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El discreto encanto de la Guerra Fría: de los rojos malvados a la inercia tecnócrata
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

El discreto encanto de la Guerra Fría: de los rojos malvados a la inercia tecnócrata

Una reflexión al hilo de la última novela de John Le Carré: 'El legado de los espías'

Foto: Primer encuentro entre el presidente estadounidense Ronald Reagan y el líder soviético Mijail Gorbachov, en noviembre de 1985 (Biblioteca Presidencial Ronald Reagan)
Primer encuentro entre el presidente estadounidense Ronald Reagan y el líder soviético Mijail Gorbachov, en noviembre de 1985 (Biblioteca Presidencial Ronald Reagan)

El acontecimiento político más importante que, hasta el momento, ha vivido mi generación ha sido la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento posterior del Imperio soviético. Raramente pensamos en ello -éramos unos niños; yo creo recordar a Rosa María Artal en Televisión Española, narrando en directo el 9 de noviembre de 1989 cómo los alemanes del Este cruzaban el muro hacia el oeste, aunque es posible que se trate de un recuerdo inventado-, pero ese suceso cambió el mundo de una manera trascendental. No solo porque señaló el fracaso del comunismo, sino porque supuso el fin de un capitalismo que se había configurado para resistirse a él.

Lo pensaba leyendo 'El legado de los espías' (Planeta), la última novela de John Le Carré, que a sus 86 años sigue en plena forma. El libro cuenta la historia de Peter Guillam, un octogenario que durante la Guerra Fría operó como espía británico en la República Democrática Alemana y que ahora está retirado en una granja en Francia. Guillam recibe allí una carta de los responsables del servicio de inteligencia británico actual, que le convoca a una reunión en Londres para aclarar un asunto del pasado: a principios de los años sesenta, participó en una sucia operación contra la Stasi -la agencia de espionaje de Alemania Oriental- en la que murió un agente británico. Ahora, el hijo de este quiere vengarse por la traición que condujo a la muerte a su padre, y amenaza con revelar en el Parlamento las malas artes del espionaje británico, y denunciarlo en los tribunales, si no recibe una explicación de lo que realmente pasó.

Lo más interesante de la novela es, por supuesto, el contraste entre el pasado y el presente. Durante la Guerra Fría, los espías británicos tenían su sede en “El circo”, un lugar oscuro e incómodo, bastante grandilocuente pero precario, que apestaba a humo y solo estaba poblado por hombres (la excepción eran las secretarias) endurecidos y cínicos que a veces creían estar luchando por la democracia y a veces únicamente por la supervivencia. Ahora, la sede londinense a la que acude Guillam para dar cuentas del pasado es un lujoso edificio moderno, con incontables medidas de seguridad y lleno de jóvenes, muchos de ellos mujeres, que más que espías parecen burócratas.

Interrogan al anciano con una mentalidad actual, que da por sentada la democracia y aprecia la transparencia, y a él le parece entre escandaloso y divertido que esos jóvenes no entiendan en absoluto que las reglas bajo las que se operaba durante la Guerra Fría eran completamente distintas.

Sí, se trataba de defender la democracia, y parecía claro que para ello había que contribuir a la caída del comunismo, pero no se trabajaba con apego a lo que ahora llamaríamos buenas prácticas y rendición de cuentas. Aquel era un mundo peligroso. Guillam escucha las preguntas y da respuestas elusivas, y aprovecha que es un anciano duro de oído para simular que no entiende, que no acaba de comprender lo que pasa. Pero sabe muy bien lo que pasa: el mundo es otro. No necesariamente mejor, al menos para él. Quizá un poco blando, quisquilloso, llorón.

El mundo es ahora mejor que durante la Guerra Fría. Pero algunos, en cierto sentido, la añoran. En un artículo de hace unos años, el filósofo estadounidense Mark Lilla decía: "En la década posterior a los acontecimientos de 1989 no hablábamos de otra cosa. Ninguno de nosotros previó la rápida desintegración del Imperio soviético, el retorno también veloz de Europa del Este a la democracia constitucional, o la agonía de los movimientos revolucionarios que Moscú apoyó durante tanto tiempo. Ante lo inesperado, de manera atípica nos ocupamos de pensamientos grandilocuentes. ¡¿Este es el “fin de la Historia?', '¿qué queda de la izquierda?' Después, la vida siguió su curso y nuestro pensamiento volvió a hacerse pequeño. Europa dirigió su atención a construir una Unión Europea amorfa; Estados Unidos, al islamismo político y la quimera de fundar las democracias árabes; el mundo, en cambio, se concentró en el estudio de la economía liberal, convertida en la esencia de nuestro currículo global. Y así, por estas y otras razones, nos olvidamos de la Guerra Fría y eso parecía algo fabuloso".

Pero desde entonces, dice Lilla, hemos dejado de entender nuestro tiempo. “Todos intuimos que están ocurriendo cambios desastrosos en nuestras sociedades (…). Sin embargo, carecemos de conceptos adecuados o, incluso, del vocabulario apropiado para describir el mundo en que vivimos (…). El fin de la ideología no significa que haya desaparecido la oscuridad. Ha traído una niebla tan espesa que ya no podemos leer lo que está justo frente a nosotros. Vivimos una era ilegible.”

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Seguramente Lilla exagera: a fin de cuentas, es preferible vivir en una era que no entendemos a hacerlo en una que comprendemos perfectamente pero que somete a la dictadura a millones de personas. Sin embargo, hay algo de cierto en lo que dice y que Peter Guillam, el protagonista de 'El legado de los espías', podría suscribir. Ya nada es tajante, todo es fluido y confuso, una tecnocracia sin otro fin aparente que seguir con la inercia. Como dice Lilla, “nuestra arrogancia consiste en creer que ya no tenemos que pensar profundamente o poner atención o buscar conexiones, sino que lo único que tenemos que hacer es aferrarnos a nuestros ‘valores democráticos’ y a nuestros modelos económicos y tener fe en el individuo y todo saldrá bien”. A Guillam, le parecen un poco grotescos esos espías modernos que le interrogan, que visten como altos funcionarios, manejan iPads y ponen énfasis en los procedimientos legales. Además de lo personal -¿por qué demonios le preguntan ahora sobre algo sucedido en los sesenta?-, está lo político: ¿de veras son las democracias tan esclavas de las relaciones públicas y los escándalos?

Quizá porque apenas la viví, no siento ninguna clase de nostalgia por la Guerra Fría. Pero en muchos sentidos mi educación pasó por las mejores expresiones culturales, y los clichés más manidos, de esa época. Aunque ahora no lo recordemos, fue el centro de la política, y también de la cultura, durante casi cinco décadas. Su fin supuso una mezcla de alivio -no existía una alternativa al capitalismo en Occidente- y de un optimismo excesivo -el capitalismo es lo mejor y ahora ya no tiene que luchar contra un modelo rival-. Ambas cosas eran ciertas. Pero el futuro no ha salido tan bien como se pensaba. Le Carré lo explica de maravilla.

El acontecimiento político más importante que, hasta el momento, ha vivido mi generación ha sido la caída del Muro de Berlín y el desmoronamiento posterior del Imperio soviético. Raramente pensamos en ello -éramos unos niños; yo creo recordar a Rosa María Artal en Televisión Española, narrando en directo el 9 de noviembre de 1989 cómo los alemanes del Este cruzaban el muro hacia el oeste, aunque es posible que se trate de un recuerdo inventado-, pero ese suceso cambió el mundo de una manera trascendental. No solo porque señaló el fracaso del comunismo, sino porque supuso el fin de un capitalismo que se había configurado para resistirse a él.

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