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No es censura cultural, es caciquismo: aprovechémoslo
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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No es censura cultural, es caciquismo: aprovechémoslo

Es cada vez más frecuente que los políticos consideren que la programación cultural es una forma de propaganda política y de confrontación ideológica, cuando no de amiguismo

Foto: La pareja homosexual de 'Lightyear'. (Disney)
La pareja homosexual de 'Lightyear'. (Disney)

La semana pasada, Jesús Albiol, el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Borriana (Castellón), gobernado por una coalición PP-Vox, se presentó en la biblioteca municipal para retirar de sus instalaciones ejemplares de revistas en catalán. El Gobierno local había ordenado la cancelación de las suscripciones, porque consideraba que eran una manera de financiar el independentismo: las revistas, dijo, eran “propaganda pancatalanista”. Y Albiol, de Vox, tenía prisa por que nadie en el pueblo pudiera volver a leerlas. Con buen criterio, los funcionarios de la biblioteca se negaron a entregárselas hasta que no recibieran una orden por escrito.

No fue el primer ejemplo de histeria cultural de los nuevos gobiernos locales regidos por coaliciones del PP y Vox. En Valdemorillo (Madrid), la concejala de Cultura, también de Vox, canceló la representación de una adaptación de Orlando, la genial novela de Virginia Woolf, en un teatro municipal; según el productor de la obra, fue porque el protagonista cambia de sexo, según el consistorio, por un problema presupuestario. En Santa Cruz de Bezana (Cantabria), la película infantil Lightyear desapareció de la programación de cine al aire libre del ayuntamiento después de la llegada al poder de la coalición conservadora; nadie en el consistorio quiso responder a la prensa sobre las razones, pero al parecer dos de los personajes protagonistas son mujeres lesbianas.

La censura consiste en impedir que empresas privadas publiquen, produzcan o difundan obras que el poder político decide que no deben existir

Esto no es censura. La censura consiste en impedir que empresas privadas publiquen, produzcan o difundan obras que el poder político decide que no deben existir o llegar a la sociedad. Negarles el dinero de las administraciones públicas es algo distinto. Y, a fin de cuentas, nadie parece discutir que los responsables culturales escogidos democráticamente pueden, si lo hacen con transparencia y de acuerdo con los procedimientos legales, contratar o programar lo que les parezca.

Pero, sin duda, estos casos y muchos otros son muestras de una tremenda estupidez. Creer que los poderes locales deben ofrecer a los vecinos una dieta cultural basada estrictamente en sus propios prejuicios ideológicos —o en la contratación de artistas y empresas que les caen bien— es una forma de caciquismo. Y esta clase de políticos locales dedicados a la cultura tiende a exagerar su propia importancia y, con ella, el impacto que puede tener la programación cultural en la mentalidad de sus votantes (yo me formé con Cavall Fort y leí con frecuencia Enderrock, dos de las revistas que debían desaparecer con urgencia de la biblioteca de Burriana, y si su propósito era convertirme en separatista, fracasaron). Pero esta cortedad de miras es también, a su modo, una buena noticia. Y deberíamos aprovecharla.

Más cultura en manos privadas

¿Cómo? Asumiendo que sería bueno que una mayor parte de la cultura que se produce y difunde en España esté en manos privadas. No porque las leyes del mercado sean siempre mejores para la cultura, ni porque debamos rechazar la necesaria intervención de las administraciones públicas en ella. Sino por simple pragmatismo: en tiempos de polarización como los actuales, es cada vez más frecuente que los políticos consideren que la programación cultural es una forma de propaganda política y de confrontación ideológica, cuando no de amiguismo.

Foto: La Terraza Magnética, una de las programaciones de La Casa Encendida. (Cedida)

La cultura, por supuesto, tiene muchas connotaciones políticas e ideológicas. Pero no debe ser solo eso. Y, en consecuencia, sería bueno que gente que pretende retirar impulsivamente revistas de bibliotecas, o que desdeña las ambigüedades morales de la buena literatura, tuviera menos capacidad para decidir la cultura que consumimos. Los casos que mencionaba los ha denunciado con una mezcla de indignación y entusiasmo la izquierda, y son llamativos porque implican a las nuevas coaliciones de derechas. Pero, con mucha frecuencia, el progresismo actúa con un celo semejante. La solución no consiste simplemente en votar a otros dentro de cuatro años. Consiste en que poco a poco, pero con ambición estructural, la cultura se vuelva cada vez más independiente de la financiación de los poderes públicos.

Por supuesto, es muy difícil que en Santa Cruz de Benzana se instale un cine comercial que sea rentable. O que haya una programación teatral privada en Valdemorillo. Las suscripciones de las bibliotecas públicas son una parte relevante de los ingresos de las pequeñas revistas culturales. Por no hablar del mantenimiento de esas propias bibliotecas o de grandes infraestructuras como los museos. El mercado tiene límites y hay que reconocerlos. Pero deberíamos aprovechar los últimos escándalos culturales para inventarnos una manera de que la cultura sea más autónoma y, en consecuencia, más osada.

El mercado tiene límites y hay que reconocerlos

La tecnología es parte de la solución, aunque no sirve aún para la gente mayor que difícilmente se suscribirá a Filmin. La mentalidad de quienes crean la cultura será también importante: nadie debería pedirles que se conviertan en ascetas que malviven de ingresos raquíticos, pero quizá estaría bien que, cuando empezaran a plantearse un nuevo proyecto, se hicieran la pregunta: "¿Cómo podría hacer que esto fuera sostenible sin necesidad de cortejar al concejal de cultura o al burócrata de la consejería?". También es importante la actitud de la industria y los inversores: ¿podrían ser aquí rentables festivales literarios y teatrales privados, cines al aire libre o nuevas salas de conciertos, como en otros países cercanos? Pero en última instancia, cuenta lo que hacemos los votantes y los consumidores: no deberíamos aceptar que un bien público se haya convertido, en gran medida, en una burda herramienta de batalla partidista, pero tampoco deberíamos tener demasiadas esperanzas de que eso vaya a cambiar a corto plazo. La polarización, parece, también aumenta el caciquismo.

Cuando las administraciones públicas se niegan a programar un espectáculo, o rechazan contratar a un artista, o a suscribirse a un medio, no están poniendo en práctica la censura. Pero sí deberíamos entender ese acto como una invitación a intentar dejar de depender de ellas.

La semana pasada, Jesús Albiol, el concejal de Cultura del Ayuntamiento de Borriana (Castellón), gobernado por una coalición PP-Vox, se presentó en la biblioteca municipal para retirar de sus instalaciones ejemplares de revistas en catalán. El Gobierno local había ordenado la cancelación de las suscripciones, porque consideraba que eran una manera de financiar el independentismo: las revistas, dijo, eran “propaganda pancatalanista”. Y Albiol, de Vox, tenía prisa por que nadie en el pueblo pudiera volver a leerlas. Con buen criterio, los funcionarios de la biblioteca se negaron a entregárselas hasta que no recibieran una orden por escrito.

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