El erizo y el zorro
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El hombre que inventó el fascismo
Página Indómita recupera el breve y brillante ensayo del filósofo Isaiah Berlin sobre el aterrador y fascinante Joseph de Maistre
Muchos lo consideraban un mero nostálgico. Un hombre extravagante y virulento, cuyo deseo de que el mundo diera marcha atrás era simplemente imposible. No iba a regresar, como él quería, una Edad Media con monarquías fuertes, sometidas a la autoridad papal. Era absurdo pensar que se pudiera volver a una Europa en la que la ciencia no existía y los seres humanos se limitaban a bajar la cabeza ante los misterios de la naturaleza. Todos pensaban que su idea de que los verdugos eran quienes mantenían unida la sociedad era un disparate. Pero incluso sus enemigos reconocían que defendía esas cosas disparatadas con una prosa excelsa.
Sin embargo, Joseph de Maistre no era solo una anomalía, una rareza de museo, una antigualla irrelevante. La gente se equivocaba. Joseph de Maistre era un visionario, un hombre ultramoderno nacido antes de tiempo, en absoluto desfasado. De hecho, aunque vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX, y procedía de un país que ya ni siquiera existe, el Ducado de Saboya, su figura resultaría muy importante para el siglo XX. Esa es la tesis de
Como tantos otros europeos, De Maistre vivió con perplejidad e ira el auge de los intelectuales ilustrados. Para él, su defensa de la razón, la ciencia y el pensamiento crítico no solo era un error de juicio, sino la expresión de un pecado. Creía que los hombres no debían liberarse de nada mediante el pensamiento, sino que “solo el sufrimiento”, dice Berlin, nos aleja “del abismo sin fondo de la anarquía y la destrucción de todos los valores”. “El pueblo —dice Berlin, reconstruyendo el pensamiento de De Maistre— es un niño, un lunático, un propietario absentista, que necesita sobre todo un guardián, un mentor fiel, un director espiritual que controle tanto su vida privada como el uso de sus posiciones”. Ese era un trabajo que debían llevar a cabo el rey, los sacerdotes, los generales y los verdugos. “Los hombres solo pueden ser salvados si están rodeados del terror de la autoridad —dice Berlin—. Se les debe recordar a cada instante de sus vidas el aterrador misterio que se halla en el centro de la creación; deben ser purgados mediante el sufrimiento perpetuo, se los debe humillar haciéndoles conscientes de su estupidez, su malicia y su desamparo”.
Los hombres necesitan enigmas para no endiosarse y creer que tienen las respuestas
Las catástrofes provocadas por la Revolución francesa se debían, según De Maistre, a que los humanos habían olvidado esto y se habían dejado llevar por fantasías racionalistas. Los culpables eran los miembros de lo que De Maistre llamaba “la secta”: los protestantes, los ateos, los francmasones, los judíos, los científicos, los demócratas, los liberales, los anticlericales, los utilitaristas, los periodistas, los reformistas y, en general, todos los intelectuales. Porque ninguno de ellos entendía algo que para él era obvio: sí, quizá la república fuera algo más racional que la monarquía. Sí, era verdad, pensado con racionalidad, no había nada más absurdo que el matrimonio y la familia, por no hablar de la religión. Pero “todo lo que es racional se desmorona precisamente porque es racional, porque es creado por el hombre: solo lo irracional puede perdurar”, porque lo irracional es misterioso y los hombres necesitan que haya enigmas para no endiosarse y creer que tienen la respuesta a las preguntas de la vida.
Para mantener esto, el Gobierno tiene que ser “una auténtica religión. Tiene sus dogmas, sus misterios, sus sacerdotes. Someterlo a la discusión de cada individuo es destruirlo. Le da vida únicamente la razón de la nación, es decir, una fe política, de la que él es un símbolo. La primera necesidad del hombre es que su creciente razón sea puesta bajo el doble yugo [de la Iglesia y el Estado]. Debe ser aniquilado, debe perderse a sí mismo en la razón de la nación, de modo que su existencia individual se transforme y dé paso a otro ser comunal, como hace un río que, desembocando en el mar, persiste realmente en medio de las aguas, pero sin nombre ni identidad personal”.
Tomar en serio al adversario
Isaiah Berlin, uno de los filósofos más extraños e importantes del siglo XX, dedicó la mayor parte de su vida a una tarea inusitada: leer, estudiar y tomarse en serio a sus adversarios. Él se sentía un hijo de la Ilustración, un liberal, un hombre moderado, pero escribió con mucha profundidad, sobre todo, acerca de los nihilistas, los reaccionarios, los antiilustrados, los pensadores oscuros que muchas veces nos parecen irrelevantes por su excentricidad, pero que influyen mucho más de lo que creemos. Gracias a su trabajo, sabemos que los predecesores del nazismo, el fascismo y el comunismo no eran unos locos, sino gente de ideas que articuló de una manera oscura y atractiva, oracular y profética, su rechazo a la modernidad, la democracia y el liberalismo. Hoy quizá no tengamos reaccionarios de esa magnitud, pero conocer a sus predecesores, como De Maistre, nos ayuda a entender a los pequeños antidemócratas que siguen acompañándonos.
“La visión maistreana puede resultar detestable para aquellos que valoran verdaderamente la libertad humana, puesto que dicha visión se basa en el dogmático rechazo de la luz bajo la que la mayoría de los hombres aún vive o desea vivir”. Pero De Maistre advirtió algunas verdades que muchas veces no somos capaces de ver, o no queremos reconocer. “La sociedad totalitaria que él vislumbró mediante el análisis histórico se hizo real —escribió Berlin en la versión original del libro, en los años cuarenta, cuando esa sociedad totalitaria estaba cerca y era muy real— y, a un coste incalculable en sufrimiento humano, reivindicó la profundidad y el genio de este extraordinario y aterrador profeta de nuestro tiempo”.
Léanlo para entender no solo lo que ya nos ha pasado, sino lo que nos podría volver a pasar.
Muchos lo consideraban un mero nostálgico. Un hombre extravagante y virulento, cuyo deseo de que el mundo diera marcha atrás era simplemente imposible. No iba a regresar, como él quería, una Edad Media con monarquías fuertes, sometidas a la autoridad papal. Era absurdo pensar que se pudiera volver a una Europa en la que la ciencia no existía y los seres humanos se limitaban a bajar la cabeza ante los misterios de la naturaleza. Todos pensaban que su idea de que los verdugos eran quienes mantenían unida la sociedad era un disparate. Pero incluso sus enemigos reconocían que defendía esas cosas disparatadas con una prosa excelsa.
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