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¡Guapo tú!

Es tremendo esto, voy a la presentación de un libro que protagoniza el presidente Zapatero y termino acordándome de Aznar. Yo no sé qué pasa, debe

Es tremendo esto, voy a la presentación de un libro que protagoniza el presidente Zapatero y termino acordándome de Aznar. Yo no sé qué pasa, debe de ser este mayo tremendo en el que no hace más que llover en catalán, aunque algunos catalanes digan que en realidad no llueve y que la salvación del alma nacional está en cierta tubería.

Verán. Hace ya unos cuantos años, nueve o diez, el director del periódico en que yo trabajaba entonces tuvo la santa ocurrencia de hacer que Inci siguiese a Aznar por las cuatro esquinas de España, en cierta campaña electoral. Yo me pegaba unas palizas espantosas de conducir (aquel Citroën AX destartalado que escupía tornillos por el tubo de escape); hoy en Vitoria, mañana en Sevilla, pasado en Badajoz, al otro en Valencia o en La Coruña o donde Cristo dio las tres voces. Iba a todos los mítines, tomaba notas y luego, desde el hotel, enviaba mi artículo. El asunto se titulaba “Champaña electoral” y yo me lo pasé bien durante los dos o tres primeros viajes, justo hasta que me di cuenta de que estaba asistiendo a una monumental obra de teatro en la que el actor protagonista recitaba un guión cuidadosamente aprendido, siempre el mismo, y que sólo muy de cuando en cuando se arriesgaba a meter alguna “morcilla” en el texto. Muy rara vez.

Siempre sucedía, por ejemplo, que Aznar llegaba a un estadio, a una plaza de toros o a cualquier otro lugar previamente dispuesto, abarrotado de gente, y, después de que actuasen los teloneros locales, salía él. Esa sonrisa suya de los buenos viejos tiempos, antes de que perdiera la chaveta. La ovación inenarrable, con miles de personas puestas en pie, y él que estiraba los brazos, premeditadamente feliz. En esto brotaba de entre el público una voz femenina, potente, metálica, que gritaba: “¡Guapooo!” Y Aznar, como el rayo: “¡Guapa tú!” Y a renglón seguido dedicaba unos entrañables segundos a glosar lo guapas que eran las mujeres de aquel lugar, daba lo mismo el que fuera. Risas. Luego empezaba el discurso.

Yo me di cuenta de que todo era teatro, y me convencí de que aquella voz que le llamaba “guapo” era siempre la misma voz, en Talavera de la Reina, cuando Loyola de Palacio (que gloria haya) llegó con el tiempo justo a la plaza de toros, y Aznar ya había salido al escenario, y ella, toda nerviosa, dijo a los de la organización, sin caer en la cuenta de que allí delante estábamos otras personas: “Caramba, llego por los pelos… Oye, ¿ya ha dicho lo de ‘guapa tú’?”

Bien, de esa anécdota me acordaba anoche en el garaje de la Casa de América de Madrid (veo que Miguel Barroso ha hecho decorar el espacio y ya casi no parece un garaje) cuando tuvo lugar la presentación del libro La línea del horizonte, que ha escrito el juez Baltasar Garzón. Lo excepcional del asunto es que el libro lo presentaba el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, lo cual arrastró hacia el remozado sótano a muchas cabezas que pasan por ilustres, unas con razón y otras sin ella. Allí estaban, los primeritos, el juez Bermúdez y su esposa, la periodista Elisa Beni; allí se presentó, no puedo adivinar por qué, el presidente del Real Madrid, Ramón Calderón, y también el del Banco Santander, Emilio Botín; había algunos magistrados de la Audiencia Nacional (no muchos, la verdad); estaba Trinidad Jiménez en primera fila; el ministro Moratinos; el presidente del Congreso, José Bono; Margarita Robles, que ahora mismo no sé en qué trabaja pero que allí estaba; y, entre los periodistas, mucho de lo mejor: Ernesto Ekaizer, la sabia Alejandrina Gómez, Luis del Olmo y, entre muchos más, Vicente Romero, un hombre que cada día que pasa se parece más al actor Finlay Currie cuando interpretó a San Pedro en la película Quo vadis, de Mervyn LeRoy. Había otros que no estaban, también eso es verdad. Eché de menos a Pedro José, que esta temporada no recuerdo cómo se lleva con Garzón, si bien o mal o mediopensionista, y a Rigoletto Jiménez Losantos, que estaría el pobre ensayando, digo yo, su famosísima escena del tercer acto, cuando el pérfido bufón dice aquello de “Ah! Voi tutti a me contro venite! Tutti contro me!”, mientras los cortesanos que le han utilizado y jaleado, pero que le odian casi tanto como le temen (Doña Cuaresma Aguirre, Zaplana, Acebes, por ahí), le dan la espalda, desdeñosos. La injuriada y agraviada Gilda, o sea Gallardón, tampoco estuvo.

