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Incitatus

El Cultiberio

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609

Fui derribado en cama por un gripazo inaudito, un “gripazo invisible y homicida”, un gripazo excesivo, descomunal y hasta anacrónico, porque no sabía yo de gripazos

Fui derribado en cama por un gripazo inaudito, un “gripazo invisible y homicida”, un gripazo excesivo, descomunal y hasta anacrónico, porque no sabía yo de gripazos como este al menos desde cuando Pío XII, que era cuando nevaba a conciencia (lo mismo que este año) y pasábamos un frío de cien mil pares. En mi vida había yo tenido 40,2º de fiebre. Ni siquiera cuando vivía Pío XII.

 

Y en esto suena el teléfono. Me pilla en un lamentable duermevela, esa situación en la que técnicamente estás despierto, sí, pero sólo técnicamente, porque el mareo, la sed, la pastosidad en la boca y la alucinación febril pueden más que la vigilia técnica. Oigo en el jodío móvil (que está lejísimos, allá en la mesita de noche, a brazo y medio de distancia de lo que queda de mí) la célebre Marcha de la ópera El amor de las Tres Naranjas, de Prokofiev, que es el sonido que tengo dispuesto para “todo el mundo”; esto es, para quienes no son ni mi familia, ni mis compañeros de trabajo, ni algunos amigos que merecen música aparte, ni mi ex (han de saber ustedes que, desde que pasó lo que pasó hace justo hoy año y medio, cuando llama Marité suena en el móvil aquella memorable frase: “¡En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo…!”).

Pero como suena Prokofiev, puede ser cualquiera. Quiero decir, nadie cuya llamada pueda uno ignorar sabiendo que quien llama no se va a molestar. Incluso puede que sea algo importante. Total, que reúno fuerzas y, más muerto que vivo, recorro ese interminable brazo y medio de distancia que me separa de la mesita. Atrapo el móvil. Miro el número o el nombre. No veo un pimiento porque tengo las gafas en el suelo, junto a la cama. Nuevo esfuerzo: deshago el viaje, pesco las gafas, regreso, vuelvo a mirar la pantallita y me asusto: allí pone sólo “609”.

No contesto. Incluso en medio de la neblina febril logro ser consciente de mis limitaciones y sé que no sabría qué decirle a alguien con ese número. Quiero pensar que ha sido una equivocación. Trato de dormir un poco.

Pero no. Ninguna de las dos cosas. Ni es una equivocación ni logro dormir, porque 609 vuelve a llamar a los diez minutos. Comienzo a notar una sensación de angustia. Esta vez no dejo que suene, sencillamente pulso la tecla “No” y trato de sumergirme de nuevo en el sueño. Idiota de mí. En el rato siguiente, 609 llama cinco veces más, a intervalos exactos de cinco minutos. Me niego a contestar y, ya claramente asustado, en ese semiletargo que no es ni la vida ni la muerte, ni el sueño ni la vigilia, sino los casi cuarenta grados de fiebre, veo pasar ante mis ojos al tipo que me está llamando, que en realidad no es un tipo sino muchísimos, una legión de seres diminutos con afilados dientes, unos enanos malvados que sonríen y a los que, por su tamaño y por su actitud, doy en llamar “filiputienses”.

Después de la novena llamada (es ya mediodía) se produce una pausa. Logro dormir un poco, pero es peor: en la inmediata pesadilla, un auténtico hormiguero de filiputienses sale por las rendijas del móvil y se extiende como una plaga sobre las sábanas. Y empiezan a cantar, todos a coro, una canción sosísima que dice, más o menos: “Buenos días, señor Incitatus, buenos días tenga usted. Le llamamos de su banco, sabemos que usted tiene tres tarjetas de crédito operativas y un seguro legal, pero no ha oído usted hablar de la nueva tarjeta Light ultrajoven megaplús platinum Premium, tralará, tralará, que consiste en lo siguiente: la nueva tarjeta…” Todo eso cantado, háganse ustedes una idea, a velocidad de tarantela napolitana, a toda leche y sin una sola semicorchea de silencio para tomar aire. Los filiputienses del 609 están entrenados para no respirar. Toman aire los fines de semana, se hinchan como globos aerostáticos y luego, cuando algún incauto contesta a su llamada, entonan su monodia como ametralladoras durante interminables minutos, sin dar la menor opción a que la víctima emita un solo sonido.

