Es noticia
De Salem a Twitter: la caza de brujas y la paranoia política que no cesan
  1. Cultura
  2. El erizo y el zorro
Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

Por

De Salem a Twitter: la caza de brujas y la paranoia política que no cesan

Hoy perduran la paranoia y el deseo obsesivo de identificar y castigar a los responsables de nuestros males

Foto: Ilustración de época acerca del juicio a las llamadas 'brujas de Salem'
Ilustración de época acerca del juicio a las llamadas 'brujas de Salem'

1651. Junto a un río, en un bosque de Nueva Inglaterra, en el gélido nordeste de lo que en el futuro será Estados Unidos, hay una pequeña aldea cuyos habitantes viven en un estado de alteración constante. Los hombres se caen de los caballos, a las mujeres se les estropea la comida que preparan, muere un número desproporcionado de niños. Tras la sucesión de desgracias, unos vecinos, los Bridgman, llegan a la conclusión de que sus responsables son Hugh y Mary Parsons, un extraño matrimonio que se pelea a gritos, tiene un comportamiento errático y vaga por ahí sin rumbo aparente. Así, los Bridgman empiezan a propagar rumores. Si un animal muere, culpan a los Parsons. Si una muchacha ciega de la aldea tiene ataques epilépticos, dicen que es una maldición de los Parsons. Después de un pleito entre las dos familias, muere la hija de los Bridgman. La conclusión es lógica: los Parsons son brujos. Todo el pueblo se convence de que es así. Y son acusados formalmente y juzgados como tales.

La historia la cuenta 'The Ruin of all Witches', el nuevo libro de Malcolm Gaskill, un especialista en la historia de la brujería y en las consecuencias que esta, y su persecución, han tenido en la política de los últimos siglos. Es un retrato de ese lugar y ese momento concretos, las décadas en que los puritanos llegados a América del Norte se dejaron llevar por el miedo a una naturaleza imponente, a la desorganización política y a la incomprendida presencia de los indios. Pero también es un relato universal que ilustra cómo en todas las sociedades están presentes la paranoia, la superstición y el deseo obsesivo de identificar y castigar a los responsables de todos los males. De hecho, los Parsons fueron declarados inocentes de brujería, aunque la gente de su pequeña aldea nunca les perdonó, siguió dándoles la espalda y considerándoles los responsables de las desgracias que ocurrían. La acusación de sus vecinos destruyó su vida.

placeholder 'The Ruin of all Witches'
'The Ruin of all Witches'

Esas cosas siguen sucediendo ahora, aunque las acusaciones de brujería hayan adoptado una forma moderna y, en ocasiones, hasta científica. En alguna parte de nuestras mentes sigue existiendo la creencia de que hay seres malvados que son responsables de que la sociedad no sea como pensamos que debería ser. Y, junto a ella, el convencimiento de que nuestro deber ciudadano es denunciarles públicamente y arengar a la sociedad para que los persiga, sea a través de métodos legales —los juicios— o paralelos —los linchamientos, los rumores, el ostracismo—.

Sigue existiendo la creencia de que hay seres malvados responsables de que la sociedad no sea como pensamos que debería ser

Hoy creemos, en muchas ocasiones, que se trata de una simple cuestión de crítica democrática: la libertad de expresión nos permite señalar a quienes cometen prácticas aborrecibles, y el propio funcionamiento de una sociedad libre requiere que lo hagamos cuando algo no se hace bien: solo así los culpables serán castigados y las cosas podrán hacerse un poco mejor. Hay algo de eso. Pero existe, sobre todo, un deseo fanático de denunciar. Nos gusta echar la culpa de nuestra pasión delatora a las redes sociales. Su funcionamiento, sin duda, incentiva la acusación. Sin embargo, hay algo más. Hemos organizado nuestra política y nuestro periodismo como una perpetuación de las divisiones religiosas, aunque sea por otros medios.

Un experimento social

En lo que sí hay una diferencia con la brujería y su persecución en el siglo XVII es que ahora habitamos una especie de experimento social sin precedentes. Por un lado, vivimos en el sistema político en el que los ciudadanos son más libres: nuestras libertades no solo están consagradas en las constituciones y los demás textos legales, sino que, en muchos sentidos, las sociedades se han vuelto más tolerantes con el pluralismo religioso, ideológico o racial. Al mismo tiempo, la tecnología y el desarrollo de enormes burocracias hacen que seamos los ciudadanos más controlados de la historia: en distintos lugares, pero siempre accesibles al Gobierno mediante el permiso de un juez, o incluso a la vista de todos, están documentados prácticamente todos nuestros movimientos, decisiones de consumo y preferencias sociales. Esta paradoja hace que nuestras cazas de brujas tengan un elemento, al mismo tiempo, rutinario y teatral. En muchos sentidos, se han convertido en un género particular de entretenimiento. Tuitstars, presentadores de televisión y reporteros con agenda política parecen levantarse por la mañana preguntándose a quién pueden denunciar hoy para tener a la audiencia distraída. La histeria de masas es distinta, porque el contexto es diferente. Pero sigue siendo histeria de masas.

Nuestras cazas de brujas se han convertido en un género particular de entretenimiento

Cuarenta años después del juicio de los Parsons, tuvieron lugar los procedimientos contra brujas más famosos de la América del Norte colonial: fue en Salem, donde en 1692 y 1693 se condenó a treinta personas por brujería y se ejecutó a diecinueve de ellas en la horca. Si bien parte de las acusaciones procedían de adolescentes, fueron provocadas en buena medida por la paranoia de una comunidad que quería vivir estrictamente de acuerdo con las normas bíblicas y experimentaba las dificultades que eso implicaba. Hoy casi nadie pretende vivir según el Antiguo Testamento. Pero nos encontramos de nuevo en un contexto político de cambio e incertidumbre, en una transición que no sabemos adónde nos lleva y con un envejecimiento repentino de las autoridades tradicionales. Ya no hay indios que asalten nuestras granjas, ni nos preguntamos por qué Dios nos castiga de esa manera. Pero con el auge de la vena paranoica de la política, tendemos a ver indios por todas partes. El asombro de los estadounidenses ante las cazas de brujas, su asco frente a tanta violencia gratuita, dicen algunos historiadores, fue uno de los motivos por los que el país acabaría dotándose de una Constitución liberal e inventando la libertad religiosa en el mundo moderno. No fue una mala lección. Tal vez podríamos sacar alguna parecida en este paradójico nuevo mundo de libertad y control.

1651. Junto a un río, en un bosque de Nueva Inglaterra, en el gélido nordeste de lo que en el futuro será Estados Unidos, hay una pequeña aldea cuyos habitantes viven en un estado de alteración constante. Los hombres se caen de los caballos, a las mujeres se les estropea la comida que preparan, muere un número desproporcionado de niños. Tras la sucesión de desgracias, unos vecinos, los Bridgman, llegan a la conclusión de que sus responsables son Hugh y Mary Parsons, un extraño matrimonio que se pelea a gritos, tiene un comportamiento errático y vaga por ahí sin rumbo aparente. Así, los Bridgman empiezan a propagar rumores. Si un animal muere, culpan a los Parsons. Si una muchacha ciega de la aldea tiene ataques epilépticos, dicen que es una maldición de los Parsons. Después de un pleito entre las dos familias, muere la hija de los Bridgman. La conclusión es lógica: los Parsons son brujos. Todo el pueblo se convence de que es así. Y son acusados formalmente y juzgados como tales.