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Julio el Grande
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El Cultiberio

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Julio el Grande

La primera vez que me colé (en realidad me colaron) en su estudio-taller, en la calle de Alfonso XIII de Madrid, fue hace exactamente veinte años.

La primera vez que me colé (en realidad me colaron) en su estudio-taller, en la calle de Alfonso XIII de Madrid, fue hace exactamente veinte años. Yo ya empezaba a perder pelo y él era un señor mayor, de cabeza cana, unos profundos ojos azules que todo lo miraban como si viesen la vida por primera vez y, esto sobre todo, un espíritu juvenil al que no corroían de ningún modo ni la edad, ni las escaleras (aquel taller estaba lleno de escaleras) ni el obispo de Cáceres, que ahora hablaremos del obispo de Cáceres.

 

Julio López Hernández era ya uno de los mejores escultores de España. Siempre se añade aquí el famoso remoquete: “de la corriente realista” e, incluso, “hiperrealista”. Quiere esto decir que Julio no hace abstracto sino figuración, algo con lo que no se atreverían muchos artistas abstractos por la sencilla razón de que es más difícil. Esto sucede en todas las artes. Egregios premios nacionales de poesía hay que no saben cuadrar un soneto, ilustres compositores que sudarían para concluir una fuga a cuatro, y reverenciados pintores que triunfan por el mundo que no se atreverían a retratar a su perro, porque al final no quedaría claro si aquello es un perro o un gato o el Pilar de Zaragoza.

Y no me estoy metiendo con el arte contemporáneo, no empecemos, ¿eh? Sólo digo que no siempre se cumple la vieja norma de que, para hacer lo que uno quiere hacer hoy, hay que dominar lo que se hacía antes, tanto en su espíritu como en su técnica. Al futuro se llega desde el pasado. Julio López Hernández, a quien yo llamo Julio el Grande, viene de una genealogía artística en la que están Benlliure, Rodin, Thordvalsen, Canova, Miguel Ángel, Donatello, Ghiberti y por ahí seguido hasta el sepulcro de Felipe Pot que hizo Claus Sluter, sin olvidar a la famosa reina Uta. Y luego ya todo derecho hasta Policleto y Fidias, claro.

Aquella tarde de noviembre de 1988, en su taller, Julio me dejó no sólo deslumbrado sino también jadeante y con la lengua fuera. Era una ardilla aquel hombre, una ardilla que subía y bajaba sin desmayo por aquellas escaleras, aquellas habitaciones repletas de bronces, ceras, barros, poliésteres, pizarras, sílices, yesos, caballetes, trapos, baldes con agua, maderas inidentificables: una chamarilería en la que, unas junto a otras, esperaban o vivían obras que a mí me cortaban la respiración.

Algunas de esas obras, y por supuesto muchas más, las volví a ver el otro día en Ávila, en el palacio de Serrano, donde Julio exponía algunos de sus trabajos. El asunto fue tan delicioso que no es fácil de creer, yo lo sé, pero las cosas sucedieron como se las voy a contar. Julio, que es un hombre alegre y sobre todo sencillo, tiene en su barrio un montón de amigos, todo el mundo le conoce. Y esos amigos, que se congregan en una Asociación de Vecinos como hay tantas, se enteraron de que la obra de Julio se mostraba en Ávila y tuvieron la idea de contratar un autocar, organizar una comida baratita en las afueras… y pedirle a Julio que viajase con ellos para explicarles su propia obra.

Y Julio López Hernández dijo que sí. Que encantado. Y este hombre, cuya obra está en el Museo Reina Sofía, en el British Museum, en los Museos Vaticanos, en el Chase Manhattan, en el Atheneum de Helsinki, en Varsovia, en Tokio y en todas las demás esquinas del mundo (además de en las calles de Madrid, claro), se subió al autocar, se plantó en Ávila con la tropa de los jubilados y empezó a explicarles cómo se le ocurrió tal cosa, quién era el tipo que allí aparece, cómo lo hizo y todo lo que ustedes quieran imaginar.

¿Se dan cuenta? Inci allí, con la grabadora y la cámara de fotos, atónito. Es como si Goya te estuviese contando cómo pintó La familia de Carlos IV, muerto de la risa, y te explicase que la reina María Luisa se rascaba las pulgas o que al príncipe Fernando le cantaba el alerón. Lo mismo.

