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Cuatro lecciones intelectuales que he aprendido durante la pandemia
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Cuatro lecciones intelectuales que he aprendido durante la pandemia

El coronavirus no ha terminado, pero puede que ya sea prudente preguntarse si hemos aprendido algo

Foto: Vecinos del madrileño barrio de Lavapiés aplauden desde sus balcones. (EFE)
Vecinos del madrileño barrio de Lavapiés aplauden desde sus balcones. (EFE)

La pandemia no ha terminado. Aunque en menor grado, seguirán produciéndose los pequeños y grandes dramas que hemos vivido durante más de un año. Pero puede que ya sea prudente preguntarse si hemos aprendido algo de ella. Estas son las cuatro lecciones intelectuales que yo he descubierto entre la angustia y el aburrimiento.

1. No estar especializado es algo bueno

Déjenme empezar con una confesión: vivo preocupado por no ser experto en nada. Tengo conocimientos más o menos profundos sobre dos o tres cosas y relativamente superficiales sobre seis u ocho. Pero en ningún caso puedo competir con un profesional que dedica ocho horas diarias a trabajar en su campo, un académico con una tesis doctoral o un periodista que lleva una década en la misma sección de un periódico. Sin embargo, durante este largo periodo de discusiones constitucionales sobre los estados de alarma, noticias sobre los avances científicos en materia de vacunas, cambios de políticas fiscales a escala global, explicaciones estadísticas sobre la progresión del virus y especulaciones sobre las consecuencias políticas de la pandemia, me he reconciliado con los beneficios de no ser experto en nada.

El mundo es tan complejo que tal vez solo tenga sentido especializarse en adaptarse a los hechos y verlos desde varios puntos de vista

La especialización tiene sentido cuando la disciplina que se pretende dominar cuenta con unas reglas claras y poco variables —tocar el violín, jugar a fútbol, ser juez de lo contencioso-administrativo, hacer pizzas, explicar el teatro del Siglo de Oro, curar enfermedades conocidas—, pero esas actividades tienen poco que ver con lo que los seres humanos hacemos durante buena parte del tiempo: intentar entender lo que sucede a nuestro alrededor y adaptarnos a ello. En esta pandemia, hemos visto cómo todo el mundo trataba de explicar lo que sucedía de acuerdo con su especialización previa y cómo eso lastraba sus juicios: los epidemiólogos no entendían los razonamientos de los economistas, los juristas ignoraban los planteamientos de los filósofos morales, los abogados del Estado eran incapaces de comprender el día a día de un pequeño empresario. El mundo es tan complejo que, a fin de cuentas, tal vez solo tenga sentido especializarse en adaptarse a los hechos y ser capaz de verlos desde varios puntos de vista.

Foto: Foto: Reuters.

2. La pregunta más difícil de responder es si algo lo cambia todo o es un simple acontecimiento más

Vivimos en un entorno mediático en el que parece que todos los días hay un apocalipsis y las reglas cambian por completo: está en la naturaleza de los medios magnificar la trascendencia de los acontecimientos para llamar la atención, pero esa tendencia se ha reforzado con las redes sociales. La declaración más o menos rutinaria de un político, un descubrimiento científico notable pero de consecuencias aún inciertas o una hazaña deportiva menor se presentan como hechos trascendentales, y cada acción del Gobierno o de la oposición se analiza como si fuera la condena definitiva al país o la resolución final de sus injusticias. Es una dinámica que tiene su propia lógica, pero que para la mayoría de los ciudadanos resulta absurda.

