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Conversos furiosos: abrazar una causa hasta la muerte (de los demás)
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Ramón González F

El erizo y el zorro

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Ramón González Férriz

Conversos furiosos: abrazar una causa hasta la muerte (de los demás)

El de San Pablo y su caída del caballo es un caso extraordinario, pero, con una intensidad y un éxito menores, los conversos no son figuras infrecuentes, ni en la historia ni en el presente

Foto: 'Conversión de San Pablo', lienzo de Murillo.
'Conversión de San Pablo', lienzo de Murillo.

El converso más famoso de la historia es, por supuesto, San Pablo. San Pablo no conoció a Jesús, y él mismo contó en sus cartas cómo, antes de su conversión al cristianismo, persiguió "a la iglesia de Dios” (Corintios, 15:9). Lo hizo con verdadera pasión. Pero un día, “cuando agradó a Dios”, este le reveló “a su hijo […] para que yo le predicase entre los gentiles" (Gálatas, 1:16). A partir de entonces, se tomó esa prédica con la misma seriedad y tenacidad con la que antes había perseguido a los creyentes. Tanto, que ese converso que tuvo que pelear para que los cristianos aceptaran de veras que era uno de ellos, acabó poniendo las bases que permitieron que el cristianismo se expandiera y que estableciera de manera más formal cuáles eran sus creencias y cómo debían comportarse sus seguidores.

Foto: Iglesia de Santa María de Torrentero, en Burgos. Opinión
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El de San Pablo es un caso extraordinario, y por eso no es sorprendente que ahora goce de mucho predicamento entre las izquierdas partidarias del populismo. Pero al mismo tiempo, aunque sea con una intensidad y un éxito menores, los conversos no son figuras infrecuentes, ni en la historia ni en el presente. Supongo que, en cierta medida, todos somos conversos de una manera superficial: vamos cambiando de opinión, la adaptamos a nuestras nuevas ideas o a las de la gente de la que nos rodeamos, y también, aunque no nos guste pensarlo así, la modificamos cuando nos parece que un cambio de opinión puede favorecer nuestra carrera. Pero luego están los conversos duros: quienes abrazan con fervor lo que antes odiaron, o viceversa.

Todos somos algo conversos, pero luego están los conversos duros: quienes abrazan con fervor lo que antes odiaron, o viceversa

Pensaba en ello leyendo 'Arthur Koestler. Nuestro hombre en España' (Alrevés), un recomendable libro del ensayista Jorge Freire que reconstruye el paso de Koestler como periodista por la Guerra Civil española, durante la que fue encarcelado por el bando franquista. Pasó semanas convencido de que le iban a matar, pero al final la movilización internacional permitió su liberación y regresó a Reino Unido. Koestler, de origen húngaro y judío, que había sido un comunista convencido, se convirtió en un antitotalitario igualmente apasionado y publicó una novela de éxito atronador primero en Estados Unidos y luego en Francia, que en España se tituló 'El cero y el infinito'.

placeholder 'Arthur Koestler. Nuestro hombre en España'.
'Arthur Koestler. Nuestro hombre en España'.

Después de esta gran conversión, Koestler se volvió lo que él mismo llamó un 'Casanova de las causas' y se embarcó en la defensa apasionada de las más nobles —como el fin de la pena de muerte— y de las más disparatadas —como las muchas teorías científicas sin fundamento que publicó una y otra vez en sus libros de supuesta divulgación—. Su abandono del comunismo tiene una explicación racional: descubrió lo que Stalin había hecho en la Unión Soviética en los años de las grandes purgas. Pero su posterior defensa frenética de otras causas ideológicas solo puede deberse a una necesidad humana que, diría, no todos tenemos: la de abrazar con pasión incansable causas que a veces son incoherentes, pelear por ellas hasta el desfallecimiento y llegar, como fue su caso, a pegarte con los amigos por ellas. Eso es un converso de verdad.

O amigos o enemigos

Quizás el rasgo más definitivo del converso es su necesidad de aferrarse a una causa y convertirla en el centro de la vida. Y, por ello, tiende a tener una visión de la vida absolutamente polarizada, que no divide a la sociedad en términos de socios y adversarios, sino de amigos y enemigos (esta división fue propuesta por Carl Schmitt, un teórico del nazismo que también ha tenido un extraño renacer entre los populistas de izquierda, además, por supuesto, de los de derecha). Para los adictos a su causa, sea una o la contraria, no hay mayor placer que el enfrentamiento, y el converso siempre puede hacer gala de su superioridad moral diciendo que conoce mejor que nadie los defectos y maldades del otro bando, porque lo conoce por dentro. No es un fenómeno solo político: piensen en los exfumadores antitabaco, los exgordos delgados y los excarnívoros vegetarianos. Pero es en la política donde los estragos son más catastróficos, porque convierten el debate político en una especie de asunto teológico.

placeholder 'The Darkening Age'.
'The Darkening Age'.

