
Reflexión con jijunas
  1. Cultura
  2. El Cultiberio
Incitatus

El Cultiberio

Por

Reflexión con jijunas

El idioma castellano, que tiene mil años de buena salud gracias a decenas de generaciones de hablantes, dispone (dicen los filólogos) de un número de expresiones

El idioma castellano, que tiene mil años de buena salud gracias a decenas de generaciones de hablantes, dispone (dicen los filólogos) de un número de expresiones insultantes, ofensivas, soeces y escatológicas muy superior al que pueda tener cualquier otro idioma en el mundo. La segunda lengua en acumulación de improperios es, parece ser, el ruso, pero a gran distancia del español. Después vienen idiomas de uso internacional, industrial-financiero, económico y, por lo tanto, más bien cortés, como el inglés y, mucho más recientemente, el chino.

Me pregunto cómo se dirá “hijo de la gran puta” en chino. No lo sé. Seguramente no existe ninguna expresión parecida. Quizá porque a los chinos no se les haya pasado por la cabeza que el simple y jamás buscado hecho de ser vástago de una meretriz lo convierte a uno en reo de las peores pedradas, ahora verbales y en otro tiempo físicas (en la España de los Austrias, no en China, desde luego), pero la verdad es que, en días como estos, lo que piensen los chinos da bastante lo mismo: la locución “hijo de la gran puta” tiene, en nuestra lengua, un sentido preciso, clarísimo y que todo el mundo entiende. El sabio Delfín Carbonell recoge esa expresión en la página 358 de su Diccionario Sohez y le atribuye un significado que cualquier ciudadano español, a fecha de hoy, tacharía de débil, pobre, tímida e inexacta: “Persona muy indeseable”.

¿Sólo eso, don Delfín? ¿“Muy indeseable”? No, hombre, no. Yo espero que en la próxima edición de su espléndido diccionario se incluya la espléndida variante peruana de esa expresión: “jijunagranputa”, o, por apócope, “jijuna”, que quiere decir mucho más. Un jijunagranputa no es sólo una persona muy indeseable. Es lo más rastrero, lo más canalla y traidor, lo más miserable, abyecto, ruin y asqueroso, lo más maloliente y cutre de la sociedad. Un “jijuna” (hable usted, don Delfín, con Vargas Llosa, Santiago Roncagliolo, Bryce Echenique o Jaime Bayly, que todos han usado el término) es un tipo irrecuperable por lo malnacido, lo mendaz y lo malvado que es, pero también sucede que, al verlo, da inmediato y espontáneo asco. Es escoria. Es lo peor, lo más bajo. Llamarle “güey” a un mexicano, o “boludo” a un argentino, puede colocarte en situaciones algo difíciles si estás solo y en la calle, pero decirle jijunagranputa a la cara a un peruano es peligroso, es bastante peor que decirle “conchatumadre”. Porque ese epíteto, “jijuna”, lo describe todo: una acción concreta miserable pero que cabía esperar en un tipo así, que no sabe comportarse de otro modo; un encanallamiento, pues, habitual y cotidiano, diríase consuetudinario; y, por último, en los casos más agudos de la descripción (reconozco que no en todos), un aspecto, la verdad, repugnante.

Un jijuna es, pues, algo mucho más repulsivo que un castellano “hijo de la gran puta”. La expresión hispana conserva, creo yo, un átomo de nobleza (¡un átomo siquiera!) en comparación con el terrorífico venablo latinoamericano, que sitúa al destinatario no ya a la altura de los cerdos, que al fin y al cabo son animales abnegados, sino de aquello que los cerdos expelen por conducto anal.

La mafia vasca, a la que los periodistas seguimos llamando, como por costumbre, “organización terrorista” o “banda armada” u “organización separatista” (es el término habitual en la prensa británica), o “banda terrorista” en el mejor de los casos, pero que no es ni será nunca otra cosa más que una mafia, ha irrumpido en la campaña electoral (la ceremonia más disparatada pero más tradicional de todas las democracias) asesinando a un militante del partido socialista. Es su manera de decir que están ahí. No tienen otra. No saben hacerlo de otro modo.

