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Autobiografía cultural catalana: el fin de una hegemonía que parecía indestructible
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Ramón González F

El erizo y el zorro

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Ramón González Férriz

Autobiografía cultural catalana: el fin de una hegemonía que parecía indestructible

En Cataluña los libros no son peores que antes, tampoco los periódicos ni la música, pero lo más importante, la conversación, síes peor: más monotemática, más enconada, más vengativa

Foto: Jordi Pujol en su domicilio de Barcelona en una imagen reciente. (EFE)
Jordi Pujol en su domicilio de Barcelona en una imagen reciente. (EFE)

Durante mis años de formación en Cataluña, en los ochenta y noventa, imperó una hegemonía cultural que parecía indestructible. Era fruto de una coalición inestable pero funcional entre el nacionalismo y el progresismo.

El nacionalismo se había empeñado en que el catalán fuera una lengua de cultura comparable a cualquier otra en Europa. Y en muchos sentidos lo consiguió. Las traducciones de libros clásicos al catalán eran sencillamente extraordinarias -en esa época, yo leí en catalán buena parte de la gran narrativa europea francesa e inglesa del siglo XIX, clásicos greco-romanos y mucha poesía-. Los escritores contemporáneos -yo tenía debilidad por Quim Monzó y Sergi Pàmies- eran excelentes. Quizá no había ningún Marsé o ningún Mendoza, con su capacidad para hacer grandes retratos omniabarcadores de la sociedad barcelonesa. Pero tampoco lo pretendían: eran modernos, breves y socarrones. La Enciclopedia Catalana, un empeño personal de Jordi Pujol, era formalmente tan buena como cualquier otra que se pudiera comprar en España, y el diario Avui era técnicamente un periódico muy decente para ser -lo digo sin mala intención- un diario regional con pocos recursos y menos lectores, independientemente de su ideología.

Después estuvo la música: con mucha inteligencia, y de una manera no muy distinta a como lo había hecho el PSOE en los ochenta con la promoción de determinada modernidad pop española, el gobierno y los ayuntamientos catalanes apoyaron en los noventa buenos grupos de música: Sopa de Cabra hacían rock de raíz stoniana, Umpah-pah eran los más sofisticados, y mezclaban a Van Morrison con el reggae y el folk irlandés, Sau hacían un pop impecable que hablaba casi exclusivamente de amor, sexo y mala vida. A juzgar por sus letras, solo eran políticos vagamente, aunque sus conciertos se llenaban de gente con banderas esteladas. Convergència no tenía ningún interés en la modernidad, pero la conocía y sabía utilizarla en su empeño cultural: el de crear una cultura moderna para lo que esperaba que fuera una lengua, por decirlo con sus palabras, normal; es decir, hegemónica en su territorio. En qué se traduciría eso siempre se dejaba para el futuro.

Cosmopolitas y europeístas

El lado progresista del pacto no contradecía muchos de estos aspectos: a fin de cuentas, una parte importante de sus representantes procedían también de la burguesía catalana y esa era su lengua, o una de las dos, y sin duda la que les parecía mejor por no ser la franquista. Tenían más vocación cosmopolita. Fundaban y dirigían instituciones como el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, el CIDOB -un think tank de política internacional- o el MACBA, el museo de arte contemporáneo de Barcelona. Eran de primer nivel: cosmopolitas, europeístas, con una explícita ambición de modernidad. No tenían el aire curil que muchas veces atribuíamos a todo lo que salía de Convergència, aunque el catolicismo nunca anda lejos en Cataluña.

Barcelona molaba, y sentíamos -los que acabamos trabajando en la pujante industria editorial o periodística-, que nosotros también

'El Ciervo', la revista de católicos progresistas castellanoparlantes, era su revista más sofisticada intelectualmente, aunque no la leía casi nadie. Si mi experiencia dice algo, para un estudiante universitario charnego más o menos de izquierdas a mediados de los noventa, esta vertiente progresista de la hegemonía cultural no podía ser más excitante. Barcelona molaba, y sentíamos -los que poco después acabamos trabajando en la pujante industria editorial o periodística de la ciudad-, que nosotros también: éramos europeos, vestíamos moderno y creíamos que nos divertíamos e instruíamos como en Berlín o Ámsterdam.

