El erizo y el zorro
Por
Cultura y nostalgia: cuando el pasado es mucho más interesante que el futuro
La cultura popular sigue atrapada en el ciclo iniciado en los 60: una sucesión de aparentes revoluciones estéticas que enseguida se convierten en un establishment excitante e intrascendente
La nostalgia es lo que los inversores en bolsa llaman un valor refugio: en tiempos de crisis o de falta de iniciativa clara, lo mejor es invertir en ellos. No ganarás mucho, pero seguramente tampoco perderás. Ahora mismo, el pasado es mucho más ilusionante que el futuro. Desde la crisis de 2008, no ha surgido una idea nueva que permita pensar en el futuro con cierta confianza. De hecho, ha sido el extremismo de derechas (y en menor medida el de izquierdas) quien mejor ha conseguido proyectar un futuro optimista, y su contenido principal es, básicamente, un retorno al pasado.
Trump y Putin parecen soñar con aquel mundo en el que mandaban los hombres (blancos), las mujeres eran una forma cara de decoración y los proyectos personales de los líderes se confundían cuidadosamente con los objetivos de sus naciones. Salvini quiere que Italia vuelva a ser un gran país, con Mussolini en un retrovisor y la irresponsabilidad fiscal en el otro. El partido conservador británico está dispuesto a asumir casi cualquier cosa para regresar al 31 de enero de 1972, el día previo a que Reino Unido entrara en la comunidad europea y el mercado común.
Pero no solo las ideologías extremistas están buscando un retorno al pasado. También las más ortodoxas y cercanas al centro. El PSOE actual parece un intento de recuperar el entusiasmo que el partido generó hace tres décadas. Con la elección de Pablo Casado, parece que el PP quiere volver a las luchas ideológicas de hace dos. Los periódicos tienen un aire vintage: por fin, de nuevo los editorialistas parecen alegrarse con los recientes presidente y candidato en la oposición. A veces, hasta se nos olvida que hay otros dos partidos que aspiraban a regresar al bipartidismo de antaño, solo que con ellos de protagonistas.
Cultura atrapada
La cultura popular sigue atrapada en el ciclo iniciado en los años sesenta: una sucesión de aparentes revoluciones estéticas que enseguida se convierten en un establishment estéticamente excitante y políticamente intrascendente. Como decía hace unos días en estas páginas mi colega Víctor Lenore, empezamos incluso a añorar la época en que no había festivales de música. Entonces, los conciertos eran manejables, durante su celebración podías tomarte tranquilamente una cerveza y luego irte a casa a cenar y ducharte. La gente de la alta cultura se resigna, y suspira por la época en la que el libro ocupaba el podio del entretenimiento y el centro de la conversación culta.
Nos gustaría volver a ese momento gozoso en el que podíamos mandar emails, pero sin ver en directo cómo los demás se insultan
La última idea prometedora que encontramos fue internet y la posibilidad de que las redes sociales reinventaran las relaciones humanas y las proyectaran más allá de la presencia física y la rigidez vertical de la televisión o los periódicos. Pero ahora empezamos a verlas como la mayor arma de distracción jamás inventada. Nos gustaría volver a ese momento gozoso en el que podíamos mandar emails, pero aún no contemplar en directo cómo los demás triunfan, simulan que triunfan o simplemente se insultan. Sabemos que el objeto de deseo que ya nunca nos permitiremos es el viejo Nokia 3310 de principios de los años 2000. El año pasado fue relanzado en el Mobile World Congress de Barcelona bajo el eslogan “El icono ha vuelto”. Su precio ronda los 50 euros.
Hace unos días, la edición estadounidense de la revista Vogue publicó el titular “Por qué este outfit de Paris Hilton de la era de los 2000 es aún hoy relevante”.
Regresar a toda prisa al pasado no es nuevo. Ni siquiera se trata siempre de una forma de reaccionarismo. Es, más bien, el testimonio de que solemos estar algo incómodos con la época que nos ha tocado vivir y de que nuestra capacidad de innovación es mucho menor de lo que nos gusta creer. Faulkner escribió que “El pasado nunca muere. Ni siquiera pasa”. Es cierto en parte. Pero también lo es que lo ocurrido es mucho más fácil de reinventar, reimaginar y ajustar a nuestros deseos que el presente. Y eso aumenta a medida que envejecemos y la incomodidad con nuestro tiempo se transforma. Sobre todo cuando nos damos cuenta de que no sabemos seguir creando relatos de futuro ilusionantes y nos convencemos de que debemos hallarlos en alguna parte del camino recorrido.
Si nos hubieran dicho que volverían el proteccionismo, el PSOE de toda la vida, el PP que habla del aborto y los móviles sin 3G, que las redes sociales serían el nuevo tabaco y que herviríamos la leche cruda en casa, nos habríamos reído. O habríamos llorado. Pero en todo caso nunca deberíamos habernos sorprendido. Los economistas dicen que es muy difícil hacer predicciones, sobre todo cuando se refieren al futuro. Pero eso es mentira y hay dos reglas que lo certifican. La primera es que en el futuro siempre regresamos al pasado. Y la segunda es que el outfit de Paris Hilton en los 2000, con top corto, vaquero de cadera baja y bolso Dior era una monada, pero ya ninguno tenemos cuerpo para llevarlo con gracia.
La nostalgia es lo que los inversores en bolsa llaman un valor refugio: en tiempos de crisis o de falta de iniciativa clara, lo mejor es invertir en ellos. No ganarás mucho, pero seguramente tampoco perderás. Ahora mismo, el pasado es mucho más ilusionante que el futuro. Desde la crisis de 2008, no ha surgido una idea nueva que permita pensar en el futuro con cierta confianza. De hecho, ha sido el extremismo de derechas (y en menor medida el de izquierdas) quien mejor ha conseguido proyectar un futuro optimista, y su contenido principal es, básicamente, un retorno al pasado.