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Dejemos de inventarnos dramas
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Dejemos de inventarnos dramas

Nuestra era no es necesariamente la de la posverdad, pero sin duda es la de la hipérbole, la exageración y la grandilocuencia

Foto: Foto: Reuters.
Foto: Reuters.

En un artículo publicado en 1946, George Orwell expresaba su exasperación por la manera en que se escribía y se hablaba de política en la Gran Bretaña de aquel momento. Todo eran metáforas, exageraciones, lugares comunes, circunloquios, decía. Y eso tenía consecuencias que iban más allá de la retórica o el buen gusto. “El caos político actual está vinculado con la decadencia del lenguaje”, decía. “El lenguaje político —y, aunque con variaciones, esto es cierto en el caso de todos los partidos, desde los conservadores hasta los anarquistas— está diseñado para que las mentiras suenen a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable; para dar aspecto de solidez a lo que es puro humo”.

Quizá eso siempre haya sido así. Pero probablemente Orwell no hubiera podido imaginar la manera en que ahora utilizamos el lenguaje, no solo para hablar de política, sino para hacerlo sobre casi cualquier cosa. Nuestra era no es necesariamente la de la posverdad, pero sin duda es la de la hipérbole, la exageración y la grandilocuencia. El lenguaje periodístico ya era dado a esos excesos. El de las redes sociales los ha potenciado. La mezcla de ambos hace que las posibilidades sean infinitas.

Lo pensé hace unos días al ver un tuit del periódico ABC: “#Urgente —decía el mensaje, precedido por un punto rojo que llamaba la atención de los lectores y recalcaba su carácter apremiante—. Nuestra especie llegó a Europa 5.000 años antes de lo que se pensaba”. Convertir en “urgente” una noticia que dice que los “humanos modernos” llegaron a Portugal “hace entre 41.000 y 38.000 años” resulta una muestra inmejorable de esta tendencia, pero no es la única. Si quien describe la realidad aspira a que se le tome en serio, esta tiene que ser espectacular. El País anunciaba hace unos días una “hecatombe aviar” en Barajas. Que el Barça no gane títulos europeos es una 'tragedia' para Messi. En una ciudad de Chile se produjo una “conmoción” porque un elefante marino se adentró en tierra firme. En este periódico a veces hablamos de 'tsunamis' para referirnos a cosas grandes.

Naturalmente, como sucedía en tiempos de Orwell, es en la política donde la hipérbole tiene más recorrido. No hace mucho, en una reunión informal, dije que el Gobierno estaba gestionando “mal” la situación creada por el covid-19 y enseguida me enfrenté a reproches: ¿cómo que “mal”? —me dijeron mis amigos—. “Catastrófico”, “prevaricación”, “homicidio”, fueron las únicas palabras que parecían válidas para describir la situación, como si “mal” hubiera perdido su significado crítico. No basta con decir “creo que el feminismo, en ocasiones, se equivoca y llega a conclusiones nocivas”; hay que acusar a las feministas de “nazis”. No basta con decir “Vox es un partido autoritario”; cualquier cosa por debajo de “fascista” será considerado una muestra de apoyo. Si interrumpes una conversación para decir que Podemos no te parece un partido comunista, sino más bien peronista, los demás se echarán rápidamente las manos a la cartera; a ver si el comunista eres tú. En otro momento, decir que Trump es incompetente y cruel habría parecido una crítica severa, pero ya no; todo lo que no sea decir que ha destruido la democracia estadounidense se considerará complaciente.

Esta inflación retórica, como decía Orwell, tiene consecuencias inmediatas en nuestra forma de vivir. Hace poco, la revista estadounidense 'The Atlantic' publicaba un artículo, mitad en serio y mitad irónico, sobre cómo estar demasiado pendiente de la política, e informarse constantemente sobre los últimos acontecimientos políticos, muchas veces nimios, produce infelicidad. En un estudio holandés de 2017, decía el artículo, se advertía que, de media, el bienestar se reduce un 6,1 por ciento por cada telediario que se ve a la semana. La explicación era el predominio de malas noticias en esos programas y la sensación de impotencia que pueden sentir los espectadores al ver una y otra vez acontecimientos negativos ante los que no pueden hacer más que disgustarse.

Es la exposición a las exageraciones verbales lo que nos produce ansiedad y pérdida de bienestar

Sin disponer de ningún estudio científico comparable al holandés que me respalde, déjenme lanzar una teoría no incompatible pero sí alternativa: es la exposición constante a las exageraciones verbales, y la consecuente tendencia a dramatizarlo absolutamente todo e hinchar nuestro lenguaje, lo que nos produce ansiedad y pérdida de bienestar. Temíamos que la interconexión constante, la continua llegada de mensajes, la avalancha sin precedentes de información (“avalancha” y “sin precedentes” es la clase de lenguaje que provoca esa sensación, por cierto) pudieran alterar profundamente nuestro precario equilibrio mental. Pero el problema, seguramente previsible, es que hemos utilizado todo eso para advertir de manera ininterrumpida que la catástrofe es inminente y que quien no reaccione con aspavientos es, en realidad, un colaboracionista de ella. Si una noticia de algo que sucedió hace 40.000 años es urgente y nuestro presidente y el de Estados Unidos no son simplemente “malos”, sino “criminales”, ¿cómo no vamos a vivir alterados?

“Esto no se puede cambiar de un día para otro —decía Orwell—, pero al menos uno puede cambiar sus hábitos y de vez en cuando, si se ríe y se mofa alto y claro, incluso mandar algunas expresiones desgastadas e inservibles […] al cubo de la basura, que es el sitio que les corresponde”. Es lo que deberíamos empezar a hacer para vivir un poco más tranquilos.

En un artículo publicado en 1946, George Orwell expresaba su exasperación por la manera en que se escribía y se hablaba de política en la Gran Bretaña de aquel momento. Todo eran metáforas, exageraciones, lugares comunes, circunloquios, decía. Y eso tenía consecuencias que iban más allá de la retórica o el buen gusto. “El caos político actual está vinculado con la decadencia del lenguaje”, decía. “El lenguaje político —y, aunque con variaciones, esto es cierto en el caso de todos los partidos, desde los conservadores hasta los anarquistas— está diseñado para que las mentiras suenen a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable; para dar aspecto de solidez a lo que es puro humo”.