Están agujereados hasta los tuétanos, infiltrados por la Policía como nunca antes lo han estado: van más de dos docenas de veces, desde que rompieron la última y, como siempre, engañosa “tregua” (en la que creyó y confió Zapatero), el 30 de diciembre de 2006 en la T-4 de Barajas, en que los agentes los detienen tranquila y sosegadamente a la puerta de sus casas cuando salen por la mañana para robar o para matar. Por primera vez desde que los mafiosos comenzaron con esta milonga de las “treguas”, el Gobierno se sentó a hablar, sí, como era su obligación y como se hizo en todas las ocasiones anteriores y con muy diversos gobiernos, pero en esta ocasión no descuidó un milímetro (todo lo contrario) la vigilancia y la infiltración en la mafia. Y eso a los españoles nos ha resultado utilísimo, porque ese ratoneo, al Gobierno, le ha salido bien casi todas las veces.

Sin embargo, matar es fácil. Muy fácil. Un tipo cualquiera, un jijuna cualquiera, sale de su casa de buena mañana, busca (lo tiene ya buscado) a alguien que no tiene significación política actual, ni escolta, ni Cristo que lo fundó, porque no hay motivos para que tenga nada de eso, y le descerraja cinco tiros. Luego se hace humo. Es lo que ha pasado con Isaías Carrasco, asesinado en el pueblo de Arrasate. La mafia vasca va a lo más fácil: mata a un desprevenido cobrador de autopista que les sirve… ¿de qué?

Con el asesinato de este chaval, al que mataron delante de su mujer y de su hija, intervinieron miserable, sucia, cutremente en la campaña electoral y lograron, eso sí, ¡salir por la tele, que suspendieran los mítines! ¡Guau! ¡Qué éxito! ¡Debió de correr el calimocho en sus tabernonas!

Pero también lograron definirse, con toda exactitud, como lo que son: no “hijos de la gran puta”, que eso tiene, al menos semánticamente, cierta defensa, sino “jijunagranputas”, a la peruana y con el mal olor a ingle, a sobacazo, a halitosis y a ignorancia que eso conlleva. Unos cabestros iletrados de los que todo el mundo está, y ustedes perdonen la expresión, hasta los mismísimos cojones, tanto en el País Vasco como en el resto de España. Nacionalistas y no nacionalistas. Eso ya da igual. Hasta los mismísimos.

¿Qué más logran? ¿Cambiaron de sentido un solo voto? Ni de uno, desde luego. Ni para eso valen, coño, ni para entender que el sentido de los votos se puede cambiar con razones, con argumentos, ¡hasta con mentiras y demagogias!, pero jamás matando a un chaval en una autopista. Claro que eso les da igual: ¿desde cuándo la mafia ha creído en la democracia y en la voluntad popular? Jamás. Esas bellas palabras las dejan para sus asalariados “políticos” que llevan años, con la mayor desvergüenza, reclamando “democracia” (ahora están entre rejas, como es de justicia) mientras sus jefes, los jijunas “Korleone” de caserío y txapela y moscas, hacen lo que pueden por matar a la gente, y casi nunca les sale, pero a veces sí, y así han asesinado a Isaías.

¿Por qué? Porque es su medio de vida. No tienen otro. ETA es, desde hace mucho tiempo, la industria del miedo. Es, en realidad, una empresa, pero una empresa macabra... y muy mal gestionada. Parece mentira porque en el País Vasco pagaba todo el mundo el impuesto a la mafia, desde el cachondo cocinero televisivo hasta la kioskera, hasta el chino del “todocién”, y eso me consta porque lo he visto. Pero les va mal, cada vez peor. Con el feroz acoso del Gobierno, con la inflexibilidad de Francia y con el absoluto hartazgo de la población a la que dicen “defender”, tienen graves problemas de liquidez, van pillados para pagar las nóminas. Y sobre todo hace mucho que no se les ve, no hacen nada más que el ridículo: meses y meses llevamos en los que no se oye más que hablar de decenas de etarras detenidos cuando iban cándidamente, un suponer, a comprar yogures al carrefur. Y los muy gilipollas es que ni se resisten. Vaya héroes del Pueblo Oprimido…

