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El repelente, vengativo y drogata que inventó el rock and roll
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Ramón González F

El erizo y el zorro

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Ramón González Férriz

El repelente, vengativo y drogata que inventó el rock and roll

Jann Wenner era en los 60 un chaval insoportable, no tenía ningún talento especial, pero estaba obsesionado con ascender socialmente. Hasta que, con 21 años, fundó una revista...

Foto: Jan Wenner. (EFE)
Jan Wenner. (EFE)

En los años sesenta del siglo pasado, en California, la contracultura y el rock eran prácticamente una misma cosa. Los jóvenes que se rebelaban contra la guerra de Vietnam, la aburrida y opresora prosperidad del capitalismo estadounidense y, al mismo tiempo, contra las injusticias sociales, se hacían hippies y se iban a Haight-Ashbury, un barrio de San Francisco. Allí fumaban porros, tomaban ácido y escuchaban o tocaban rock, que era la expresión más popular de esa inconformidad. Eran de izquierdas, pero no por fuerza comunistas: simplemente creían que el materialismo occidental era un error que llevaba a la gente a sacrificar sus vidas en el altar del dinero y buscaban alternativas placenteras y más conectadas con la naturaleza. Bob Dylan, los Beatles, Grateful Dead y Janis Joplin eran su banda sonora.

En ese mundo se hizo adolescente, y luego joven, Jann Wenner, un niño bajito y repelente nacido justo después del fin de la Segunda Guerra Mundial en una familia de clase media acomodada cuyos padres, al separase, intentaron por todos los medios que su expareja se quedara con él. Era un chaval insoportable. No tenía ningún talento especial, pero estaba obsesionado con ascender socialmente. Todo lo que hacía en su escuela, a la que acudían los hijos de algunos actores de Hollywood y de viejas familias ricas californianas, estaba destinado a ganarse el favor de quien él percibía como socialmente más exitoso y susceptible de abrirle las puertas a una vida más rica y glamurosa. Eso, con quince años.

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Después, fue a la universidad de Berkeley, en California, que en aquel momento era el epicentro de la cultura de revuelta estudiantil. “En 1964 -cuando Wenner tenía 18 años, cuenta Joe Hagan en ‘Sticky Fingers’, su recién aparecida biografía- ‘beatniks’ y marxistas conspiraban en cafés escuchando a Joan Baez y Bob Dylan mientras absorbían la literatura disidente de intelectuales de izquierdas”. Wenner no estaba muy interesado en la política ni era un gran aficionado a la música, pero había que estar en esa escena para alcanzar la popularidad. La parte de las drogas, sin embargo, le salía con total naturalidad.

Rock, política y drogas

De modo que se introdujo en el pequeño mundo de las revistas y periódicos de tiradas reducidas, muchas veces poco más que fanzines, que mezclaban rock, revuelta política y drogas. Si le parecía que escribir a favor de un disco o un concierto le podía suponer la mejora de su estatus, o le ayudaba a acostarse con alguien, hacía una reseña entusiasta. Si se sentía herido porque un músico le había maltratado o miraba demasiado a su novia, entonces le destrozaba. Wenner se dio cuenta -siempre colocado, siempre frenético, siempre con ideas locas en la cabeza- de que esta conducta funcionaba y conseguía salirse con la suya. Y continuó con ella cuando tras abandonar ‘Ramparts’, una de las revistas que intentaban profesionalizar mínimamente esa escena hedonista y revolucionaria, fundó su propia publicación con el dinero que le prestó su familia. Era 1967, hace medio siglo exacto, Wenner tenía 21 años y la revista recién nacida era ‘Rolling Stone’, que transformó por completo, y en cierta medida creó, el rock and roll.

Gastaba en limusinas, viajes y drogas mientras la revista perdía mucho dinero y siempre convencía a alguien para que invirtiera en ella

Wenner era un pequeño tirano con un inmenso olfato. Gastaba a espuertas en limusinas, viajes y drogas mientras la revista perdía grandes cantidades de dinero, pero siempre convencía a alguien para que invirtiera en ella. Su comportamiento, más que el de un periodista profesional, era el de un ‘groupie’: su único objetivo era estar cerca y ser querido por los músicos que adoraba -y con los que a menudo quería acostarse-, como John Lennon, Mick Jagger y Bob Dylan. En función de sus caprichos, les dedicaba la portada o intentaba destruir su reputación. Y en la mayoría de los casos hacía las dos cosas sucesivamente, convirtiendo sus amistades y enamoramientos en montañas rusas emocionales y económicas, puesto que las discográficas solo ponían anuncios en la revista si sentían que sus estrellas eran bien tratadas.

