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Susan Sontag, la última intelectual
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Susan Sontag, la última intelectual

Una fascinante pero también problemática biografía de Benjamin Moser recuerda a la mujer que protagonizó la cultura estadounidense en la segunda mitad del siglo XX

Foto: Susan Sontag en la portada del libro editado por Anagrama.
Susan Sontag en la portada del libro editado por Anagrama.

A principios de los años sesenta, la vida intelectual neoyorquina estaba dominada por un pequeño grupo de hombres judíos, que habían sido comunistas pero ya eran conscientes de las atrocidades cometidas por Stalin. Para entonces, la mayoría eran trotskistas, pero en muchos casos se dedicaban a defender un arte elevado, complejo —lo que en el mundo anglosajón se llama 'modernista'—, en el que las novelas ocupaban el lugar central. Escribían en revistas muy pequeñas como 'Partisan Review', 'Commentary' o 'Dissent', y se peleaban constantemente entre sí, rivalizaban por la atención de las élites políticas —Norman Mailer llegó a reseñar negativamente un libro solo porque su autor no le había invitado a una fiesta a la que acudió Jacqueline Kennedy— y aspiraban a dar el salto a la fama.

En ese mundo extraño y endogámico aterrizó Susan Sontag. Sontag era básicamente californiana, aunque había dado vueltas por medio país siguiendo a una madre errática y alcohólica. A los 19 años había tenido un hijo de su matrimonio con un profesor 11 años mayor que ella, que se hizo célebre con un libro sobre Sigmund Freud que parece probable que, en gran medida, escribiera ella. Era inusualmente ambiciosa, tenía una tenacidad extraordinaria, leía cosas que nadie más leía —sobre todo, autores europeos; de adolescente, llegó a entrevistar a su ídolo, Thomas Mann—, era asombrosamente magnética y se había propuesto triunfar en ese mundo.

Era inusualmente ambiciosa, tenía una tenacidad extraordinaria, era asombrosamente magnética y se había propuesto triunfar

Tras publicar una novela oscura y respetada, pero de escaso éxito, lo consiguió a los 31 años con un artículo que rompía por completo las reglas de aquel ambiente. Era "Notas sobre lo ‘camp", que apareció en 'Partisan Review' en 1964. El ensayo exaltaba una cultura que aquel mundo neoyorquino despreciaba o, en el mejor de los casos, ignoraba: la cultura popular, poblada de homosexuales, llena de “artificio y exageración”, decía Sontag, que “convierte lo serio en frívolo”. Había “películas, ropa, muebles, canciones populares, novelas, gente y edificios” que eran 'camp' y otros que no. Sontag hacía listas de unos y otros. Muchos críticos mayores vieron con desagrado esa equiparación entre la alta cultura y la baja o, peor aún, lo que interpretaron como una inversión de la jerarquía. Revistas mucho más grandes —'Time', 'The New York Times Magazine'— se hicieron eco del ensayo y lo interpretaron de la manera más sensacionalista posible.

Sontag se convirtió en una estrella que se codeaba con Andy Warhol y Jacqueline Kennedy, y a la que una gran editorial le dio carta blanca para publicar sus ensayos. Solo unos años antes, además, había descubierto el orgasmo. “Por primera vez, siento la posibilidad viva de ser escritora. La llegada del orgasmo no es la salvación sino, más bien, el nacimiento de mi ego. Para escribir, debo encontrar mi ego. La única clase de escritora que podría ser es una escritora que se expone a sí misma”.

placeholder 'Sontag. Vida y obra' (Anagrama).
'Sontag. Vida y obra' (Anagrama).