Pero basta de Ópera contemporánea, volvamos al dúo protagonista. El libro de Garzón está bien. Estaría mejor si el juez fuese capaz de espantar de su cocina literaria esa sintaxis invadida por el sabor de los ajos judiciales, que anulan cualquier otro gusto, pero tengo por cierto que eso es demasiado pedir a cualquier letrado que se ponga a escribir cualquier otra cosa que no sean autos. Se trata de un florilegio de historias, reflejos de conversaciones, monólogos y “reflexiones” que Garzón pergeñó básicamente durante su estancia en Estados Unidos, aunque las últimas son de hace apenas semanas. Algo que recuerda un poco a Mis almuerzos con gente importante, de José María Pemán, pero trasplantados al siglo XXI.

El caso es que se sientan allí, en el escenario, los tres: Zapatero, Garzón y un señor italiano de la editorial, que es Random-House Mondadori, y comienza algo muy parecido al famoso Minuetto de Luigi Boccherini. El presidente abre el baile: dice que el libro viene a ser la maravilla de las maravillas y ornamenta al juez con flores tales que aquello parecía la Rosaleda de El Retiro. Una obra, dice, escrita en la madurez intelectual de su autor; páginas emotivas e intensas contra la impunidad de los dictadores; es el libro de un jurista de los Derechos Humanos (esto lo repitió cuatro veces); uno de los jueces que más ha combatido en el mundo contra el terrorismo; un hombre cosmopolita e internacional; un luchador por el Estado de Derecho de aroma kennedyano… Y termina alabando la Corte Penal Internacional. Oigan, ¡qué bonito!

Garzón, que le mira sin pestañear (y sin ponerse colorado), responde: “¡Guapo tú!”, o sea, ensalza las palabras del presidente sobre la antedicha Corte, se hace natillas sobre las ideas tan claras que tiene y ha tenido siempre Zapatero sobre la guerra de Iraq y acaba diciendo que Guantánamo es una de las más tremendas aberraciones jurídicas que hay habido en la historia, porque se mantiene allí encerrados a cientos de seres humanos sin que se les acuse de nada. Vamos a ver: yo estoy de acuerdo con lo que dice Garzón, desde luego, pero es que casi no me da tiempo a estarlo porque Zapatero salta como un resorte:

“¡Guantánamo no debería existir!” Aria de bravura del presidente, que vaticina que EE UU rectificará y cerrará ese infierno porque “ese país es una democracia y dentro de poco hay elecciones” (ay, como gane McCain, la que nos espera). Termina explicando que el sistema judicial español (mira a Garzón con arrobo; él responde con sonrisas de embeleso) es uno de los más eficaces del mundo contra el terrorismo, y que es inestimable la sincera colaboración de Francia en la lucha contra ETA. Réplica de Garzón: ¡Qué razón tiene el presidente! ¡Qué hermosura! Y, como los famosos gemelos Hernández y Fernández de los cuentos de Tintin, viene a decir: “Y aún diría más: en el Magreb, lo que pasa con el terrorismo islámico…” Zapatero, vamos a decirlo así, saca a bailar a Garzón; éste acepta encantado y, entre sonrisa y sonrisa, entre parpadeo y parpadeo, entre el “no me mires así, tonto” y el “ay, pero cómo te miro”, aprovechan los dos para darle un severísimo (y yo creo que completamente justificado) repaso a Berlusconi y a sus compañeros de centuria, que se han empeñado en clasificar como delincuentes a los inmigrantes que sólo cruzan una frontera en busca de trabajo, de comida, de dignidad y de una vida que merezca ser llamada humana. El presi sostiene (y se emociona al decirlo; su pareja en el vals dialéctico se esponja todo) que la inmigración ilegal jamás podrá ser combatida con medidas legales (o sea, lo que se propone Italia) sino gracias a la cooperación con los países que envían inmigrantes, que es lo que está haciendo España con no poco éxito y lo que comienza a hacer Francia. Y que, o hay una política europea común sobre la inmigración, o todo se va a hacer puñetas. Garzón: “De acuerdo”. Zapatero: “Y yo más a ti, mi vida”. El uno: “Guapo”. El otro: “Ay, guapo tú”, y así hasta que el señor de la editorial, que era italiano y que estaba con cara de cólico nefrítico por los rejonazos a Berlusconi, dio por cerrado el asunto, más que nada porque el almíbar nos llegaba ya a todos por las rodillas.

Al salir de la Casa de América sentí el impulso irresistible de meterme en un cine a ver Sonrisas y lágrimas o, en su defecto, Sissi emperatriz. Tercera opción: Dónde vas, Alfonso XII. Pero no las ponían en ninguna parte. Me duele pero lo comprendo: nuestro Gobierno no puede estar en todo, por más bondadoso que sea.

Ilustraciones de Julio Cebrián

Es tremendo esto, voy a la presentación de un libro que protagoniza el presidente Zapatero y termino acordándome de Aznar. Yo no sé qué pasa, debe de ser este mayo tremendo en el que no hace más que llover en catalán, aunque algunos catalanes digan que en realidad no llueve y que la salvación del alma nacional está en cierta tubería.