El erizo y el zorro
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De la miseria al triunfo: la extraña y desgarrada historia del flamenco
El autor reflexiona sobre la peripecia del gran arte de los gitanos españoles a propósito de la exposición 'Patrimonio Flamenco', en la Biblioteca Nacional hasta el 2 de mayo
De todas las rarezas culturales de España, quizá el flamenco sea la más rara. En el transcurso de su larga historia, ha sido la expresión de una minoría racial, la gitana, vista con enorme recelo, pero muchas veces se le ha considerado la quintaesencia de la identidad española; ha sido un arte marcado por el dolor, la persecución y la penuria, pero, en una versión diluida, fue utilizado por una dictadura militar católica como “marca España”; fue, en cierta medida, un emblema del atraso rural y de guetos urbanos de la Andalucía pobre, pero hoy es una expresión de modernidad cultural.
Pensaba todo esto mientras visitaba 'Patrimonio Flamenco', una exposición modesta, pero con algunas piezas extraordinarias, que puede verse en la Biblioteca Nacional hasta el 2 de mayo. A través de libros, cuadros, periódicos, manuscritos y grabaciones sonoras y audiovisuales, desde el siglo XVIII hasta hoy, la exposición cuenta un poco apresuradamente la historia del flamenco, sus auges y descensos, y apenas tangencialmente uno de sus rasgos más interesantes: la lucha constante entre el clasicismo y la modernización, una disputa que, en realidad, no solo es el centro de las batallas culturales, sino también de las políticas.
Porque, ahora que parece que repolitizamos la cultura, sobre todo desde la izquierda, el flamenco parece algo confuso. Indiscutiblemente, tiene mucho de canto desgarrado y humilde. Es el canto asociado a trabajos duros como la fragua (aunque quizá eso se haya romantizado). Sus primeros cantantes, digamos, profesionales, estaban en manos de los señoritos, que después de noches de juerga, alcohol y cantes les pagaban lo que les daba la gana, si es que les pagaban.
Los señoritos, después de noches de juerga, alcohol y cantes, les pagaban lo que les daba la gana, si es que les pagaban
Cuando, en los años sesenta, el género se profesionalizaba y se convertía en una atracción turística que permitía una cierta profesionalización, los flamencos de los tablaos madrileños dependían muchas veces de los turistas, no particularmente melómanos, y en bastantes ocasiones prolongaban esa especie de condena a vivir entre el arte sublime, los clientes caprichosos y las juergas descerebradas que parecía regir la tradición flamenca. De ese sistema surgieron en parte Paco de Lucía, Camarón o Enrique Morente, que luego se convirtieron en artistas ortodoxos en manos de multinacionales discográficas y abiertos partidarios de la modernización.
Blues, rock y droga
La gran modernización del flamenco en los setenta fue en parte fruto de un caso de especulación urbanística franquista, que desplazó a muchas familias gitanas de la Triana sevillana a polígonos de casas baratas, donde los jóvenes alternaban el flamenco de sus padres con el blues o el rock y un poco de droga. Ese es el origen de (Kiko) Veneno y Pata Negra.
No pretendo escribir una historia del flamenco en 1.200 palabras. Hay buena literatura sobre el flamenco -de Demófilo, el padre de Antonio Machado, a Félix Grande o Caballero Bonald-, aunque tiende a ser más poética de lo que yo desearía. Pero diría que no hay una gran historia canónica que abarque sus casi trescientos años de vida, cosa un poco rara; está ‘El cante flamenco’, de Ángel Álvarez Caballero (Alianza), y otras obras muy interesantes, pero como casi todo lo que se ha escrito sobre flamenco, parece querer ser en sí mismo flamenco y estar escrito a punta de versos de Lorca.
