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Lo que realmente nos diferencia de los monos: saber cocinar
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Lo que realmente nos diferencia de los monos: saber cocinar

'En llamas. Cómo la cocina nos hizo humanos', de Richard Wrangham, viaja al fondo de la digestión humana para entender por qué es tan importante comer bien

Foto: La alimentación importa (iStock)
La alimentación importa (iStock)

Su cerebro constituye alrededor del 2,5% de su peso corporal. Sin embargo, incluso cuando está descansando, gasta más del 20% de la energía total que requiere el cuerpo. La demanda energética de las neuronas es constante, aunque haya poca comida o suframos una infección, o incluso estemos durmiendo. Esto no le sucede en el mismo grado a otros animales. El cerebro de los primates consume alrededor del 13% de su energía, mientras que el de la mayoría de los mamíferos nunca pasa del 10%.

Para proveer de energía a un cerebro tan grande y exigente, la clave es la alimentación. Pero, como sugiere 'En llamas. Cómo la cocina nos hizo humanos', de Richard Wrangham, profesor de antropología biológica en Harvard, no basta con comer alimentos crudos recogidos de los árboles o el suelo. Es posible que ni siquiera sea suficiente con comer carne cruda. Para mantener ese maravilloso órgano y, de hecho, para lograr que llegara a crecer tanto y cobrara tanta importancia en nuestro cuerpo, fue necesario inventar la cocina: preparar los alimentos, básicamente a través del calor, para hacerlos más seguros, más ricos y más blandos, lo que disminuye el tiempo de las digestiones y permite reducir el gasto energético. La cocina nos permitió tener unos intestinos pequeños y el cerebro grande.

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Todo eso pasó, por supuesto, por el dominio del fuego, que tuvo un inmenso número de consecuencias para la evolución de nuestro cuerpo. Por un lado, permitía dormir en el suelo con una cierta seguridad, en lugar de hacerlo encaramado a un árbol. No pasarnos el día subidos a los árboles quizá aumentó la longitud de nuestras piernas y a su vez facilitó el recorrido a pie de largas distancias. En cualquier caso, se reforzó esa tendencia, porque la posibilidad de cocinar raíces y carnes redujo la dependencia de los frutos que crecían en lo alto de los árboles y que se consumían crudos. Y así surgió el 'Homo erectus', tan parecido a nosotros: la mejora de la calidad nutricional de la dieta y la ingesta de comida más blanda permitieron que los dientes se hicieran más pequeños, la caja torácica creció y se perdieron algunas características propias de los animales que necesitan trepar.

Los cambios físicos tuvieron, a largo plazo, profundas implicaciones culturales. Como dice Wrangham en el libro –que es corto, ameno, fácil, y está lleno de argumentos importantes para quienes creemos que la cocina es una de las actividades más extraordinariamente interesantes de los seres humanos–, “pocos cambios se han producido en la anatomía humana desde los tiempos del ‘Homo erectus’, hace casi dos millones de años. La cultura es la baza ganadora que permite a los humanos adaptarse, y en comparación con la carrera humana de dos millones de años, la mayoría de las innovaciones culturales han sido ciertamente recientes”. Para Darwin, y para muchos antropólogos, la cocina era algo valioso, pero su incorporación al conjunto de las habilidades humanas había sido tardía y no tenía ninguna relevancia “biológica o evolutiva”. Llegado el caso, los humanos podríamos vivir sin ella. Podríamos, incluso, vivir sin el fuego.

'En llamas' es una pequeña joya'. A poco que les interese la comida y la divulgación científica, háganse con él

Lo que sostiene este libro es exactamente lo contrario, y lo hace a manera de hipótesis, pero basándose en hechos sólidos. La ingesta de carne nos obligó a ser más cooperativos –era necesario cazar en grupo–, y la cocina fue crucial en la formación de las familias y la separación tradicional del trabajo dentro de ellas. “Una vez que nuestros antepasados comenzaron a cocinar”, sostenía uno de los fundadores de la cocina moderna, el gastrónomo francés del siglo XIX Jean Anthelme Brillat Savarin, “la carne se tornó más deseable y valiosa, lo cual confirió una nueva importancia a la caza. Y, dado que la caza era una actividad principalmente masculina, las mujeres asumieron el papel de cocinar”. El historiador Michael Symons afirma que somos humanos gracias al hecho de que cocinamos. Para el también historiador Felipe Fernández-Armesto, la cocina es un “índice de la humanidad de la especie humana”. Todo esto está muy bien, dice Wrangham, pero lo mejor es que sí hay razones estrictamente biológicas, que él explica admirablemente, que sugieren que esto es cierto. Somos humanos porque cocinamos. Y nos relacionamos entre nosotros como lo hacemos, en buena parte, porque cocinamos.

El problema en el pasado era conseguir comida que cocinar. Ahora, para los afortunados de la tierra, el reto es la renuncia a ingerir todo lo que tenemos

Ahora, la idea de comer alimentos crudos puede parecernos tentadora, una especie de regreso a los orígenes. Y, además, como muestran varios experimentos recogidos en el libro, esa dieta hace perder peso: por muchas calorías que ingiramos en forma de plantas o carne sin cocinar, no ganamos kilos, posiblemente porque hacemos la digestión todo el rato. Para la evolución del ser humano, ganar kilos solía ser una bendición. Sin embargo, como cuenta también Wrangham, quizá ahora el problema sea el inverso: hace más de medio siglo, el economista John Kenneth Gailbraith afirmó que en Estados Unidos desde entonces era más probable morir por un exceso de comida que por escasez. “Los alimentos populares cocinados en fábricas gigantescas se desprecian con frecuencia por su falta de micronutrientes, por tener demasiada grasa, sal y azúcar”, pero “son los alimentos que nuestra evolución nos ha llevado a desear”.

De modo que, millones de años después, lo que fue una bendición para nuestra especie –encontrar la manera de hacer que la comida fuera más digerible y energética mediante su procesamiento– quizá sea ahora una maldición. Como dice Wrangham, durante mucho tiempo las investigaciones nos hicieron pensar que los humanos éramos una especie “infinitamente adaptable”; mientras algunos sobrevivían con una alimentación totalmente basada en vegetales, otros con lo hacían con una limitada a la ingesta de carnes. Después de un proceso evolutivo larguísimo, y uno de transformación cultural más corto, podíamos amoldarnos a cualquier dieta. Pero puede que no sea cierto. El problema en el pasado era conseguir comida que cocinar. Ahora, para los afortunados de la tierra, el reto es la renuncia a cocinar e ingerir todo lo que tenemos disponible.

'En llamas” es una pequeña joya'. A poco que les interese la comida y la divulgación científica, háganse con él.

Su cerebro constituye alrededor del 2,5% de su peso corporal. Sin embargo, incluso cuando está descansando, gasta más del 20% de la energía total que requiere el cuerpo. La demanda energética de las neuronas es constante, aunque haya poca comida o suframos una infección, o incluso estemos durmiendo. Esto no le sucede en el mismo grado a otros animales. El cerebro de los primates consume alrededor del 13% de su energía, mientras que el de la mayoría de los mamíferos nunca pasa del 10%.

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