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Venecia, la ciudad más bonita del mundo
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Venecia, la ciudad más bonita del mundo

Crónica urgente de un viaje por la hermosa ciudad sobre la que siempre pende la amenaza: ¿y si se convierte definitivamente en un decorado vacío?

Foto: Canal de Canareggio, en Venecia, al fondo la isla cementerio de San Michele (Marta Valdivieso)
Canal de Canareggio, en Venecia, al fondo la isla cementerio de San Michele (Marta Valdivieso)

Nuestra primera decisión fue desastrosa. Recién llegados al apartamento tras un viaje en barco de una hora y media desde el aeropuerto, decidimos ir a comer a un restaurante que recordábamos de cuando Marta vivía allí. Pero habíamos olvidado lo que es Rialto en agosto y, al cruzar el centro de la ciudad, nos topamos con lo peor de Venecia; las calles atestadas, los comerciantes callejeros que intentan venderte gorros y camisetas. La extraña belleza burguesa del Gran Canal contrastaba con la incomodidad de los cuerpos empapados en sudor y nuestro avance a trompicones entre la masa. Sí, formábamos parte del enjambre turístico.

Caminamos unos centenares de metros más, hasta el mercado de pescado y las pequeñas tabernas, llamadas “bacaros”, que hay a su alrededor y nos quedamos sorprendidos. Ahí no había casi nadie. Comimos solos unos “cicchetti” (tapas) y, al salir, seguimos paseando y recordamos la dinámica veneciana: la gente se acumula en algunas calles y algunos locales, pero apenas se cruzan dos puentes ya no hay nadie. Es hipnotizante. Mientras volvíamos al apartamento dando un gran rodeo, lo comprobamos varias veces. San Marcos estaba atestado, pero en la preciosa plaza de San Francesco della Vigna no había más que una niña jugando con su perro, Paolo, que en algún momento pareció que iba a seguirnos hasta el interior de la iglesia vacía. En el supermercado en el que entramos a comprar café y galletas para desayunar hicimos cola; en la “salumeria” (charcutería) en la que compramos jamón, queso y vino, no había nadie.

placeholder Canal detrás de la Scuola Grande di San Rocco, en Venecia (Marta Valdivieso)
Canal detrás de la Scuola Grande di San Rocco, en Venecia (Marta Valdivieso)

Era incómodo contemplar la laguna desde la Riva degli Schiavoni, el paseo que recorre la cuenca de San Marcos, debido a la aglomeración de kioscos de recuerdos y gente que miraba las cartas de los restaurantes, comía helados e intentaba subirse a una góndola. Bastaba con cruzar a la Giudecca —una estrecha franja de tierra al otro lado del Gran Canal, a la que se llega en vaporetto— para estar completamente solos y tener una vista aún mejor. Ese iba a ser el patrón durante toda la semana: no tanto huir de los turistas, como intentar no vernos a nosotros mismos como lo que éramos: unos turistas más.

La ciudad más bonita del mundo

“Protegida, a lo largo de su independiente historia, de todos los invasores extranjeros por las aguas de su laguna —cuenta el escritor inglés John Julius Norwich en 'Historia de Venecia. Auge y caída de la Serenísima República', recién reeditado por Ático de los libros— Venecia se presenta ante el mundo esencialmente con el mismo aspecto que tenía en tiempos de Canaletto […]. Este aparente triunfo sería un fenómeno extraordinario en cualquier ciudad; cuando la ciudad es la más bonita del mundo, el hecho se convierte en un milagro”. Lo es. La belleza de Venecia puede ser abrumadora, pero ni siquiera por la magnificencia de sus palacios, sus iglesias o las obras de arte que albergan sus galerías; lo es, en conjunto, por la extraña manera, precaria y un poco ruinosa, en que lucha contra la decadencia. El rojo desgastado de las paredes. El verde turbio del agua. El ocre de los ladrillos a la vista.

Venecia contó con un sistema de gobierno que le permitió eludir la tiranía siglos

Venecia no solo lucha contra la decadencia arquitectónica y estética, también lo hace contra la política y económica. Como cuenta Norwich en el libro —que es más una historia política de la ciudad que una historia completa de su gente y costumbres—, Venecia fue una de las inventoras de la política republicana moderna, contó con un sistema de gobierno que le permitió eludir la tiranía durante siglos, dio origen a una primera globalización comercial, rehuyó muchos de los conflictos bélicos que asolaron otras partes del mundo durante más de mil años, supo llevarse bien con los imperios cristianos y los musulmanes y fue, además, el lugar más rico, divertido y refinado de la tierra.