Lo que sí hay son buenas obras documentales. Uno de los mayores tesoros de la cultura española moderna es 'Rito y geografía del cante' una extraordinaria serie de RTVE, que se emitió originalmente a principios de los años setenta, y que hoy puede verse gratuitamente en los archivos de la televisión pública española. Estremece, como decía antes, la tensión entre tradición y modernidad: viejas gitanas de Cádiz golpeando una mesa de madera empapada de fino alternan con jóvenes de estética setentera con bajos eléctricos que parecen haber consumido algo más que oloroso. Está también 'Triana pura y pura', que es una historia oral del barrio de Triana -con datos históricos que a veces parecen un poco disparatados- o 'Dame veneno', una narración del paso del flamenco un poco decadente a la vigorosa fusión salida de los barrios sevillanos más chungos.
Muchos creen que esto es una derrota de la pureza de un arte que no puede existir sin los dolores que propiciaron su aparición
Hoy el flamenco es una profesión. Mejor o peor pagados, los grandes cantaores, tocaores y bailaores no están al servicio de señoritos o guiris con una visión paternalista de los gitanos españoles, sino del circuito de conciertos y festivales. No han pisado una mina o una fragua, sino que se codean con la élite del jazz y dan conciertos con una sinfónica a sus espaldas. Muchos creen que esto es una derrota de la pureza de un arte que no puede existir sin los dolores que propiciaron su aparición -una sensación popular entre los aficionados desde principios del siglo XX: en todo momento ha parecido un arte amenazado de desaparecer-, pero en realidad se trata de una victoria: quizá un flamenco que paga autónomos y tiene cobertura sanitaria parezca una broma burocrática y capitalista frente a ancestros como El Planeta o La Niña de los Peines, que hacían lo que podían, no para llegar a fin de mes, sino al final del día, en la Alameda de Hércules sevillana.
¿Qué hacemos con el flamenco?
Ya desde los tiempos de Camarón o Paco de Lucía se discutió largamente si su obra era solo una prolongación lógica de la de sus viejos maestros o una venta indisimulada al mundo pop de mánagers, másters y unas cantidades de dinero por fin razonables. No sé si su flamenco era inferior al de sus precedentes, pero en todo caso el bienestar siempre es preferible a la autenticidad.
El flamenco es una cosa rara que ha servido a la derecha y a la izquierda (también ha sido así en el caso, por ejemplo, del country)
Tengo la sensación de que España no ha sabido muy bien qué hacer con el flamenco, aunque sea ubicuo. De la misma manera que tenemos excelente gastronomía pero somos muy malos exportándola, diría que con el flamenco ha pasado lo mismo. Diego Manrique contaba hace un tiempo en un artículo que, a pesar de la insistencia con que se les ha intentado vender, las grandes estrellas del rock nunca han mostrado un interés genuino por el flamenco.
Si buscamos una lectura política, como decía al principio, el flamenco es una cosa rara que ha servido a la derecha y a la izquierda (también ha sido así en el caso, por ejemplo, del country, una música en muchos sentidos parecida: los hillbillies de los Apalaches no eran tan distintos a los gitanos o los payos flamencos pobres). Ahora, me parece, es una simple y gloriosa expresión cultural que no encarna la esencia de nada, ni la identidad española ni la condena de un grupo étnico, aunque sí, diría, un juicioso progresismo. En muchos sentidos, la batalla la ganaron los partidarios de su normalización y modernización. Lo cual hace que valga especialmente la pena volver de vez en cuando a sus orígenes, como en la pequeña exposición de la Biblioteca Nacional.
De todas las rarezas culturales de España, quizá el flamenco sea la más rara. En el transcurso de su larga historia, ha sido la expresión de una minoría racial, la gitana, vista con enorme recelo, pero muchas veces se le ha considerado la quintaesencia de la identidad española; ha sido un arte marcado por el dolor, la persecución y la penuria, pero, en una versión diluida, fue utilizado por una dictadura militar católica como “marca España”; fue, en cierta medida, un emblema del atraso rural y de guetos urbanos de la Andalucía pobre, pero hoy es una expresión de modernidad cultural.
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