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Un hipnótico viaje por Tokio en busca de lo más escurridizo para todos nosotros
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Un hipnótico viaje por Tokio en busca de lo más escurridizo para todos nosotros

En 'Las campanas del viejo Tokio', Anna Sherman recorre la capital japonesa en busca de los vestigios de cómo se medía antiguamente el tiempo allí y cómo me mide hoy

Foto: Unas turistas en kimono hacen fotos a unas 'geishas' en el templo Sensoji en Tokio. (EFE/Kimimasa Mayama)
Unas turistas en kimono hacen fotos a unas 'geishas' en el templo Sensoji en Tokio. (EFE/Kimimasa Mayama)

En Tokio todavía puede visitarse el lugar en el que estaba la vieja cárcel de Kodenmacho. Durante más de dos siglos, allí se encerraba a los delincuentes. Y se ejecutaba a los condenados a muerte. Aún se ve la ubicación de la fuente en la que, después de la decapitación, se lavaban las cabezas cortadas. Luego, se clavaban en una pica para que las contemplara todo el mundo que pasara por el barrio de Nihonbashi. Pero esas no era las únicas funciones de la cárcel. También tenía que hacer sonar una campana.

Entre 1192 y 1867, Japón estuvo gobernado por los sogunes, dictadores militares que se pasaban el poder hereditariamente. Los sogunes establecieron que en Edo, el nombre que recibía entonces la actual Tokio, hubiera solo tres campanas que señalaran las horas para todos los habitantes. Una de ellas era la de la cárcel de Kodenmacho, que daba tres campanadas, doce veces al día, porque este no tenía veinticuatro horas. En realidad, el tiempo estaba regido por los signos del zodiaco y no todas las horas duraban lo mismo en invierno y en verano, de día y de noche. A medida que Edo crecía, sin embargo, los sogunes fueron autorizando más campanas. Al final, en la ciudad acabó habiendo una importante red que indicaba a todo el mundo cuándo despertarse, cuándo ir a trabajar, cuándo comer y cuándo acostarse. Eran el emblema de una concepción del tiempo completamente distinta de la actual.

Acabó habiendo una importante red de campanas que indicaban cuándo despertarse, cuándo ir a trabajar, cuándo comer...

Lo que se propone la escritora estadounidense Anna Sherman en Las campanas del viejo Tokio, un hipnótico libro de viajes por la ciudad, publicado en español el año pasado por la editorial Capitán Swing, es comprender esa concepción del tiempo. Para ello, recorre la ciudad intentando encontrar lo que queda de esas campanas, cuyo uso prácticamente se extinguió con la occidentalización y la modernización del país.

Templos entre rascacielos

Sherman empieza por la campana de la cárcel, que sigue existiendo. Y de ahí, siguiendo un mapa que identifica con círculos las zonas de la ciudad que se regían por el sonido de cada una de las campanas, va en busca de ellas. Algunas desaparecieron en los incendios o los bombardeos que sufrió la ciudad. Otras siguen en uso casi como reliquias. Otras están medio escondidas en templos.

Como hace en el caso de la cárcel, Sherman utiliza las campanas para reconstruir no solo la geografía de la ciudad, sino también su historia y la de sus protagonistas. Lo hace fragmentariamente, a veces con viñetas líricas; en ocasiones, con largas explicaciones de carácter político o literario. Explica cómo la ciudad fue creciendo a partir de los castillos y templos de hace mil años; cómo, aunque el poder era en teoría del emperador, durante siglos este fue una figura dominada por los sogunes; cómo estos perdieron el poder porque, aun en el siglo XIX, se oponían a que Japón abandonara el feudalismo mientras otra parte del país, cada vez más grande, quería abrirse a Occidente, a la tecnología y a la democracia liberal. Y este acaba siendo el verdadero tema del libro: la extraña modernización del país, que dejó pequeñas bolsas de tradición, de las que las campanas son un símbolo, en la ciudad más hipermoderna del mundo.

placeholder Portada de 'Las campanas del viejo Tokio', de Anna Sherman.
Portada de 'Las campanas del viejo Tokio', de Anna Sherman.

Esa modernización, cuenta Sherman, transformó la vieja noción del tiempo para dar paso a una medición mecanizada como la nuestra, de relojes occidentales, de horas lineales y de la misma duración. Y ese cambio tuvo implicaciones en la vida urbana que se perciben incluso hoy. "Tokio es una ciudad de oscuridad, una ciudad de luz", dice Sherman con el tono poético en que está escrita buena parte del libro. Los hoteles para el sexo rápido, con habitaciones decoradas para satisfacer cualquier fantasía, conviven con un templo en cuya puerta está escrito su nombre en oro: "Montaña de los Sagrados Espíritus". Los inmensos edificios de oficinas lo hacen con los descendientes de los sogunes, que perdieron el poder político, pero mantienen una cierta distinción tradicional. En algunos barrios, dice, "las dos ciudades se mezclan la una con la otra". Pero esa yuxtaposición, muchas veces, da pie a "fragmentos que nunca conforman un todo". Así es el diálogo entre lo viejo y lo nuevo.

Sherman visita a los familiares de quienes fabricaron y coleccionaron los relojes occidentales que transformaron la manera de medir el tiempo. Va al lugar en el que se suicidó ritualmente el escritor Mishima —se clavó un puñal en el vientre e hizo que le decapitara un seguidor y amante suyo— para demostrar su total desacuerdo con el Japón moderno y democrático. Examina los grabados de un artista que decidió pintar Japón como si no hubieran existido en él los estragos del siglo XX. Habla con monjes y cuidadores de santuarios. Pero también frecuenta casi a diario un café, el Daibo, que es como una especie de refugio en el que parece existir un equilibrio perfecto entre lo tradicional y artesano, por un lado, y lo moderno y cosmopolita, por el otro.

Va al lugar en el que se suicidó ritualmente el escritor Mishima para demostrar su total desacuerdo con el Japón moderno y democrático

Las campanas del viejo Tokio es a veces pretencioso —¿cómo va un libro de viajes a contarnos qué es el tiempo?—, y en ocasiones muestra un país extrañamente arquetípico —¿acaso no son todas las ciudades una mezcla de presente y pasado?—. Pero muchas veces es también, simplemente, muy bonito. Una preciosa mezcla de descripción detallista y narración histórica. Uno lee y aprende, y capta matices en los individuos con los que la autora habla y en los edificios y las calles, y ve una forma de recorrer una ciudad que es original, y al mismo tiempo evidente y evocadora. Es un libro extraño y adictivo. Como dicen que es Tokio quienes han estado ahí.

En Tokio todavía puede visitarse el lugar en el que estaba la vieja cárcel de Kodenmacho. Durante más de dos siglos, allí se encerraba a los delincuentes. Y se ejecutaba a los condenados a muerte. Aún se ve la ubicación de la fuente en la que, después de la decapitación, se lavaban las cabezas cortadas. Luego, se clavaban en una pica para que las contemplara todo el mundo que pasara por el barrio de Nihonbashi. Pero esas no era las únicas funciones de la cárcel. También tenía que hacer sonar una campana.

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