Hoy solo conserva la belleza y el recuerdo, diría que un poco irónico, de ese esplendor al que Napoleón puso fin cuando la conquistó por primera vez en su historia. Sigue habiendo pequeños restaurantes memorables, señoras que sacan las sillas a la calle para tomar la fresca, ciudadanos que salen a la laguna en su barca a dar un paseo, gaviotas que te miran con desdén desde lo alto de los postes de madera plantados en la laguna y los canales, calles donde se agita la ropa tendida al sol, un olor omnipresente a suave salitre y el silencio de un lugar sin coches: en la mayor parte de la ciudad, y sin duda por la noche, tienes la extraña experiencia de oír siempre tus pasos. Mañana empieza el festival de cine en el Lido, la larga isla que cierra la laguna, donde se reunirán decenas de estrellas de Hollywood, y centenares de periodistas pero probablemente nadie se dé cuenta de ello en los alrededores de la iglesia de la Madonna dell'Orto.

placeholder Una gaviota en la laguna, al norte de Venecia (Marta Valdivieso)
Una gaviota en la laguna, al norte de Venecia (Marta Valdivieso)

De modo que nos pusimos a buscar eso. Cogimos el vaporetto hasta Torcello, donde vimos en silencio la asombrosa basílica de Santa Maria Assunta, un fragmento del Bizancio del siglo X en una isla veneciana. Cruzamos a Mazzorbo, un pedazo de tierra cubierto de viñedos. Cuando no necesitábamos el vaporetto, andábamos. Por el Arsenal, la inmensa fábrica de barcos en la que Venecia construía la flota con la que dominaba el comercio mundial, donde a pesar de estar instalada la bienal de arquitectura no había prácticamente nadie; hasta el Ospedale San Giovanni e Paolo, del que vimos salir una lancha fúnebre hacia la isla de San Michele, el cementerio de la ciudad. Y por mi zona preferida: Cannaregio, una sucesión de “fondamente” (calles que discurren junto a un canal) paralelas y plazas en las que los locales toman el aperitivo en un kiosco con feas y encantadoras terrazas de sillas de plástico o cogen un spritz o un vino para tomárselo sentado en los escalones que descienden hasta el agua. Y, después, el gueto judío: un pequeño recinto que, hasta la llegada de Napoleón, se cerraba todas las noches con doble puerta y en el que aún hay restaurantes y negocios judíos y varias sinagogas ocultas en típicos edificios venecianos.

En el Campo del Ghetto Nuovo nos sentamos para buscar en Google Maps la manera más rápida de llegar al restaurante en el que queríamos cenar. Pero pronto dejamos los móviles sobre el banco y nos quedamos mirando las paredes desconchadas, las ventanas comidas por el salitre. Cuando al fin nos levantamos y salimos del gueto hacia el sur, nos volvimos a topar con la muchedumbre que se dirigía hacia las estaciones de tren y autobuses. Tenías la sensación de que más que andar, los demás te empujaban y llevaban. Horas más tarde, tras la cena —sepia a la veneciana, sardinas en escabeche y una cantidad desproporcionada de prosecco de la región—, volvimos a caminar solos.

¿Y si es la última vez?

El último día estalló una tormenta. Fuimos a ver la laguna desde el norte. Estaba agitada y decidimos ir al aeropuerto en autobús y no en barco. Venecia es tan extraña que siempre que nos vamos tenemos una sensación angustiosa: ¿y si la próxima vez incluso los lugares donde ahora no hay nadie se llenan de turistas como nosotros? ¿Y si instalan torniquetes y llenan la ciudad de cámaras? ¿Y si la ciudad más bonita del mundo se convierte definitivamente en un decorado vacío? Pensar eso en un autobús era mucho más anticlimático que hacerlo en el barco que rodea el cementerio de la laguna. Pero era mejor así. Al fin y al cabo, nosotros éramos solo dos turistas de los miles que ese día entraban y salían del espectáculo asombroso que es Venecia, en el que a pesar de las apariencias la decadencia está llena de vida.

Nuestra primera decisión fue desastrosa. Recién llegados al apartamento tras un viaje en barco de una hora y media desde el aeropuerto, decidimos ir a comer a un restaurante que recordábamos de cuando Marta vivía allí. Pero habíamos olvidado lo que es Rialto en agosto y, al cruzar el centro de la ciudad, nos topamos con lo peor de Venecia; las calles atestadas, los comerciantes callejeros que intentan venderte gorros y camisetas. La extraña belleza burguesa del Gran Canal contrastaba con la incomodidad de los cuerpos empapados en sudor y nuestro avance a trompicones entre la masa. Sí, formábamos parte del enjambre turístico.