Esta rara y compleja hegemonía cultural acababa desembocando en una inequívoca sensación de superioridad. Aunque nunca nada era explícito, eso estaba implícito en los inacabables discursos de Pujol, que eran paternalistas, omnipresentes y moralistas; Pujol iba a los conciertos de rock, a las presentaciones de libros y a las escuelas para dar discursos y recordárnoslo, quería que la prensa no lo olvidara nunca: siempre tenían por fin sugerir que todo eso era mejor que lo que había en España. Quizá Maragall nunca lo habría dicho así, pero bueno, a fin de cuentas Barcelona no era Madrid y eso saltaba a la vista (yo estaba convencido de ello, a pesar de que nunca había estado en Madrid). Pero en última instancia, para un progre no nacionalista como yo, era tolerable: éramos modernos, y la derecha catalana hacía indecibles esfuerzos culturales para ocultar que en cuestiones de economía, moral o ideas sobre la sociedad, no había una derecha más a la derecha que ellos. Lo hacían con un empeño sutil y machacón al mismo tiempo, lo que tiene mérito: repetían soterradamente pero con frecuencia que ellos eran muy buenos, porque, al fin y al cabo, no estaban marginando a alguien como yo, que era hijo de gente de fuera. ¿No era eso un gesto de profunda superioridad?

Molestias tolerables

Por supuesto, era, aunque tolerable, molesto. Pero no sé si más molesto que la experiencia de vivir en cualquier otro lugar democrático en el que manda gente que no te gusta. No era normal la escasa presencia de voces discordantes en esa hegemonía, ni la escasez en el debate de pensadores conservadores o constitucionalistas, ni lo mucho que Convergència se iba pareciendo al PRI, con un PSC que se conformaba con pensar que Barcelona sería siempre suya. Pero a fin de cuentas, nosotros teníamos más vocación de intelectuales que de políticos: nuestro negocio, creíamos, sería tener razón, no seducir a mayorías ni ganar elecciones. Sabíamos que el nacionalismo era una mala idea, y con eso nos bastaba, aunque nuestros mayores no pararan de gritar con razón que el teatro estaba ardiendo. Y seguíamos bailando en el Sidecar con esas bandas indies que, estábamos seguros, aunque no tuviéramos ni idea, no tocaban en Madrid, porque ahí no había un público tan moderno como en Barcelona.

En años en que el mundo corría el riesgo de sumirse en el caos y la ingobernabilidad, los nacionalistas prefirieron ahondar en ambas cosas

No sé si Cataluña es hoy un lugar distinto del que era cuando yo era joven, pero no tengo ninguna duda de que Barcelona sí lo es. Los libros no son peores, los periódicos no son peores, la música no es peor, pero tengo la sensación de que lo más importante, la conversación, es peor: es más monotemática, más enconada, más vengativa. Si me preguntan quiénes han sido los responsables de esto, creo que han sido los nacionalistas que, en unos años en que el mundo corría el riesgo de sumirse en el caos antiliberal y la ingobernabilidad internacional, han preferido ahondar en ambas cosas en lugar de luchar contra ellas. Quizá en el pasado podía parecer que su objetivo era superar el supuesto atraso cultural español, pero ahora ha quedado claro que solo era un intento de reafirmar que eran mejores. Tenían una ventana de oportunidad para lograr lo que soñaban desde hace cuarenta años y querían aprovecharla. Seguramente les saldrá mal, pero quién sabe. Y no puedo imaginarme qué coalición puede formarse después para hacer la vida, una vez más, solo levemente molesta y razonablemente despreocupada. Y asumir que no éramos mejores, solo más narcisistas.

Durante mis años de formación en Cataluña, en los ochenta y noventa, imperó una hegemonía cultural que parecía indestructible. Era fruto de una coalición inestable pero funcional entre el nacionalismo y el progresismo.

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