De la pesadilla me saca el teléfono. Es el 609. Tentado estoy de contestar, pero sé que eso es precisamente lo que quieren los filiputienses: que yo conteste para venderme la tarjeta que no necesito. O para informarme (todo a velocidad de F-18 en pleno raid con misiles sobre mis oídos) de que mi compañía de teléfono móvil tiene para mí no sé cuántos puntos que yo no he pedido nunca ni me interesan un carajo, pero que sirven, prosiguen los filiputienses, para que, añadiendo a esos ilusorios puntos una nada desdeñable cantidad de dinero, yo pueda lograr un nuevo teléfono móvil, por supuesto maravilloso, con el que sustituir al mío, que está hecho un cascajo. Alguna vez, en un pasado remoto, he contestado a llamadas de esas y me ha costado media mañana convencer al filiputiense de turno, que suele tener acento extranjero y que llama desde Argelia o  Túnez o Madagascar o Guinea-Conakry, de que no, que no necesito nada, que se meta sus puntos por donde no le dé el sol, que no quiero ningún teléfono nuevo, que el mío funciona maravillosamente y que haga el favor de dejarme en paz de una recontraputísima vez.

Más posibilidades: es otra compañía de telefonía móvil, cuyos propios filiputienses (algo me dice que son siempre los mismos en todas las llamadas de todas las empresas, pero eso son cosas mías) empiezan a explicar, como cotorras, lo mala que es mi compañía (eso ya lo sé) y lo buena que es la suya (eso es mentira), y las ventajas que voy a tener si me cambio y todo lo que me van a regalar y lo mucho que va a correr mi internet y lo felicísimo que voy a ser por el resto de mi vida. Una opción es mandarles terminantemente a tomar por el esfínter anal, pero uno tiene cierta educación y no hace esas cosas. Otra es colgar sin más, pero es peor: en quince segundos, el filiputiense vuelve a llamar y sonríe, maléfico: “Perdone, señor Inci, es que se ha cortado…”

Filiputiense hubo hace algo más de dos años (en aquella ocasión se trataba de una voz femenina) que estuvo hablando sin parar durante diecisiete minutos hasta convencerse a sí misma de que me había enjaretado un maravilloso seguro a todo riesgo para mi coche. Y sólo al final, cuando, meliflua y seductora, la filiputiense me pidió mis datos bancarios, logré decirle: “Señorita, hasta ahora mismo no me ha sido posible decirle que yo no tengo coche”.

Pero la fiebre esconde también sus ventajas. El delirio tiene una frontera muy delgada con la genialidad, como saben cientos de creadores desde Verlaine para acá, e incluso antes. Ayer, cuando los filiputienses del 609 llamaron a mi móvil por trigésimo octava vez (trabajan de ocho de la mañana a diez de la noche, por lo que he podido comprobar), un rayo de luz me iluminó de pronto. Primero carraspeé varias veces, para entonar la voz, y luego contesté al teléfono:

–¿Señor Incitatus? Hoooola, muy buenos días, mire, le llamamos de…

–¡¡Amelia querida, abrázame!! ¡Ay, qué desgracia más grande!

El alarido provoca un silencio de hielo en el filiputiense, que tiene acento argentino.

–¿Señor Incitatus? ¿es usted?

–Pero cómo tiene el valor de preguntar por él en este momento. Tipo sin entrañas.

–Esteee… ¿No es usted el señor Incitatus?

–El señor Incitatus falleció esta noche. Estamos en el Tanatorio, velándole. Haga el favor de respetar nuestro dolor.

Y colgué. No han vuelto a llamar, ¡no han vuelto a llamar! (Flautas, violines, arpas). Les regalo a ustedes la idea para cuando les toque padecer a los del 609. Ya casi no tengo fiebre. La vida me sonríe. Ah, creo que voy a abrir un Moët Chandon, no les digo más. Y que viva Pío XII.

Fui derribado en cama por un gripazo inaudito, un “gripazo invisible y homicida”, un gripazo excesivo, descomunal y hasta anacrónico, porque no sabía yo de gripazos como este al menos desde cuando Pío XII, que era cuando nevaba a conciencia (lo mismo que este año) y pasábamos un frío de cien mil pares. En mi vida había yo tenido 40,2º de fiebre. Ni siquiera cuando vivía Pío XII.