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La Cuarta según San Juan
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La Cuarta según San Juan

Un concierto es un acto musical único e irrepetible, ya lo decía el gran Sergiu Celibidache y tenía toda la razón del mundo, pero ustedes no

Un concierto es un acto musical único e irrepetible, ya lo decía el gran Sergiu Celibidache y tenía toda la razón del mundo, pero ustedes no estuvieron –salvo mi amiga Marisol y otros descubrimientos felicísimamente vivaldianos– en Granada el otro día, y yo tengo que contarles esto, así que, ahora que no mira nadie, vamos a hacer trampa. Un poco sólo. A ver: busquen en la estantería, por favor, la Cuarta Sinfonía de Piotr Ilyich Chaikovski y ténganla a mano, que la necesitaremos dentro de un momento. Da igual la grabación, porque, como queda dicho, un concierto es algo que no se puede repetir y lo único que vamos a necesitar es una ayuda técnica, algo así como un plano.

 

Granada, Palacio de Congresos. Orquesta Ciudad de Granada, OCG. En el podio estaba nada menos que su fundador, el maestro Juan de Udaeta, que empezó a reclutar animosos chavales hace veinte años. In illo tempore, las “fuerzas vivas” conservadoras de la ciudad rezongaban (o chillaban) que para qué necesitaba Granada una orquesta. Hoy la OCG es uno de los legítimos orgullos del lugar y una de las mejores orquestas de España. Radio Clásica graba habitualmente los conciertos de tres formaciones: La de RTVE (que es la de la casa), la Sinfónica de Galicia y la OCG. Con eso está dicho todo.

Empezó el asunto con la obertura de La mort du Tasse, de Manuel García. Muy bien. Los músicos andaban aún algo fríos con esta partitura de principios del XIX que Udaeta conoce mejor que nadie en este país: él ha hecho la edición. Segunda pieza: La devota lasciva, del valenciano Juan José Colomer; un joven que escribió esta apasionante y apasionada obra para el Spanish Brass Luur Metalls (uno de los mejores grupos de metales del mundo), y justamente ellos fueron los intérpretes, junto con la OCG. Una delicia en la que Colomer usa el quinteto de metales no como cinco instrumentos distintos, que es lo que son, sino como una sola voz que a veces dialoga con la orquesta, a la manera de Vivaldi, y que otras la tiene detrás como paisaje sonoro, que es, más o menos, lo que solía hacer Bach. Una interpretación perfecta.

Pero vamos con la Cuarta. Ustedes saben –y si no lo saben se lo digo yo– que esta sinfonía, junto con las dos siguientes y últimas de su autor, forma un ciclo estrictamente personal que describe con espeluznante detalle la vida de aquel hombre desdichado. Chaikovski, aunque estuvo casado algún tiempo, no sentía el amor según los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Creo que entienden lo que quiero decir. Eso, en la Rusia de la segunda mitad del XIX, podía ser desde un problema hasta una verdadera tragedia. De este último modo lo vivió el compositor, y ahí está la clave para entender la Cuarta… y las dos siguientes.

Pongan el disco, por favor. Imaginen la escena: la OCG con todos los sentidos despiertos y el maestro Udaeta allí sin partitura, de memoria, con un par. Comienza el primer movimiento, Andante sostenuto, con unos terminantes trompetazos. Esa es la clave. Vamos a llamarlo el “tema de ¡no, eso es pecado!”. La gente vestida con lúgubres hábitos negros empieza mandando desde el primer segundo. Pero Chaikovski tiene que sobrevivir. Y hace que la orquesta cante buscando la felicidad de mil formas. Las cuerdas que comienzan una melodía deliciosa en piano, y Udaeta que logra repetirlo en un pianissimo de increíble delicadeza. Cuando parece que la sonrisa va a durar, zas, las trompetas: ¡No, eso es pecado! Caramba... La orquesta cambia de tonalidad e intenta otra cosa, igualmente dulce y amable. Pero ¡no, eso es pecado!: las negras trompetas vuelven a ahogar la dicha. Otro intento, y otro, y otro más, siempre en tonalidades distintas, buscando caminos diversos, siempre tímida la melodía al principio, luego más animosa. Y, una y otra vez, el clarinazo de los hábitos negros, de la hipocresía, del fanatismo, cercenando cualquier cosa que no sea la obediencia: ¡No! ¡Eso es pecado! ¿Lo ven?

