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Exhibicionismo y censura: si no juzgas... también serás juzgado
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Exhibicionismo y censura: si no juzgas... también serás juzgado

Los que se exhiben en las redes no parecen recordar que nadie es tan perfecto como para no dar nunca un paso en falso

Foto: Selfie en el reciente Orgullo Gay de Londres. EFE)
Selfie en el reciente Orgullo Gay de Londres. EFE)

En el mundo griego clásico, se consideraba que una de las mayores amenazas al éxito de un guerrero o un político era la hibris: la arrogancia de creer que siempre se podía ir más lejos, combatir a más enemigos, conquistar más tierras. El cristianismo, por su parte, advierte de los siete pecados que nos llevan a terribles penalidades: la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia. Esta claro que Homero y Dante, dos de los escritores que mejor explicaron estos vicios, no tenían móvil. De haberlo tenido, habrían sabido cuál es la perdición más cierta de la humanidad: el exhibicionismo.

Para empezar están los selfies, por supuesto. En 2016 el Washington Post publicó que el año anterior habían muerto veintisiete personas al intentar sacarse un selfie en un lugar arriesgado (por alguna razón, la mayoría se produjeron en India). La semana pasada, The New York Times contaba que un lago ruso, conocido como las Maldivas siberianas por el color turquesa de sus aguas, que se ha convertido en un imán para instagramers, es en realidad un estanque artificial en el que se vierten las cenizas tóxicas de una planta de carbón cercana, que le dan ese tono brillante a sus aguas. El Memorial de Auschwitz, que permite recorrer uno de los escenarios más crueles de la barbarie nazi, ha tenido que pedir repetidamente en los últimos meses a sus visitantes que dejen de hacerse selfies sonrientes o sexis en el campo de concentración.

Pero no solo son los selfies. Peor incluso que exhibir a todas horas que estás bueno, vives en una casa increíble o te has ido de vacaciones a un sitio exclusivo, muchas personas -especialmente periodistas y escritores, hay que reconocerlo- utilizan las redes y la oportunidad de dirigirse al público desde los medios para exhibir su bondad interior. A menudo parece que hablaran de política, pero en realidad suelen hacerlo de moral: observad la belleza de mi alma.

Peor incluso que exhibir a todas horas que estás bueno es utilizar las redes para exhibir tu bondad interior

Maluma quiso exhibir su afecto por los animales al publicar una foto en la que acariciaba a un cachorro de león. Le acusaron de explotar a los animales y abandonó Instagram. Dabiz Muñoz quiso exhibir su buen gusto culinario y publicó una foto de un cochinillo asado. Le acusaron de crueldad. Dulceida quiso exhibir su generosidad regalando a unos niños africanos unas gafas de sol. La acusaron de promocionarse a costa de la pobreza de otros.

Naturalmente, una cultura basada en la exhibición tiene la contrapartida de crear una sociedad de censores. Fuera del reducido grupo que se alegra de nuestra felicidad, belleza y moralidad, la única respuesta esperable ante nuestras exhibiciones es la crítica. De ahí que ahora esta sea también la muestra máxima de exhibicionismo: criticando a los demás, en muchas ocasiones, lo que queremos poner de manifiesto no es solo el error ajeno, sino nuestra virtud superior.

Exhibición y estatus

Si nada de esto parece nuevo es porque no lo es. Uno habría pensado que esta dinámica de exhibición moral y censura social era propia de sociedades mucho más puritanas, sometidas a reglas religiosas y basadas en una competición soterrada por demostrar la mayor virtud posible. Pero resulta que no. En las sociedades laicas, tolerantes con la vida privada de los demás y con una noción democrática de la ciudadanía, parece que la dinámica de mostrar de manera exagerada la propia virtud sigue teniendo sentido. También es cierto que el fin último de esta dinámica es el dinero o su sucedáneo en estos tiempos de low cost: el estatus. La exhibición puede hacernos más visibles, y por lo tanto más reconocibles para posibles empleadores. Por supuesto, hay unos pocos que cobran a las marcas por exhibirse junto a ellas. Puede, simplemente, que al exhibirnos queramos satisfacer una de las necesidades más básicas: que nos quieran y nos respeten.

Lo más llamativo de la exhibición, con todo, es que quienes se rinden a ella no parecen recordar que nadie es tan perfecto -ni tiene tantos conocimientos o virtudes, o siquiera comprende tan bien lo que los demás esperan de nosotros- como para no dar nunca un paso en falso o hacerse un daño irreparable.

Tal vez sea mejor no ponerlo tan fácil, al exhibir constantemente lo que, al final, siempre acaban siendo debilidades

De todas mis ideas económicas, solo una me parece que debería haberse implantado. Cuando en lo peor de la crisis de la deuda española, allá por 2012, paseaba por el centro de Madrid y veía a los turistas arriesgándose a ser atropellados por sacarse un selfie ante la Almudena, concebí una idea sencilla y elegante: crear un impuesto a la fotografía digital. Sería pequeño, para no desincentivar que nadie siguiera poniendo morritos frente a la fea catedral, y se cobraría por medio de las teleoperadoras o los fabricantes de móviles. Vista la cara que puso el político al que le conté la idea, decidí no seguir dedicando tiempo a detallar el proyecto, pero estoy convencido de que ese impuesto nos habría sacado del pozo fiscal de aquellos años y ahora no tendríamos la deuda pública que tenemos, o por lo menos se habría reducido marginalmente el exhibicionismo. Eso habría sido bueno en sí mismo.

Es mentira que si no juzgas no serás juzgado. Somos juzgados todo el tiempo. Pero tal vez sea mejor no ponerlo tan fácil, al exhibir constantemente lo que, al final, siempre acaban siendo debilidades.

En el mundo griego clásico, se consideraba que una de las mayores amenazas al éxito de un guerrero o un político era la hibris: la arrogancia de creer que siempre se podía ir más lejos, combatir a más enemigos, conquistar más tierras. El cristianismo, por su parte, advierte de los siete pecados que nos llevan a terribles penalidades: la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia. Esta claro que Homero y Dante, dos de los escritores que mejor explicaron estos vicios, no tenían móvil. De haberlo tenido, habrían sabido cuál es la perdición más cierta de la humanidad: el exhibicionismo.

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