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¿Piensas dejar la ciudad e irte al pueblo por el covid? Igual no es tan buena idea
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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¿Piensas dejar la ciudad e irte al pueblo por el covid? Igual no es tan buena idea

La sensación de que antes las ciudades eran mejores, más vivibles y vibrantes, en realidad, no es más que nostalgia

Foto: Dos jóvenes observan desde Madrid la sierra de Guadarrama. (EFE)
Dos jóvenes observan desde Madrid la sierra de Guadarrama. (EFE)
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Desde que, hace ya casi seis meses, se decretó el estado de alarma y se iniciaron los confinamientos, una de las fantasías más recurrentes entre quienes vivimos en grandes ciudades ha sido marcharnos a vivir al campo, a un pueblo pequeño. No es una fantasía nueva para los miembros de mi generación; cuarentones que lo tenemos todo para ser bohemios burgueses excepto, tal vez, los ingresos. Así que una razón para pensar seriamente en marcharse de la gran ciudad es económica. Y es absolutamente acertada.

Pero supongo que hay otras relacionadas con la mediana edad: la urgencia cada vez menor de salir o de ligar, la necesidad creciente de sentir que eres algo más que una tuerca en una gran maquinaria y de hacer cosas —plantar, cuidar, ver crecer— conectadas con la naturaleza, y la sospecha elusiva de que la verdadera vida tiene que estar en otra parte, entre las montañas o cerca del mar, y no en el horario que marcan los camiones de la basura y los gruñidos de tu jefe.

Foto: El pueblo de Guadalupe, en Cáceres. (iStock)

El miedo al contagio, la generalización del teletrabajo y la falsa sensación de libertad que nos producen las vacaciones —por no hablar de la enorme crisis económica— nos han parecido motivos suficientes para hacer realidad esa fantasía. Los medios juguetearon con ella: “La ciudad ya no es para mí (...) Del Priorat a New Hampshire, seis ejemplos de que otra vida en el campo es posible”, publicó 'El País' a principios de agosto, como si irse a vivir a New Hampshire fuera remotamente posible para usted o para mí. “Hemos encontrado un sano pedacito de paraíso donde no hay que luchar por aparcar”, decía en 'El Mundo' una mujer que pasó de vivir en Los Ángeles a hacerlo en Marugán, un pueblo de Segovia. En 'ABC', el alcalde de Mombeltrán (Ávila), un pueblo en riesgo de despoblación, aseguraba que la pandemia era una “desgracia”, pero que esperaba que fuera “el revulsivo para que mucha gente decida vivir en los pueblos” y así “pongan en primer término de su escala de valores la salud y la calidad de vida”.

Foto: Una cigueña, en el cielo de Don Benito, Badajoz. (Reuters) Opinión

Todo esto está muy bien. Pero con frecuencia viene acompañado de una percepción que, en realidad, no es más que nostalgia: la sensación de que antes las ciudades eran mejores, más vivibles y vibrantes, sin imponer tantas molestias. Ciertamente, eran más baratas. Y es probable que sus centros no fueran aún los actuales parques temáticos en los que se suspenden las normas de cortesía habituales.

Espacios de libertad

Pero las ciudades —también, o sobre todo, los barrios menos céntricos— siguen siendo los lugares donde más garantizadas están la libertad y la tolerancia, aunque sea a regañadientes. La añoranza por las sociedades tradicionales, o por aquellas que siguen viviendo aparentemente de espaldas a la modernidad, es, de hecho, un cierto rechazo a esa precaria tolerancia que alientan las ciudades. Puede que criar a los niños en un pueblo parezca tentador, porque hay espacios abiertos y no existen los atascos, pero es posible que una parte de tus vecinos se comporte como si fueran tus suegros y juzgue reiteradamente cómo educas a los críos.

En el pueblo, una parte de tus vecinos se comportará como si fueran tus suegros y juzgará cómo educas a los críos

Y luego está el teletrabajo. Su implantación se ha acelerado enormemente con la pandemia y ha creado la ilusión de que podremos seguir recurriendo a él de manera indefinida. Es seguro que teletrabajaremos más, al menos quienes tenemos empleos basados principalmente en el intercambio de información y no de mercancías. Pero es una fantasía pensar que la calidad de nuestro trabajo puede ser la misma si lo hacemos aislados. Por ejemplo, a veces la escritura se considera la actividad individual por definición. No es así: para escribir bien, es imprescindible estar en contacto constante con gente que te recomienda lecturas, pone en duda tus ideas y afectuosamente te dice que lo último que escribiste era mediocre. Y para que eso suceda, es mejor una sobremesa con algo de vino que un grupo de WhatsApp.

Cuando las ciudades mueren —algo que rara vez sucede— suelen hacerlo por exceso de éxito: ya es casi imposible irse a vivir a Londres o París, pero no porque estén en decadencia, sino porque su éxito ha sido tal que poca gente puede permitirse vivir ahí. Es la paradoja genial que señaló sin querer Yogi Berra, el jugador de béisbol célebre por sus meteduras de pata verbales: “Ya nadie va ahí porque hay demasiada gente”. Es posible que eso les ocurra pronto a Madrid o Barcelona. Quizá también sea buena idea abandonar la fantasía simétrica de lo rural, la de vivir en el centro debido al FOMO ('fear of missing out', o miedo a perderse lo que está pasando), e irse a Prosperidad o al Putxet.

"En el campo, las casas son más baratas y espaciosas, y puede hacer el amor en pajares, albercas y tierras labrantías"

En El Confidencial, Alberto Olmos —que es de pueblo— decía: usted “cree que la vida del campo es sencilla, que se come bien y hay mucho sitio para poner a correr a los niños. Las casas son más baratas y espaciosas, y puede hacer el amor en pajares, albercas y tierras labrantías (...) Suena todo de maravilla”. Lo decía en su reseña de la mejor sátira que se ha escrito sobre las fantasías rurales de mi generación, la novela 'Un hípster en la España vacía', de Daniel Gascón, en la que un podemita bienintencionado pero ignorante quiere convertir la vida de un pueblo aragonés en un paraíso igualitario.

Mientras duren los efectos sanitarios, económicos y psicológicos de la pandemia, la tentación de vernos como 'cincinatos pequeñoburgueses' —Cincinato fue un emperador romano que dejó su cargo para irse a su casa de campo a cultivar un huerto— se mantendrá y crecerá. Algunos satisfarán la fantasía y les irá bien. La mayoría pensaremos que, puesto que el nuevo teletrabajo permite trabajar en cualquier parte, qué mejor que hacerlo en una ciudad.

Desde que, hace ya casi seis meses, se decretó el estado de alarma y se iniciaron los confinamientos, una de las fantasías más recurrentes entre quienes vivimos en grandes ciudades ha sido marcharnos a vivir al campo, a un pueblo pequeño. No es una fantasía nueva para los miembros de mi generación; cuarentones que lo tenemos todo para ser bohemios burgueses excepto, tal vez, los ingresos. Así que una razón para pensar seriamente en marcharse de la gran ciudad es económica. Y es absolutamente acertada.

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