Los de la excursión no serían catedráticos de Arte, pero desde luego tontos no eran. De inmediato se dieron cuenta de que Julio parte casi siempre de una idea doméstica, próxima: su familia, sus hijas, sus nietos, lo cual suele dotar a la obra de una enorme paz que el cretino del obispo de Cáceres no supo ver (ahora, ahora vamos con su Ilustrísima). Y también de que Julio se esfuerza siempre en crear algo no para que usted lo vea, sino para que esté dentro de la escultura. Lo mismo que hizo Velázquez con Las Meninas: que el espectador, quiera o no, forma parte del cuadro, porque los personajes pintados están atentos a los reyes, que están detrás de quien mira. Eso lo hace Julio López Hernández separando los planos de la escultura. En el monumento a Machado, una mujer lee un libro en la parte inferior del bajorrelieve. Pero esa mujer está también, exenta y en la misma posición, fuera del bajorrelieve, a metro y medio. Tú tienes que mirar lo uno y lo otro, o no entiendes nada. En la plaza de Santa Ana, frente al Teatro Español, está Federico García Lorca echando a volar una paloma. Bien, pues esa paloma llega a las manos de Lorca… dentro del edificio del Teatro Español. Todo lo que pasa entre ambas partes de la obra (la gente que va y viene, la fachada, el tiempo) forma parte de la escultura.

Allí, en Ávila, mientras montones de niños se esforzaban en dibujar, repartidos por diversas estancias, Julio iba contando cómo conoció a Luis Pérez Mínguez, y por qué lo representó de pie, con su cámara de fotos, y justo al lado desnudo y caído. Y por qué, en un estremecedor relieve que hay tres salas más allá, lo volvió a esculpir, de frente y de espaldas, en un relieve lleno de palabras. El tremendo Alcalde de cuerpo entero, o sea la España profunda, un tipo siniestro y panzón de los años 50, con sus zapatillas de orillo, sus gafas imposibles y su mirada fosca. Las manos que trabajan con un compás (siempre están presentes las manos en la obra de Julio el Grande) y que cambian según les dé la luz. Las esculturas caladas, pensadas para que la luz las atraviese y forme parte de ellas, lo mismo que la sombra que dejan tras de sí. El cadáver de un muchacho húngaro muerto en la invasión soviética de 1956. Su hija poniéndose las lentillas. Su interpretación, delicadísima, del sueño y la vigilia: dos cabezas. Y así todo…

A Julio y a su amigo de toda la vida, Antonio López, les dieron la medalla de honor de la Universidad Menéndez Pelayo por la célebre escultura de los Reyes que hicieron para el Museo de Arte Contemporáneo de Valladolid. Julio había elaborado, él mismo, esa medalla: este hombre ha elevado ese género escultórico a alturas desconocidas en siglos, y él es quien elabora, año tras año, la medalla que se entrega a los ganadores del Premio Cervantes. Pero todo eso no lo sabían los jubilados del autocar. En el fondo es posible que les diera igual, aunque sin duda están orgullosos de tener por vecino a un hombre tan importante.

Ellos (lo mismo que este caballo perplejo, que tenía que sujetar la grabadora entre los dientes para hacer fotos) estaban allí para disfrutar de un momento maravilloso: el escultor explicando su propia obra. Ellos estaban allí para jugar con las luces, con el espacio que crean las piezas, para meterse dentro mientras bebían las palabras, las anécdotas, las risas del maestro. Qué habría dicho, al vernos a todos, el señor obispo de Coria-Cáceres que, a mediados de los 70, le encargó a Julio un Cristo para su catedral. Julio inventó, en madera, un gran Cristo sin cruz ni lanzada ni corona de espinas: un hombre que irradiaba paz y que, con los brazos extendidos, parecía proponer un abrazo a todo el género humano. Yo vi esa obra estremecedora en 1979, en la galería Maese Nicolás de León. Y la vi porque no estaba en la catedral de Cáceres: el obispo, aquella acémila mitrada, rechazó la escultura porque no era lo que él quería. Aquel merluzo no admitía más que un Cristo que sangrase, que sufriese, que se retorciese de dolor, que tuviese esa cara de patetismo llorón que tantas veces hemos visto todos, antes en las parroquias y ahora en las imágenes de plástico que venden los chinos en sus tiendas. No una figura que transmitiese paz, amor y reconciliación.

Los obispos tridentinos no entendían el arte de Julio López Hernández. Los vecinos del barrio de Alfonso XIII, sin la menor duda sí. Y yo… pues no sé qué decir. Yo estaba asombrado por un momento seguramente irrepetible. A Alicia Huertas, espléndida escultora también, amiga y alumna de Julio, le pasaba lo mismo. Parpadeaba, sacaba fotos, me daba con el codo: “Pero ¿tú te das cuenta de lo que estamos viviendo hoy, Inci? ¿Te das cuenta de verdad?”

Y yo, con la grabadora en la boca, sonreía: “No. Yo fampoco”.

La primera vez que me colé (en realidad me colaron) en su estudio-taller, en la calle de Alfonso XIII de Madrid, fue hace exactamente veinte años. Yo ya empezaba a perder pelo y él era un señor mayor, de cabeza cana, unos profundos ojos azules que todo lo miraban como si viesen la vida por primera vez y, esto sobre todo, un espíritu juvenil al que no corroían de ningún modo ni la edad, ni las escaleras (aquel taller estaba lleno de escaleras) ni el obispo de Cáceres, que ahora hablaremos del obispo de Cáceres.