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El violoncelo de los…

Esa noticia maravillosa (“El violoncelo no irrita los testículos”) hubiera fascinado a Cortázar. Antes de nada, una cuestión de orden: a mí me gusta escribir violoncelo

Esa noticia maravillosa (“El violoncelo no irrita los testículos”) hubiera fascinado a Cortázar. Antes de nada, una cuestión de orden: a mí me gusta escribir violoncelo y no “violonchelo” (la Academia admite las dos), porque creo las palabras extranjeras hay que trasplantarlas al castellano con un poco de dignidad y no copiando sin más su sonido en el idioma original. Así escribimos París y no “Paguí”, Munich y no “Minjen”, y por ahí hasta donde se quiera. Pero íbamos con Cortázar y a por el violoncelo.

 

Hace treinta y tantos años, una revista médica muy prestigiosa y barbuda y señorial publicaba un escrito en el que los Murphy, matrimonio de médicos respetables, aseguraban que los violoncelistas corrían más riesgo de sufrir irritación en sus partes nobles que los demás mortales. Contaban el caso de un probo intérprete al que, después de tocar  horas y horas, se le puso la zona escrotal como una bala de cañón recién disparada. Nadie lo desmintió y, sin la menor duda, cientos de estudiantes de violoncelo empezaron a frecuentar disimuladamente las clases de flauta travesera. Hoy resulta que todo era mentira, una broma feroz de los Murphy, pero ya ven, no hay remedio, los profesores de flauta desbordados por el estrés, pobre gente, y los violoncelistas dejándose fortunas en polvos de talco.

Eso está en la génesis misma de la obra cortazariana. Si ustedes recuerdan El libro de Manuel, a mi modo de ver una de las obras maestras del gran Julio, tendrán en la cabeza aquella impagable organización secreta que se llamaba “La Joda” y que enredaba en el París que quedó después del mayo famoso del 68. La Joda, integrada por latinoamericanos, actuaba con rara contundencia. Cito de memoria. Se iban cinco o seis a un restaurante de muchísimas campanillas, pongamos Maxim’s; pedían la carta y, cuando les traían los platos, se ponían todos a comer de pie. Con mucha urbanidad y delicadas sonrisas, pero de pie. Los camareros, pálidos: Perdonen, señores, ¿algo no les gusta? ¿les traemos otra cosa? No, está todo perfecto, gracias, respondían los conjurados. Entonces ¿por qué no se sientan? Ah, no, por nada, estamos mejor así, más cómodos. Pero, pero, pero. ¿Pero qué? Es sanísimo, usted ya sabe, la fuerza de la gravedad, esto facilita el tránsito intestinal, no hay comparación. El asunto terminaba, creo recordar, como el rosario de la Aurora o como una película de los hermanos Marx.

 

La Joda pretendía nada más que tocarle los violoncelos a los ricos y bien aposentados, por eso se llamaba así (por eso y por su sentido del humor) y subsecuentemente se dedicaban a sustituir, en los estancos, los fósforos nuevos de las cajas por fósforos ya gastados, imagínense la cara del tipo que va a encender el Cohiba después de comer (sentado) en Maxim’s, esos eran sus aviesos terrorismos. Pero lo del violoncelo urticante habría hecho llorar de risa a Julio, aquel tipo grandón que, en cuanto ocupaba un asiento, lo llenaba todo de rodillas, y que tuvo que dejarse barba para disimular su perpetua cara de adolescente y lograr así que los desconocidos lo respetasen un poco.

En la sala de arte (y de muchas más cosas) Galileo, de Madrid, se acaba de presentar un libro memorable con tres cuentos más que Julio dejó escritos sobre cronopios. El volumen es una joya pero contiene, creo yo, un error fundamental: la ilustradora Judith Lange dibuja a los cronopios. Hombre, no se debe. Una de las características fisiológicas esenciales de esos seres es que no tienen ninguna; que pueden adoptar la forma de un hamster, de una pintora granadina de apellido musicalmente italiano, de una semicorchea con puntillo (todas las que hay al principio del aria Non più andrai, de Las bodas de Figaro  de Mozart, por ejemplo), de una tetera verde y sin asa o de un estudiante de violoncelo aterrorizado porque se va a casar pronto y el pobre no sabe qué va a pasar cuando ella se ponga a mirar con curiosidad.