Están jodidos y bien jodidos. Y precisamente por eso han matado a Isaías. En realidad ese muchacho ha muerto, según los planteamientos de la mafia etarra, por una cuestión de márketing: se trata de seguir fingiendo que siguen bien para que el negocio, tan menguado últimamente, se recupere. También tratan de enviar un mensaje (teñido de sangre, pero ese es el idioma habitual) a sus cientos de presos, y esa es otra. Porque la inmensa mayoría de los presos de la mafia de ETA, que llevan muchos años entre rejas y lo que te rondaré morena, están hasta los mismísimos huevos de esa partida de inútiles, de incompetentes, de analfabetos atalibanados que siguen emperrados en que matar gente es el camino hacia la liberación de no se sabe ya qué, porque hasta al más obtuso se le ocurre que no hay nada que liberar cuando los presuntos “liberables” no quieren ser liberados a base de muertes.

Igual lo que sucede es que muchos presos de la mafia se dedican a estudiar. Algunos, digo yo, en serio, no con aprobados obtenidos bajo amenazas de muerte a los catedráticos de la, por ese motivo, desprestigiadísima universidad del País Vasco. Y los que estudien, claro, tendrán forzosamente que leer. Oh, Dios mío, ¡tendrán que leer! Cuando, a pesar de la falta de costumbre, las Luces empiecen a entrar en su bien amura-llada mollera, las cosas irán cambiando. No puede ser de otro modo. Y a base de estudiar Química, o Geología, quién sabe si Derecho (eso sería una bendición) o a lo mejor hasta Humanidades (no se atreve este caballo a esperar tamaña maravilla: un etarra leyendo a Erasmo, a Nietzsche, a Kierkegaard, ¡aunque sólo fuera a Santo Tomás!, o esforzándose por desentrañar a Baruch Spinoza, ¿se imaginan? ¿¿De verdad se lo ima-ginan??), las mentes tendrían que ir, forzosamente, evolucionando hasta los parámetros normales de un ser humano. Y más aún: de un ser humano culto.

Sé que estoy haciendo el cuento de la lechera. No se enfaden conmigo por eso: trato de mantener un débil viento de esperanza. Sé qué todas las dictaduras de la historia han aplaudido con fervor aquella frase atroz que nada menos que el claustro de la uni-versidad de Cervera dedicó al jijuna de Fernando VII: “Lejos de nosotros la funesta manía de pensar”. Y ETA es, como todas las mafias que en el mundo han existido, una dictadura. Ya lo sé. Pero creo sinceramente que, a pesar del cadáver de Isaías Carrasco; a pesar de tanto cerrilismo acumulado durante décadas de catecismo sabinoaránico, de tanta ignorancia, de tanta burricie; a pesar de que una acémila como De Juana Chaos (comparada con el cual Belén Esteban sería clamorosa candidata a un sillón en la Real Academia), haya pasado por un líder intelectual de la “banda”; a pesar de tanta estulticia, de tanta indigencia cultural y mental, de tanto catetismo y de tanto adoctrinamiento en la idea bestial de que matar a alguien está bien para defender no se sabe qué derechos de no se sabe bien quién, aún es posible salvar a esa gente. O a algunos.

Ser un hijo de la gran puta está muy mal. Pero ser un “jijunagranputa” es mil veces peor. Y yo creo que los asesinos de Isaías están mucho más cerca del segundo término que del primero.

Pero también creo que nada es irreversible. Si la Luz pudo derribar a Pablo de Tarso en su camino hacia Damasco (lo del caballo, tan bonito, es falso); si la Luz de la Democracia logró entrar, hace tres décadas y media, en la pétrea mollera de Manuel Fraga, es que todo puede ser.

Es posible, pues (aunque nada fácil), dejar de ser un jijunagranputa.

Soñemos.

El idioma castellano, que tiene mil años de buena salud gracias a decenas de generaciones de hablantes, dispone (dicen los filólogos) de un número de expresiones insultantes, ofensivas, soeces y escatológicas muy superior al que pueda tener cualquier otro idioma en el mundo. La segunda lengua en acumulación de improperios es, parece ser, el ruso, pero a gran distancia del español. Después vienen idiomas de uso internacional, industrial-financiero, económico y, por lo tanto, más bien cortés, como el inglés y, mucho más recientemente, el chino.