Foto: Charles Manson el 29 de marzo de 1971, antes de escuchar su condena a muerte.

Pero más allá de su caos y su carisma, Wenner rompió para siempre el vínculo entre el rock y la política revolucionaria cuando se dio cuenta de que los aficionados se estaban convirtiendo en un grupo social atractivo para los grandes anunciantes -de tabaco, alcohol, coches y electrónica de consumo-. “Wenner estaba, de hecho, convirtiendo el rock and roll en una cultura de la celebridad como todas las que la habían precedido”, como el cine o el deporte. “Ya no era un movimiento o una cultura juvenil, no digamos ya una revolución. Aquella era la era de las ‘personalidades’ (…) Todo el mundo quería ser famoso”, dice Hagan. Se trataba de rendir culto a gigantes y, con ello, intentar ganarse su favor, su estima y hasta su cama. En el proceso, Wenner descubrió y alentó a grandes talentos periodísticos, como la fotógrafa Annie Leibovitz o el escritor Hunter S. Thompson, e hizo una buena revista que milagrosamente salía cada quincena, puesto que las horas dedicadas al sexo, las drogas y la vida social habrían destruido a cualquiera que no tuviera el empeño de esa corte de locos ambiciosos y narcisistas. No solo eso, ‘Rolling Stone’ vendía medio millón de ejemplares de cada número cuando su propietario y director no tenía más de treinta años. Pero lo más importante era triunfar, codearse con famosos, influir en la cultura popular y hacerse rico para poder seguir haciendo lo mismo.

Una biografía colosal

‘Sticky Fingers’ es una biografía colosal -550 páginas de relato tejido con entrevistas a Bob Dylan, Bruce Springsteen, Mick Jagger, Elton John, Paul Simon y todas las estrellas del rock imaginables-, y la mejor demostración posible de que la cultura popular puede revelarse como un elemento de enorme importancia en la configuración ideológica y política de la sociedad. Por raro que parezca si, como es el caso, la biografía del director de una revista se hace en serio, esta puede retratar la historia de su país durante cincuenta convulsos años.

placeholder 'Sticky Fingers'
'Sticky Fingers'

Wenner, que dio acceso al autor a todos sus documentos privados, se quejó después de la publicación del libro de que este no respeta su intimidad sexual y exagera su carácter violento y caprichoso. Es difícil saber si tiene razón, aunque la biografía parece impecable. Ahora Wenner tiene 71 años y hace unos cuantos salió del armario para anunciar que tenía una relación estable con un hombre. Se dice que su revista se quedó estancada en el rock de los sesenta y los setenta, que no entendió el punk ni el hip-hop, y lo cierto es que en los últimos tiempos, aunque ha seguido haciendo muy buen periodismo con grandes exclusivas políticas y financieras, ha perdido mordiente y se ha convertido en una simple y pulcra revista de entretenimiento. Hasta tal punto que, al borde de la bancarrota, Wenner la ha dejado en manos de su hijo y ha puesto a la venta el 51 por ciento de sus acciones.

‘Rolling Stone’ consumó la gran traición: convirtió la contracultura en un negocio al despojarla de toda pureza ideológica y entregarla al sistema


‘Rolling Stone’ consumó la gran traición: convirtió la contracultura en un negocio al despojarla de toda pureza ideológica o moral y entregarla al sistema. Siempre se situó a la izquierda, pero nunca tanto como para salirse del ‘establishment’ y perder el favor del Partido Demócrata. Hoy está arruinada. No sé qué significa eso en términos culturales, económicos o políticos más amplios, pero certifica la muerte de un periodo de cincuenta años en el que el rock -adulterado, narcisista, autoritario, agresivo, machista, avaricioso- estuvo en el centro del capitalismo.

En los años sesenta del siglo pasado, en California, la contracultura y el rock eran prácticamente una misma cosa. Los jóvenes que se rebelaban contra la guerra de Vietnam, la aburrida y opresora prosperidad del capitalismo estadounidense y, al mismo tiempo, contra las injusticias sociales, se hacían hippies y se iban a Haight-Ashbury, un barrio de San Francisco. Allí fumaban porros, tomaban ácido y escuchaban o tocaban rock, que era la expresión más popular de esa inconformidad. Eran de izquierdas, pero no por fuerza comunistas: simplemente creían que el materialismo occidental era un error que llevaba a la gente a sacrificar sus vidas en el altar del dinero y buscaban alternativas placenteras y más conectadas con la naturaleza. Bob Dylan, los Beatles, Grateful Dead y Janis Joplin eran su banda sonora.

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