El libro lo amadrinó nada menos que Aurora Bernárdez, la primera mujer de las tres que tuvo Cortázar; anda ya por los noventa y tiene aspecto de muy poquita cosa, pero esa sonrisa infalible deja ver que ella es, sin duda, de las que comían de pie en Maxim’s. Además, guarda una impresionante cantidad de tesoros ocultos de Julio que, ya se ve, van apareciendo poco a poco y por sorpresa, como astutos fósforos gastados en una caja llena de fósforos de buenas costumbres. Dicen por ahí que Alfaguara publicará en dos o tres meses un enorme volumen, 400 páginas, con textos no publicados de Cortázar, y que el título será Papeles inesperados. Vaya. Como si los libros de Julio, desde el primero hasta el último pasando por Historias de cronopios y de famas, hubiesen sido remotamente previsibles. Pero Aurora, tantos años después, se ha convertido en Fafner, que no sólo era el dragón que guardaba el tesoro nibelungo sino el nombre que Cortázar le puso a su furgoneta Wolkswagen Combi de color rojo; con ella y con su último amor, Carol Dunlop, se echó a la autopista París-Marsella con el ánimo de quien se adentra en la selva indochina y escribió Los autonautas de la cosmopista, uno de los más apasionantes libros de aventuras que este caballo ha leído en su vida. Luego Carol se murió de leucemia, Cortázar no tuvo más remedio que acompañarla también en eso y ahí tenemos a doña Aurora metamorfoseada en un Fafner burlón y bondadoso que va soltando, ahora sí, ahora no, piedras preciosas del tesoro que esconde.

No podrán hacerse con un ejemplar de estos tres cuentos cronópicos que acaban de aparecer, porque se han impreso nada más que cien ejemplares. Pero Claudio, que es otro cronopio pata negra, promete firmemente que dejará leer el texto a cuantos vayan por su galería, Galileo (que es una hura de cronopios como el mundo no ha conocido desde la casa de los Siete Enanitos), y pidan un poco de amor perdido. Así que ya saben lo que hay que hacer. Es fácil. Llegan hasta la galería y dicen en voz baja a quien les abra, mirando con prevención a derecha e izquierda: “Si te los dejan baratos compra dos, uno liso y otro a rayas”, e inmediatamente desplegarán ante ustedes el tesoro del cofre.

Nada más fácil que imaginar a Cortázar poniendo cara de mapa de Rusia (o de Martín Lutero en el retrato de Lucas Cranach, que para él era lo mismo) al enterarse de los peligros inguinales del violoncelo. Sin duda habría dicho:

–Puede que irrite o hinche eso que decís, pero eso dependerá de lo que se toque, ¿no?

Claro, ahí está la clave del asunto. Tú le das al Concierto de Ravel, o a la Sarabande de la Suite nº 5 del viejo Bach, y bajo el pantalón todo bien, gloria pura. Pero inténtalo con algo de, yo qué sé, Pepe García Román, más conocido en Granada como La Chía, y de la orquitis no te libra ni el arcángel San Gabriel. Palabra.

Esa noticia maravillosa (“El violoncelo no irrita los testículos”) hubiera fascinado a Cortázar. Antes de nada, una cuestión de orden: a mí me gusta escribir violoncelo y no “violonchelo” (la Academia admite las dos), porque creo las palabras extranjeras hay que trasplantarlas al castellano con un poco de dignidad y no copiando sin más su sonido en el idioma original. Así escribimos París y no “Paguí”, Munich y no “Minjen”, y por ahí hasta donde se quiera. Pero íbamos con Cortázar y a por el violoncelo.