El erizo y el zorro
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Ser liberal es ser indiferente la mayor parte del tiempo
La sensación de que en España estamos caminando hacia un modelo iliberal tiene cierta razón de ser
Si algunos defendemos el orden liberal no es porque estemos obsesionados con la bajada de los impuestos, la privatización de las pensiones y con que el centro de la existencia se convierta en una competición desatada -eso es, en realidad, una caricatura o una reducción del liberalismo. Lo hacemos porque es un sistema político que permite, mal que bien, el pluralismo. Es decir, la existencia de ideas e intereses distintos, y a veces contrarios, que nunca llegan a tener el poder absoluto y de cuyo choque resulta una especie de equilibrio siempre inestable. Este se produce entre el mercado y el Estado; dentro del Estado, entre sus distintas ramas; y en la sociedad civil se manifiesta mediante una bronca discusión amparada por la libertad de expresión y establecida dentro de unos límites. Dónde se pongan esos límites es un tema inacabable pero, aunque creo que tienen que existir, ante la duda de si deben ser más bien estrictos o deben pasarse de laxos, mi opción es la segunda.
Sin embargo, el pluralismo es más complicado de lo que parece en la teoría. Empezando por lo más evidente: vivir en una sociedad que lo ampara es una auténtica lata. Te topas constantemente con opiniones que te irritan, siempre existe la tentación de pensar que los demás son idiotas por no pensar y vivir como tú, y además, en los sistemas pluralistas la pelea dialéctica la suelen ganar no quienes tienen más conocimientos o son más razonables, sino los más radicales, los iluminados o aquellos que disponen de más tiempo libre. Por si eso fuera poco, los poderes están tan distribuidos que muchas veces la gente no sabe a quién echar la culpa y, en resumen, se tiende a pensar que siempre es del gobierno.
La sensación de que en España estamos caminando hacia un modelo iliberal tiene cierta razón de ser. El gobierno del PP ha hecho lo que suelen hacer los gobiernos de derechas, tratar de complacer a sus seguidores más conservadores endureciendo las penas por unos delitos que sus votantes saben que nunca cometerán. Y también es posible que en nuestro sistema judicial haya jueces que deseen hacer política -jueces activistas, les llaman en inglés-, intervenir en la vida pública de una manera que excede la interpretación de las leyes y entra claramente en un ámbito donde solo deben participar los legisladores electos. (También es posible que muchos jueces sean muy, muy de derechas.) No sé de derecho, pero un buen puñado de abogados, no precisamente antisistema o independentistas, han señalado que es absurdo tener en prisión preventiva a varios políticos y líderes de organizaciones independentistas, que es un disparate retirar un libro del mercado por unas pocas líneas, juzgar delitos de blasfemia o meter en la cárcel a un descerebrado por decir tonterías.
Recomendable pluralismo
El pluralismo, pese a ser complicado, suena bien. Hoy todo el mundo, desde la izquierda radical a la derecha, parece haber asumido que este no solo es recomendable, sino inevitable: puesto que las sociedades son plurales, mejor encontrar la forma de manejar esa dispersión de identidades, de ideas e intereses, que empezar a meter en la cárcel a todos los católicos, todos los ateos, todos los comunistas, todos los fascistas, todos los unionistas o todos los independentistas.
Nos olvidamos de que el verdadero pluralismo se ejerce con quienes estamos en total desacuerdo
Pero el pluralismo es difícil de llevar a la práctica. En nuestras sociedades, hay tantas personas en lo que llamamos mainstream ideológico -un poco a la izquierda o a la derecha del centro, o en el mismísimo centro- que nos olvidamos de que el verdadero pluralismo se ejerce no con la gente con la que estamos de acuerdo en lo principal y en desacuerdo en lo más secundario -por ejemplo, en España, quienes piensan que la Constitución no está mal, pero disienten en políticas fiscales, territoriales o educativas- sino con quienes estamos en total desacuerdo.
Lo complejo no es que el 21,1 por ciento de los españoles que se define a sí mismo como centrista absoluto (5, en una escala de 1 a 10; sigo los datos del CIS aunque su metodología no me encanta) se entienda con el 13,5 por ciento que se identifica con el 4 (centroizquierda), o con el 8,9 por ciento que se sitúa en el 6 (centroderecha). No, lo difícil es la convivencia política entre el 9,2 por ciento que se ubica en la extrema izquierda, o cerca de ella, y el 2,8 por ciento de quienes se sitúan en torno a la extrema derecha. Ahí, en los casos extremos, es cuando se pone a prueba el pluralismo de un individuo o de una sociedad. Pluralismo no es sentar a un lector de El Confidencial con uno de El País y otro del ABC y descubrir en qué coinciden; eso es relativamente fácil. Es ver si un lector de La Razón y uno del Avui (añadiéndose en este caso el eje territorial) pueden encontrar la manera de tolerarse y hasta de llegar a acuerdos.
Qué hacer con la gente que nos cae realmente mal, cuyas opiniones detestamos, cuyos fines políticos nos parecen insoportables
La tentación iliberal siempre está presente. En realidad, podría decirse que la discusión pública no gira en torno a la censura o la reprensión pública, sino alrededor de la idea de que los de mi bando no merecen ser censurados ni reprendidos, pero mis contrarios, sin duda, sí. Es un error quizá inevitable. Pero por incómodo que sea, quizá debamos pensar en serio qué hacer con la gente que nos cae realmente mal, cuyas opiniones detestamos, cuyos fines políticos nos parecen insoportables. No para darles la razón, ni mucho menos para dejar de intentar que pierdan en la deliberación pública primero y luego en las elecciones, y si no queda más remedio en los tribunales. Pero el pluralismo no es un juego de salón, una mera elegancia retórica. Es decidir cómo convives con quien te pone de los nervios. La cárcel -después de un juicio justo, no antes- o el secuestro de un libro -si hay en él acusaciones claramente ilegales- son recursos posibles, pero que solo deben utilizarse con un cuidado extremo, y como un último recurso, desagradable y raro.
En los demás casos, quizá debamos echar mano con más frecuencia de uno de los recursos más efectivos: la indiferencia.
Si algunos defendemos el orden liberal no es porque estemos obsesionados con la bajada de los impuestos, la privatización de las pensiones y con que el centro de la existencia se convierta en una competición desatada -eso es, en realidad, una caricatura o una reducción del liberalismo. Lo hacemos porque es un sistema político que permite, mal que bien, el pluralismo. Es decir, la existencia de ideas e intereses distintos, y a veces contrarios, que nunca llegan a tener el poder absoluto y de cuyo choque resulta una especie de equilibrio siempre inestable. Este se produce entre el mercado y el Estado; dentro del Estado, entre sus distintas ramas; y en la sociedad civil se manifiesta mediante una bronca discusión amparada por la libertad de expresión y establecida dentro de unos límites. Dónde se pongan esos límites es un tema inacabable pero, aunque creo que tienen que existir, ante la duda de si deben ser más bien estrictos o deben pasarse de laxos, mi opción es la segunda.
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