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Ni con Superliga ni sin ella: por qué no he vuelto a ver un partido de fútbol
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Ni con Superliga ni sin ella: por qué no he vuelto a ver un partido de fútbol

Me tomo en serio los sentimientos que provoca el fútbol, entiendo que fascine su mitología y sé que puede ser un juego precioso, pero su moralización es ridícula

Foto: Florentino Pérez.
Florentino Pérez.

El fútbol ha dejado de ser el circo romano —un espectáculo poco edificante pero muy satisfactorio— para convertirse en la misa del domingo, un lugar en el que aprender del ejemplo de los santos virtuosos. Me di cuenta de repente. Debió ser en 2013 o 2014. Estaba en un bar de Malasaña, viendo un Barça-Madrid con amigos y una multitud que sin duda superaba el aforo permitido. Y me pregunté qué hacía allí. Tal vez el sitio fuera incómodo y la aglomeración potencialmente peligrosa, pero no se trataba de eso. Después de seguir el fútbol de manera irregular durante dos décadas, me dije que era suficiente. Le di un billete a un amigo para que pagara mis consumiciones, me abrí paso entre la gente, que me miraba raro —quedaba poco para que acabara el partido y, creo recordar, el resultado era ajustado—, y salí del bar. No he vuelto a ver un partido desde entonces.

Había una razón explicable. Yo siempre había sido del Barça, y su conversión en una institución nítidamente política y su apoyo al independentismo me incomodaban. Me había preguntado si sería capaz de cambiar de equipo. Llegué a ir un par de veces al Vicente Calderón a ver al Atlético de Madrid, por si podía desarrollar un afecto sustitutivo —pasar del Barça al Real Madrid me pareció demasiado traumático—. Pero no pude. Parecía que era más fácil abandonar el deporte que cambiar de equipo.

Foto: EC.
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Había otra causa por la que el fútbol empezaba a cansarme, y era la mezcla de erudición y sentimentalismo de mis amigos. Su mitología personal se basaba en el fútbol y entendí que buena parte de su entusiasmo por los partidos tenía que ver con vincularlos al pasado, comparar alineaciones y jugadas, evocar las emociones de una victoria o una derrota lejanas y calcular si eran superiores o inferiores a las del presente. El fútbol no había sido el deporte de mi infancia, mi padre nunca me había llevado al campo de la mano y yo no tenía ese repositorio de conocimientos y sentimientos. Pensé que, sin eso, era más difícil que el fútbol fuera una parte importante de tu vida en la edad adulta.

Me cansaba del fútbol la mezcla de erudición y sentimentalismo de mis amigos

En el bar de Malasaña jugaban el Barça y el Madrid, los espectadores bebíamos cerveza, algunos se gritaban entre ellos y gritaban a los jugadores y al árbitro y a Sandro Rosell y a Florentino Pérez. Y me di cuenta de la brutal disonancia que rige el fútbol actual. Seguía siendo un deporte, y como tal una escenificación ruidosa del tribalismo, el deseo de venganza y el placer provocado por la desgracia ajena. Podía vivir con eso. ¿Quién no quiere hacer el bruto de vez en cuándo? Pero, al mismo tiempo, se lo había convertido en una especie de espejo moral, un ejemplo aspiracional, y a los jugadores, en la encarnación de las virtudes de nuestro tiempo: el esfuerzo, el sacrificio, la superación. Y eso ya no quería seguir aguantándolo. Así que lo dejé.

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Disonancias

Después de mucho tiempo, volví a pensar en esto tras el escándalo provocado por el intento de creación de una Superliga. Nada puede resultarme más indiferente que su fundación o fracaso. Pero me llamó la atención cómo volvía a surgir esa disonancia. El crudo economicismo del proyecto podía ser fruto de la arrogancia de sus promotores o de una necesidad real para la supervivencia del deporte como tal. Pero me absorbió el moralismo con el que se revistió la discusión. El fútbol debía seguir siendo meritocrático, decían algunos, como si alguna vez hubiera sido un juego limpio. El fútbol era del pueblo y debe seguir siéndolo, dijeron otros, como si no hubiera sido un invento de señoritos británicos y en España no hubiera estado dirigido desde siempre por élites particularmente chuscas. No puede ser que los niños crean que el fútbol solo va de dinero y poder, se indignaban otros, como si no se tratara exactamente de eso. Lo importante son los seguidores, decían, como si desde hace décadas lo único importante no hubieran sido los jugadores y sus patronos. No pueden esperar de nosotros que traguemos con todo, se quejaban muchos, como si, dicho con total respeto, no llevaran una vida haciéndolo.

Convertir a los futbolistas en estandartes de los valores que necesitamos en la vida es ridículo

Me tomo en serio los sentimientos que provoca el fútbol aunque sea incapaz de sentirlos, y entiendo que su mitología es tan fascinante como cualquier otra. Puede ser, además, un juego precioso. Pero su moralización es ridícula. La frase con la que Albert Camus afirmaba que sus convicciones sobre la moral y las obligaciones de los hombres las había aprendido del fútbol era hermosa, pero, como tantas cosas bonitas, también falsa: uno no aprende a enfrentarse al nazismo y al comunismo en un deporte que deja amplio espacio para la trampa y el fingimiento. Entiendo la emoción de un padre que lleva a su hijo al fútbol, y el recuerdo de este cuando es mayor, o el mero éxtasis que produce la victoria, pero eso no convierte el fútbol en una escuela de moral.

Foto: Florentino Pérez y Joan Laporta en el palco del Alfredo di Stéfano. (EFE/Juanjo Martín)

Puedo admirar a los futbolistas. Competir puede ser divertido, cobrar mucho por hacerlo debe ser impresionante, tener una habilidad por la que miles de millones de personas están dispuestas a pagar por verte sin duda tiene que ser toda una experiencia. Pero convertirlos en estandartes de los valores que necesitamos en la vida es tan ridículo como convertir a los gladiadores en santos.

El fútbol ha dejado de ser el circo romano —un espectáculo poco edificante pero muy satisfactorio— para convertirse en la misa del domingo, un lugar en el que aprender del ejemplo de los santos virtuosos. Me di cuenta de repente. Debió ser en 2013 o 2014. Estaba en un bar de Malasaña, viendo un Barça-Madrid con amigos y una multitud que sin duda superaba el aforo permitido. Y me pregunté qué hacía allí. Tal vez el sitio fuera incómodo y la aglomeración potencialmente peligrosa, pero no se trataba de eso. Después de seguir el fútbol de manera irregular durante dos décadas, me dije que era suficiente. Le di un billete a un amigo para que pagara mis consumiciones, me abrí paso entre la gente, que me miraba raro —quedaba poco para que acabara el partido y, creo recordar, el resultado era ajustado—, y salí del bar. No he vuelto a ver un partido desde entonces.

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