Ahora tiendo a pensar que la pandemia va a cambiar pocas cosas a tres o cinco años vista

Con el covid-19, sin embargo, tanto los tremendistas como quienes somos reacios a pensar que siempre están sucediendo cosas importantes alcanzamos un rápido consenso: la pandemia lo cambiaba todo. Las lecciones que aprendiéramos durante ella, creímos muchos hace un año, modificarían nuestra conducta y nos ayudarían a entendernos mejor como individuos y como sociedad; quizás incluso actividades como la política o la investigación científica se transformarían en cierta medida. Ahora, tras estos meses, soy más escéptico y tiendo a pensar que la pandemia va a cambiar pocas cosas a tres o cinco años vista. En todo caso, lo que sí he aprendido durante este tiempo es que la primera pregunta, y la más importante, que debes hacerte ante un hecho es: ¿se trata de algo extremadamente importante, solo importante o es 'business as usual'? La respuesta correcta —no digo que sea el caso esta vez— suele ser casi siempre la tercera y muy, muy raramente, la primera.

Foto: Maniquíes con mascarillas en una tienda de Berlín. (EFE) Opinión

3. A los gobiernos, como a los individuos, les cuesta aprender

Las administraciones públicas saben hacer tantas cosas que a veces pensamos que pueden hacerlas todas. Si gestionan hospitales y carreteras, pagan pensiones, organizan ejércitos, contratan profesores, conceden licencias a empresas y dan premios de literatura, ¿qué no van a ser capaces de hacer, con sus millones de empleados, recursos casi infinitos y más poder en sus manos que nadie? Sin embargo, durante la pandemia ha quedado claro que los Estados saben hacer lo que ya conocen, pero, al igual que a los individuos o los grupos más pequeños —como los empleados de una empresa—, les cuesta horrores aprender a hacer cosas nuevas u organizarse de una manera distinta.

Los gobiernos no tenían ni idea de cómo enfrentarse a un acontecimiento así

Desde el primer momento, fue evidente que los gobiernos iban a poner caras muy serias, transmitir convicción y hacer alusiones a la ciencia y los especialistas, pero básicamente no tenían ni idea de cómo enfrentarse a un acontecimiento de esta magnitud. En España, no conocía los fundamentos jurídicos para decretar el estado de alarma, ni una manera rápida de desplegar un programa de ayudas a las rentas bajas, porque nunca lo había hecho. Sin embargo, sí ha llevado a cabo de manera excelente el plan de vacunación, porque ya lo hacía antes. En definitiva, los gobiernos son buenos en aquello en lo que tienen experiencia, pero malos cuando improvisan. Seguramente, como usted y como yo.

Foto: Gente en un parque de la ciudad de Hanam, en Corea del Sur. (Reuters/Kim Hong-Ji) Opinión

4. Somos totalmente dependientes de las historias que nos contamos

Durante el último año, nos hemos contado muchas historias: que saldríamos unidos y reforzados de esta, que sabríamos agradecer a los trabajadores esenciales sus sacrificios o que la pandemia demostraría, para siempre, la superioridad de la ciencia frente a los prejuicios motivados por la ideología. También, alternativamente, que una pequeña élite había tramado la pandemia y su gestión para obtener más poder y riqueza; que la ciencia es una construcción de las élites que estas utilizan para someter a los desfavorecidos y las minorías, o que la globalización era la causa última de la rápida diseminación del virus.

Somos las historias que nos contamos. La pandemia nos lo ha recordado de manera brutal

Todos son relatos razonados, con mecanismos lógicos y pruebas de veracidad. Quienes los cuentan, o se los cuentan a sí mismos, están convencidos de que son ciertos o, al menos, de que son igual de ciertos que los demás o incluso mejores, porque son deseables o suponen un desenmascaramiento de la verdad que tratan de ocultarnos.

Somos las historias que nos contamos. La pandemia nos lo ha recordado de una manera brutal. Que debemos intentar que sean lo más fieles posible a la verdad, y no a nuestros deseos o nuestra ideología, también lo sabíamos. Pero la pandemia ha demostrado una vez más hasta qué punto es importante.

La pandemia no ha terminado. Aunque en menor grado, seguirán produciéndose los pequeños y grandes dramas que hemos vivido durante más de un año. Pero puede que ya sea prudente preguntarse si hemos aprendido algo de ella. Estas son las cuatro lecciones intelectuales que yo he descubierto entre la angustia y el aburrimiento.

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