El segundo movimiento, Andantino, es otra cosa. Chaikovski parece haberse encerrado en sí mismo y sueña. El oboe primero… Luego llegará el fagot, después el clarinete… Hay sombras, es verdad, pero el compositor tiembla de emoción e imagina: Qué haré, qué sentiré cuando me diga que me ama. Cómo haré para no morir de felicidad cuando me bese. ¿Lo están oyendo? Bien, pues ahora intenten imaginar eso con unos matices exquisitos, con una intención perfecta en el sentido de las frases, con una dulzura y una sinceridad que no caben en las palabras humanas. Eso fue lo que hizo Udaeta, que llevaba a la orquesta como una pluma con la punta de la batuta, que la alzaba y la acunaba y la hacía volar. Al término de la ensoñación de amor de Chaikovski, mi querida Marisol y yo estábamos pingando el moco como dos bobos. Como dos bobos desamorados que han soñado eso mismo –que nos quieran– varias veces; que lo habían entendido todo, que se habían visto traspasados por la belleza de la música… y por la elocuencia cristalina de la orquesta, algo que es mucho más difícil.

El tercer movimiento es un Scherzo que está ahí ­–digo yo– porque en las sinfonías románticas tiene que haber un scherzo. No sé si por algo más. La interpretación es dificilísima, porque casi todo es pizzicato: los músicos no tocan con el arco sino pulsando las cuerdas con el dedo, y ahí, como uno solo se despiste, pues a morir por Dios. Digamos que ese tercer movimiento es la distracción, el abandono, la vagancia de la mente. A lo mejor hasta una borrachera para no pensar. Pónganle nombre ustedes mismos.

Ah, pero el cuarto no. El cuarto y último, Allegro con fuoco, es la determinación de ser feliz. Udaeta empezó, como suele, a toda velocidad: el tema, brillante y optimista, extraído de una vieja canción rusa –Un abedul crecía–, está diciendo: voy a ser feliz y que le den morcilla al mundo. Me van a querer como yo quiero que me quieran, voy a triunfar, el sol saldrá para iluminar mi vida y no se ocultará nunca más. Algo así como el conocido “este partido lo vamos a ganar”.

Y justo entonces, cuando todos estábamos ya en el Palacio de Congresos sonriendo como abedules en pleno crecimiento y llevando el compás con el pie, henchidos de fe en la felicidad… ¡No! ¡Eso es pecado! Las trompetas regresan, brutales, estridentes, y cortan de un hachazo toda esperanza, toda alegría. ¿Ya han llegado ahí? ¿Lo han oído? Bien, pues con toda probabilidad comprobarán que el director, sea quien sea, mete el tremendo clarinazo pero no pierde el compás, sigue el ritmo marcado. Pues Udaeta no. Udaeta dio la entrada a las trompetas y, en el silencio siguiente, se quedó quieto como una estatua durante segundos interminables. Y luego otra vez.

El efecto fue indescriptible. Cayó una helada negra, una helada atroz sobre el Palacio de Congresos. La rotura del ritmo, la prolongación de aquellos silencios despiadados, rencorosos, nos detuvo la sangre a todos. Qué expresividad tiene este hombre, por Dios, qué interiorización de la obra, qué conocimiento y qué fuerza. Y qué pedazo de orquesta, claro. Ese momento, el de la derrota de la esperanza a manos de la intransigencia, no lo había vivido yo jamás con tal intensidad. Aquello no era un director: aquello era Josué mandando pararse al sol, era Moisés separando las aguas, San Juan de Udaeta destazándonos el alma a todos (que era justo lo que quería Chaikovski) en una Cuarta como yo no había oído en todos los días de mi vida.

Salimos de allí arrecidos. Frío en la noche granadina, sí, pero en el corazón había una escarcha que no se templaba con nada. Es cierto que los aplausos y los bravi fueron interminables, y que a Udaeta sólo le faltó cantar el Ritorna vincitor a Granada, porque se lo comieron a besos y abrazos. Qué menos.

Pero antes de una cena por tantos motivos irrepetible (Inci fue descubierto por dos personas maravillosas, aunque eso es otra historia que aquí no cabe), yo pensaba, estremecido, que un concierto es un acto único, un milagro –cuando se produce, y ése era el caso– imposible de transmitir. Pero tenía que contárselo a ustedes. Tenía que intentar describirles, con un instrumento tan imperfecto como las palabras, aunque sólo fuesen unas gotas de aquella magia. Y no sé si lo habré conseguido. No lo sé.

Un concierto es un acto musical único e irrepetible, ya lo decía el gran Sergiu Celibidache y tenía toda la razón del mundo, pero ustedes no estuvieron –salvo mi amiga Marisol y otros descubrimientos felicísimamente vivaldianos– en Granada el otro día, y yo tengo que contarles esto, así que, ahora que no mira nadie, vamos a hacer trampa. Un poco sólo. A ver: busquen en la estantería, por favor, la Cuarta Sinfonía de Piotr Ilyich Chaikovski y ténganla a mano, que la necesitaremos dentro de un momento. Da igual la grabación, porque, como queda dicho, un concierto es algo que no se puede repetir y lo único que vamos a necesitar es una ayuda técnica, algo así como un plano.