Nada de esto es desconocido, pero lo cuenta de nuevo 'Sontag. Vida y obra', una monumental biografía de Benjamin Moser que ha publicado la editorial Anagrama. Es un libro a ratos brillante y a ratos exasperante, que no aporta grandes novedades, que adolece de un excesivo psicologismo —atribuye buena parte de la conducta de Sontag al hecho de que su madre fuera alcohólica, o tiende a buscar ideas freudianas en la relación con su hijo— y además tiene algo de moralista: Moser no le perdona a Sontag que no se presentara a sí misma como feminista o que mantuviera en el ámbito de lo privado su bisexualidad. Pero, al mismo tiempo, resulta fascinante, no solo porque el libro está bien escrito y es seductor, sino por la figura inmensa de Sontag, su extraña personalidad y su carácter casi anacrónico. ¿Quién puede pensar ahora en una intelectual seria, incluso oscura en ocasiones, convertida en una estrella mediática? Hasta su peinado se convirtió en un icono. Tras un cáncer cuyo tratamiento le encaneció el cabello, se lo tiñó todo de negro menos una franja blanca; en 'Saturday Night Life', el programa humorístico de parodias, tenían una peluca con su peinado que se utilizaba para caricaturizar al prototípico intelectual neoyorquino, cuenta Moser.

Talento y popularidad

Sontag es en la biografía, como en la vida real, fascinante. “No iba a dejarse contener por ninguna descripción que le pareciera una limitación”, dice Moser. “En su aspiración a la universalidad, su ejemplo era Hannah Arendt, que contribuiría a la causa de las mujeres logrando la igualdad —y, de hecho, la superioridad— solo por medio del talento”. Desde los 11 años, dice Moser, Sontag se empeñó en ser “popular”. Tenía un afán de protagonismo insaciable, pero al mismo tiempo defendió las mejores causas: a Salman Rushdie cuando se decretó una fetua contra él, al exiliado ruso Joseph Brodsky y a Heberto Padilla cuando el castrismo le torturó y obligó a confesar de manera humillante su supuesto trabajo para el Gobierno estadounidense.

O cuando se dio cuenta de que el comunismo era una catástrofe. “Fascismo con rostro humano”, lo llamó, en un acto público incendiario en el que afirmó que, durante décadas, los lectores de 'Reader’s Digest', una revista popular y convencional, habían estado mejor informados sobre la naturaleza odiosa del comunismo que los de 'The Nation', una publicación mucho más sofisticada e izquierdista. “¿Puede ser que nuestros enemigos —dijo en referencia a la derecha de Reagan— tuvieran razón?”. El escándalo fue enorme. Pero Sontag estaba en lo cierto. Más tarde, en plena guerra de Bosnia, se empeñó en montar una representación de 'Esperando a Godot' en Sarajevo para denunciar las atrocidades serbias. Tal vez fuera un acto vanidoso, pero muchos bosnios se maravillaron de hasta qué punto colocó el sitio de Sarajevo en las noticias globales.

placeholder Benjamin Moser. (EFE)
Benjamin Moser. (EFE)

En 'Sontag', también hay chismes. Muchos chismes. No solo de su vida sexual, también sobre las exigencias a su editor para que le pagara más por unos libros que se vendían bien, pero no extraordinariamente; las grandes cantidades de dinero que durante muchos años le transfirió su pareja, Anne Lebovitz, la fotógrafa de las celebridades pop, para que mantuviera su forma de vida; su tardía conversión en novelista de éxito y en defensora de la alta cultura y el canon tradicional, y su paso del radicalismo político a un progresismo más suave.

El libro de Moser es enormemente discutible y, como digo, en ocasiones, cuando los intereses ideológicos del autor parecen imponerse a la figura de la biografiada, es irritante. A pesar de ello, es una ocasión magnífica, extraordinaria, para acercarse a la paradójica vida y la obra de Sontag. Seguramente, la última representante de esa figura hoy impensable que es el intelectual estrella.

A principios de los años sesenta, la vida intelectual neoyorquina estaba dominada por un pequeño grupo de hombres judíos, que habían sido comunistas pero ya eran conscientes de las atrocidades cometidas por Stalin. Para entonces, la mayoría eran trotskistas, pero en muchos casos se dedicaban a defender un arte elevado, complejo —lo que en el mundo anglosajón se llama 'modernista'—, en el que las novelas ocupaban el lugar central. Escribían en revistas muy pequeñas como 'Partisan Review', 'Commentary' o 'Dissent', y se peleaban constantemente entre sí, rivalizaban por la atención de las élites políticas —Norman Mailer llegó a reseñar negativamente un libro solo porque su autor no le había invitado a una fiesta a la que acudió Jacqueline Kennedy— y aspiraban a dar el salto a la fama.

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