En un libro que aparecerá próximamente en inglés, 'The Darkening Age. The Christian Destruction of the Classical World', la británica Catherine Nixey explica con un detallismo a veces terrible los empeños de los cristianos del siglo IV —justo después de que el cristianismo fuera tolerado por el Imperio Romano, y más tarde convertido en religión oficial— en convertir a quienes seguían practicando la religión romana. Cualquier recurso les parecía poca cosa: el espionaje y el chivatazo a las autoridades religiosas y, desde luego, la muerte. Todo era por el bien de la víctima: destruyéndola, creían, la estaban salvando.

Por supuesto, los conversos actuales no actúan ni remotamente con esta violencia. Pero sí hay algo profundamente religioso en la manera en que se relacionan con sus propias ideas y juzgan las de los demás. Como la religión, es posible que eso tenga mucho que ver con la autoimposición de una disciplina, la expiación por creer haber obrado mal anteriormente o simplemente con el consuelo espiritual en un mundo complejo y peligroso.

Los conversos recurren a una estrategia de origen religioso: la cruzada, el empeño de sacar al enemigo de su error

No hay nada de malo en cambiar de opinión. Yo lo hago con mucha frecuencia: siempre me ha parecido que la manera más práctica de andar por la vida es creer con firmeza en muy pocas cosas, y ser muy flexible en todas las demás: cuando las circunstancias cambian, como dicen que dijo Keynes, ¿acaso no es mejor cambiar de opinión? Y supongo que también esas pocas creencias centrales pueden ir cambiando lentamente, fruto de la reflexión. Pero los conversos, sobre todo quienes como San Pablo lo son de manera repentina, cayendo del caballo, tienden a recurrir siempre a una estrategia también de origen religioso: la cruzada, el empeño, ahora por suerte pacífico, de sacar al enemigo de su error con el autoengaño religioso que practicaban esos primeros cristianos, y que les hacía creer que obraban por el bien de los demás, no para satisfacer su necesidad de enarbolar una causa.

Por supuesto, lo que vengo diciendo hasta ahora tiene sus lagunas: uno debería ser todo lo furibundo que pueda en la defensa de causas como la democracia, la libertad y la igualdad. Pocas críticas pueden hacerse a eso. Y, sin embargo, siempre hay ciertos rasgos en quien se enamora excesivamente de su causa, aunque tenga razón, que le dan un molesto aire mesiánico o místico. Supongo que muchas cosas buenas de las que gozamos en la sociedad se las debemos a mesiánicos o místicos, o simplemente a gente que da la tabarra incesantemente por su buena causa y acaba saliéndose con la suya (normalmente, se sale con la suya quien da más la tabarra, no quien tiene más la razón). Es posible que sea así. Pero, como decía Isaiah Berlin, “la búsqueda de un solo ideal omniabarcador porque es el único y verdadero para la humanidad lleva, invariablemente, a la coerción. Y después a la destrucción y la sangre: se rompen huevos, pero no aparece ninguna tortilla, solo hay un número infinito de huevos, vidas humanas, que romper. Y al final los apasionados idealistas se olvidan de la tortilla y ya solo siguen rompiendo huevos”.

El converso más famoso de la historia es, por supuesto, San Pablo. San Pablo no conoció a Jesús, y él mismo contó en sus cartas cómo, antes de su conversión al cristianismo, persiguió "a la iglesia de Dios” (Corintios, 15:9). Lo hizo con verdadera pasión. Pero un día, “cuando agradó a Dios”, este le reveló “a su hijo […] para que yo le predicase entre los gentiles" (Gálatas, 1:16). A partir de entonces, se tomó esa prédica con la misma seriedad y tenacidad con la que antes había perseguido a los creyentes. Tanto, que ese converso que tuvo que pelear para que los cristianos aceptaran de veras que era uno de ellos, acabó poniendo las bases que permitieron que el cristianismo se expandiera y que estableciera de manera más formal cuáles eran sus creencias y cómo debían comportarse sus seguidores.

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